La pareja no me habría llamado la atención -había docenas semejantes- de no ser porque vi el gesto de la mujer. Eran dos abueletes que habían estado un rato a remojo. Llevaba ella un vestido de esos veraniegos para señora mayor, estampado, con botones por delante, y una cinta en el pelo que le recogía el cabello gris. Era regordeta y menuda. El estaba en bañador, un calzón de playa de color discreto, y se abotonaba despacio, con dedos torpes, los botones de la camisa gris de manga corta. Tenía las piernas flacas y pálidas, de jubilado al que le queda verano y medio, y la brisa le desordenaba el pelo blanco alrededor de la frente salpicada, como sus manos, con las motas que la vejez imprime en la piel de los ancianos. Los dedos del hombre no acertaban con el último ojal, y vi que la mujer le apartaba delicadamente la mano y se lo abotonaba ella, y luego, con un gesto lento y tierno, le pasaba la mano por la cabeza, como si quisiera arreglarle también un poco el pelo, peinárselo con los dedos y dejarlo un poco más guapo y presentable.
Me quedé mirándolos hasta que se alejaron camino de las escaleras, y aún vi que él se apoyaba en el hombro de ella para subir los peldaños. Y me dije: ahí los tienes, Arturín, toda la vida juntos, cincuenta años viéndose el careto cada día, y los hijos, y los nietos, y cállate y lo que yo te diga, y el fútbol, y aquella época en que él volvía tarde a casa, y el mal genio, y el verlo tanto en sus momentos de hombre que se viste por los pies como en los momentos de miseria; y en vez de despreciarlo de tanto asomársele dentro, de no aguantarlo por gruñón o por egoísta, ella aún tiene la ternura suficiente para ponerle bien el pelo después de abrocharle ese último botón en el ojal. Y a lo mejor él ha sido un tío estupendo o un canalla, y eso no tiene nada que ver, y resulta compatible con el hecho de que ella, que parió sola, que se calló por no preocuparlo cuando sintió aquel bulto en el pecho, que se ha estado levantando temprano toda la vida para tener paz en una cocina silenciosa, le siga profesando una devoción que nada tiene que ver con lo que llamamos amor; o a lo mejor resulta que el amor es eso y no lo otro, ese ejercicio de lealtad que puede consistir en repeinarlo con la mano, en decirle ponte guapo, Manolo. En que ella, que siempre fue al médico sola hasta cuando pensó que se iba a morir, entre en la consulta con él y le diga siéntate aquí, anda, estate quieto, que ahora viene el doctor. En cerrarle con disimulo la bragueta cuando él sale a pasitos cortos del servicio. En dedicarle una vida que él no siempre supo merecer.
Y ahora él depende de ella, y es ella la que lo sostiene como en realidad lo ha sostenido siempre. Y un día Manolo, o corno se llame, dirá adiós muy buenas; y ella, que renunció a tantos sueños, que se impuso a si misma un extraño deber unilateral, que no vivió nunca una vida propia que no fuera a través de él, se quedará de golpe quieta y vacía, perdida su razón de ser, con hijos y nietos que de pronto se antojan lejanos, extraños. Añorando la cadena que la ató recién cumplidos los veinte, cuando casarse, poner una casa, tener una familia, era un sueño maravilloso como el de las poesías y las películas. A lo mejor, antes de hacer mutis, él tiene tiempo, decencia y lucidez para darse cuenta de lo que ella fue en su vida. Y entonces echará un lagrimita y le dirá eso de que lamenta haberla tenido como una esclava, etcétera. Y ella, una vez más, se callará y le pondrá bien el pelo, para que agonice guapo, en vez de decirle: a buenas horas te das cuenta, hijo de la gran puta.
El Semanal, 09 Agosto 1998
Pues resulta que recibo una carta con sus sellos pegados, y entre ellos hay uno con el careto de Fernando VII (1784-1833). Y me digo: hay que fastidiarse, colega. Con la de reyes que ha habido en este país, reyes para dar y regalar, y tiene que salir ése en mi carta, oye, el mayor hijo puta que llevó corona. El rey más cobarde, más vil y más infame que hemos tenido en esta tierra conde de monarcas chungos sabemos un rato, y a quien ni siquiera esa cara de atravesado y de borde relamido que le pintó Goya -el sordo sabía mirar adentro- hizo justicia.
He escrito alguna vez que la estupidez, la ignorancia voluntaria, la deslealtad y la mala fe en políticos y monarcas me vuelven intolerante hasta el punto de hacerme añorar, a veces, una guillotina en mitad de una plaza pública. Pero en el caso de Fernando VII esa añoranza mía roza la frustración. Porque ese individuo, que nunca vio su cabeza en un cesto como el idiota de su primo el gabacho gordito, fue un perfecto miserable y un canalla, pero nunca fue un estúpido. Y su vileza ante Napoleón, la negra reacción en que sumió a España tras la expulsión de los franceses, su camarilla de canónigos y mangantes, su persecución de liberales, su desprecio a la Constitución entonces más avanzada del planeta y su despotismo salvaje, no se debieron a impulsos imbéciles, sino a cálculos inteligentes, astutos y cobardes. Fernando de Borbón fue capaz de denunciar a sus cómplices en la conjura contra Godoy, de lamerle las botas al francés que lo despojaba de un reino, de condenar a muerte a quienes le devolvieron la corona; y todo eso lo hizo sopesando minuciosamente los pros y los contras. Fue como los malvados de las viejas películas, pero peor. Fue un rey malo de cojones.
Recuerdo que hace cosa de un año estuve dándole vueltas al personaje, después de una representación de "El sí de las niñas", de Moratín. Cuando vi a Emilio Gutiérrez Caba interpretar de forma excelente al maduro don Diego en la última escena del tercer acto -"Eso resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece" no pude menos que pensar, como me ocurre ahora ante el sello de marras: qué mala suerte, qué desgraciado país el nuestro, siempre a punto de conseguirlo y siempre recibiendo a última hora un sartenazo que lo pone todo patas arriba, que nos arroja de nuevo al abismo. Cuando por fin nos hacemos romanos y hablamos latín y construimos acueductos, llegan los bárbaros. Cuando el Renacimiento y los siglos de oro nos pillan siendo primera potencia mundial, aparecen Lutero y Calvino, viene la Contrarreforma y todo se va a tomar por saco. Y cuando por fin nos encontramos ante la gran oportunidad del siglo de las luces y la revolución, y hay gente como Jovellanos y Moratín y Goya, llegan los franceses y nos funden los plomos, y a los lúcidos los convierten en afrancesados. Y encima, sin proponérselo, hacen de un Borbón abyecto un héroe nacional. Y aún así hay militares que leen libros y hablan de soberanía popular y de libertad, y españoles dispuestos a ponerse de acuerdo, aunque sea para degollar franchutes, y políticos capaces de sentarse en Cádiz a hacer una Constitución que es la leche. Y entonces Fernando VII vuelve a por una corona que no se ha ganado, y asesorado por curas fanáticos, por correveidiles y lameculos, va y se lo cepilla todo, abole la Constitución, cierra periódicos y teatros, y ejecuta a los generales y guerrilleros que pelearon por él, menos a Mina, que se larga a Francia, y después a Riego, y al empecinado, y a Manzanares y a Torrijos y a Mariana Pineda; y Francia e Inglaterra se llenan de exiliados, y aquí se impone la reacción más siniestra, y otra vez, como siempre, a las tinieblas cuando estábamos a pique de levantar cabeza. Y encima, cuando se muere, el tío nos deja de herencia a la chocho loco de su hija Isabelita, que trajo cola. Y de postre, las guerras carlistas.
En fin. Cuando empecé a teclear estas líneas iba a pedir que me ahorren cartas con la jeta de ese rey, que maldita sea su estampa. Pero, pensándolo mejor, rectifico. Es bueno recordar que la infancia existe, y que siempre acecha un vil mierdecilla dispuesto a cargárselo todo con el pretexto de la religión, la raza, la nación, la lengua o el chichi de la Bernarda. Caciques locales, mercachifles de feria, apostólicos postmodernos, reaccionarios a quienes ahora no se les cae la palabra democracia de la boca, pero siguen queriendo devolvernos al pozo de las sombras.
El Semanal, 16 Agosto 1998
Hay gilipollas y gilipollas. Quiero decir que hay tontos del haba congénitos, de pata negra, que no lo pueden evitar por mucho empeño y buena voluntad que le echen al asunto. Individuos e individuas que si se presentaran a un concurso de gilipollas serían descalificados en el acto, por gilipollas. Gente cuya naturaleza biológica incluye la gilipollez de modo perfectamente natural, como la de otros incluye tener los ojos azules o alergia al pescado. O sea, gente de esa que llega la enfermera y le dice al padre que está fumando en el pasillo: “Enhorabuena. Ha tenido usted un gilipollas de tres kilos y seiscientos gramos”.
Como ven, hablo de gilipollas que no pueden evitar serlo, hasta el punto de que algunos, de puro chorras, llegan a caer bien. Uno los ve, los oye y se dice: “Es simpático este imbécil”. Sin embargo hay otra variedad más común, más de andar por casa. Más ordinaria. Hablo del gilipollas vocacional: del que se esfuerza a diario por avanzar paso a paso en el perfeccionamiento de una gilipollez a la que aspira con entusiasmo. Esos gilipollas aficionados dan lugar a un fenómeno que podríamos definir como pseudo-gilipollez o variante hortera de aquélla. Lo malo es que, a diferencia del a otra, perfectamente localizada en lugares y medios especializados de las Españas, esta última te la encuentras en la vida diaria, a la vuelta de la esquina, contaminándolo todo.
Pensaba en todo eso el otro día, cenando en un restaurante pijolandio de los que pretenden cierto nivel, Maribel, en una localidad costera. Uno de esos en cuyo vestíbulo hay una señorita muy arreglada, con falda corta y pulseras, muy peripuesta y dinámica como en las películas de ejecutivas que salen en la tele, y que nada más verte entrar dice:“Hola, ¿tenéis reserva?”, tuteándote cual si hubieseis vivido ella y tú intimidades previas, hasta el punto de que te sientes en la obligación de dirigirle a tu acompañante una mirada de excusa, como diciéndole: “Te juro que no conozco de nada a esta tía”. (De cualquier modo, peor sería que te estampara una par de absurdos besos en las mejillas, muá, muá, como hace ahora a las primeras de cambio toda mujer a la que te presentan. Vulgaridad notoria que, cabroncete como soy, suelo prevenir dando antes la mano a distancia y prolongando unos segundos el apretón, para que las besuconas se den con mis nudillos en el estómago al acercarse dispuestas al ósculo).
El caso es que el restaurante era playero, con pretensiones de diseño y alta cocina moderna y unos precios que te rilas, Arturín, y menudeaba de clientes ad hoc: Lacoste, pantalón corto hasta la rodilla y con raya, zapatos tipo mocasín sin calcetines, teléfono móvil y toda la parafernalia, incluyendo la prójima operada y haciendo juego. Hecho un paria entre tanta elegancia, con mis viejos tejanos de pata larga y la barba de semana y media, me vi obligado a decirle al camarero “estará bien, no se preocupe” ante su extrañeza de que no catase el vino, que él había servido con mucho aparato y movimiento de corcho, en vez de dedicar yo a tan fundamental operación los diez minutos que en las otras mesas se consagraban al asunto, fruncido el ceño, moviendo la copa para aspirar el aroma, chasqueando la lengua antes de declarar “excelente” con tanta gravedad y aplomo como si los tiñalpas hubieran pasado la infancia entre viñedos de Borgoña.
El maître, muy serio y muy consciente de la solemnidad del momento –ilustres intelectuales de aquí afirman que comer es un acto cultural comparable a leer a Proust-, nos recomendó algunas especialidades de la casa, destacando las cigalitas, los boqueroncitos y las almejitas, y sugirió la doradita o la lubinita, esta última con unas patatitas a lo pobre o unos buñuelitos de bacaladito con salsita de frambuesita. Y no faltó, a los postres, la visita del cocinero, o vete a saber quién era el pájaro, un fulano vestido de blanco con su nombre bordado en el bolsillo, que recorría las mesas estrechando manos y dando conversación en un compadreo que a algunos clientes parecía encantarles, pero a mí me hizo temer se nos sentara en la mesa y nos chuleara un café por el morro. Así que pedí apresuradamente la dolorosa –el maître se mosqueó un poco cuando le dije que hiciera el favor de traerme la fuentecita porque nos íbamos a la callecita- y me encaminé a la puerta con mucho alivio. Y todavía allí, al paso, la torda de la minifalda y las pulseras nos obsequió con un “hasta luego”. Como si hubiéramos quedado para después en el bar de la esquina.
El Semanal, 23 Agosto 1998
Querido sobrino Pepe:
En los últimos tiempos, la Conferencia Episcopal Española, que son obispos y cosas así, anda cabreada con el asunto de las campañas de prevención del Sida que recomiendan el preservativo; porque la gomita, dicen, favorece la promiscuidad sexual, O sea, les pone las cosas fáciles a quienes son partidarios del asunto. La teoría de los pastores de almas consiste en lo siguiente: el miedo al Sida es saludable, porque mantiene castos a los jóvenes como tú, de puro acojonados ante la posibilidad de agarrar algo y que se os caiga todo a pedazos. Eliminar o atenuar ese miedo, es decir, familiarizar a tu generación con el uso del preservativo, no es por tanto prevenir, sino pervertir; porque los mozuelos, inmaduros como sois, al sentiros más impunes y seguros, practicaréis el sexo con más asiduidad y, por tanto, conculcaréis la ley de Dios sin tino y sin tasa, dejándoos llevar por la irresponsabilidad y la naturaleza muy dale que te pego propia de los jóvenes de hoy. Que la verdad, Pepe, sois la leche.
Pongamos un bonito ejemplo práctico. Tu novia Mari Juli y tú, verbigracia, os tenéis unas ganas tremendas; pero también, gracias a la divina Providencia, le tenéis miedo al Sida. Que lo mismo hasta resulta intrínsecamente bueno -los caminos del Señor son inescrutables- porque su amenaza, a modo de infierno, nos mantiene lejos del pecado. Pero el diablo, que es muy cabroncete, Pepe, se vale de cualquier artimaña infame; e incluso esa benéfica -en términos de salud de almas- ira de Dios posmoderna, el Sida, puede ser soslayada merced a la técnica. Así que tú y Mari Juli podéis ir como si nada a la farmacia de la esquina, comprar por todo el morro una caja de seis y encamaros toda la tarde, ofendiendo el orden natural -como todo el mundo sabe, el orden natural limita el sexo al matrimonio-, en vez de orar para alejar la tentación, reservar vuestros cuerpos para honrarlos como templos, daros duchas frías o agarrar la guitarra y aprovechar la visita del papa a Cáceres, cuando vaya, para poneros a cantar con cristiana y juvenil alegría mi amiga Catalina que vive en las montañas, du-duá, du-duá. Todo eso, como debe hacer cualquier joven responsable que se respete y la respete a ella, Pepe, esperando con paciencia, continencia y templanza el día, sin duda próximo, en que Mari Juli termine los estudios y encuentre un trabajo de abogada o de top model, y tú ya no estés alternando el paro con la moto de mensaka si no de presidente de Argentaria, y podáis comprar una casa y un Bemeuve y una barbacoa para los domingos y una cama enorme. Y a partir de ahí, si. Entonces por fin podréis primero casaros -a ser posible por la iglesia-, y luego practicar una sexualidad mesurada, responsable y cristiana que tampoco precisará preservativo, pues siempre lo haréis pensando en la procreación, y nunca por torpes y bajos instintos; corno inequívocamente recomienda Su Santidad Juan Pablo II. Que para eso es infalible por dogma, y de jóvenes y de sexualidad sabe un huevo.