Por eso me revienta que sean los del Pepé -los mismos que, no por casualidad, se llevan el Museo del Ejército de Madrid al Alcázar de Toledo-, los promotores del asunto; arriesgándose el buen don Felipe II, una vez más, a que este país de tontos del culo siga identificando historia y memoria histórica con derecha, y asociando cultura con reacción. Pero, bueno. Mejor eso que nada; y benditos sean quienes, Pepé o la madre que los parió, hacen tan noble esfuerzo con excelente resultado. Así que, si les place, acérquense vuestras mercedes a El Escorial, abran los ojos y miren. Comprenderán, de pasoEl , qué ridículos se ven, en comparación, ciertos provincianismos mezquinos y paletos, con esa ruin historia de andar por casa que los caciques locales se inventan para rascar votos en el mercado de los lunes. Y verán lo lejos y lo bien que miraba aquel rey malísimo, traga niños, cruel, fanático, oscurantista, que –sorpresa, sorpresa- tenía en casa una de las más espléndidas bibliotecas del mundo.
El Semanal, 05 Julio 1998
No imaginaba el arriba firmante que a estas alturas el buen don Ramón de Campoamor pudiera interesar a alguien, pero me alegro.
Porque el caso es que algunos lectores y amigos -casi todos jóvenes- me piden el contexto de una cita sobre hijas y madres que hice un par de semanas atrás, al hilo de otro asunto. Temo defraudar expectativas, porque en realidad la cosa no forma parte de un poema largo de Campoamor, si no de una de sus célebres Humoradas, tan breve que consta sólo de dos versos: «Las hijas de las madres que amé tanto, / me besan ya como se besa a un santo». Lo que en el caso de don Ramón, como en el mío propio y en el del común de varones de mi generación para arriba, empieza a ser, ay, verdad dolorosa e indiscutible.
De cualquier modo, celebro que esto me dé ocasión para hablar de don Ramón de Campoamor y Campoosorio (1817-1901), poeta que tras vivir la gloria y la adoración en vida fue atacado, vilipendiado, pisoteado y despreciado después durante décadas, y lo sigue siendo hoy, por los mandarines de las bellas letras. Por supuesto, vivo no le perdonaron el éxito; pero cainismo hispano aparte, en su condena y ejecución post mortem hay otras cosas de más enjundia. Lo más suave que se dice de él, aparte de burgués, viejo y chocho, es ripioso, ramplón y filósofo barato. y -las cosas como son- lo fue muchas veces, sin duda. Su arte para resaltar lo obvio, sus cursiladas de juzgado de guardia, sus dísticos de abanico, su facilidad para versificar sobre cualquier gilipollez, están en letra impresa y basta echarles un vistazo para hacerse cargo de la cantidad de bazofia que parió el abuelo.
Y sin embargo, bajo todo eso, Campoamor sigue siendo un gran poeta. Alguien que, cuando se llega al verso adecuado, a la reflexión idónea, al poema preciso, sigue arrancando al lector una sonrisa, un estremecimiento de placer, estupefacción, complicidad o respeto. Existe una muy recomendable antología de Víctor Montolí editada por Cátedra; ya ella pueden acudir los interesados en la vertiente selecta del asunto. En cuanto al arriba firmante, soy -aparte Quevedo, Machado, Miguel Hernández y alguna cosa suelta del gran Pepe Hierro- analfabeto en materia poética; y sobre ese particular dejo los dogmas y cánones a la nómina oficial de bobalios, sus mariachis y sus soplapollas. Así que a título exclusivamente personal diré que a don Ramón hay que entrarle a saco y sin complejos, de cabeza en la obra completa, que ignoro si conoce edición moderna, pero es fácil encontrar todavía en antiguas ediciones por las librerías de viejo. Con este asturiano de Navia, lúcido, irónico, bondadoso, que fue rey de los salones e ídolo de madres y jovencitas de finales del pasado siglo, hay que tragarse sin pestañear la morralla y buscar las perlas, en gozosa tarea de lector honrado. y así, pasando páginas llenas de vapor de encajes y tez de nieve nunca hollada, y chorradas como la de «Es misterioso el corazón del hombre / como una losa sepulcra [sin nombre], o lo de «Mi madre en casa y en el Cielo Dios», tropezar de pronto con la maliciosa ternura de ¡Quién supiera escribir!, la ironía amoroso-burguesa de una cita en el cielo, el poema sobre la vejez del don Juan de Byron, el magnífico diálogo de Las dos grandezas -«¿Qué quieres de mí?» «¿Yo?, nada /que no me quites el sol» o ese El tren expreso largo, melodramático, tedioso a veces y lleno de ripios, pero que es necesario leer con paciencia para llegar al canto tercero, donde hasta los más escépticos se estremecen al leer: «Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros / cuenta os dará de la memoria mía. / Aquel fantasma soy, que por gustaros / juró estar viva a vuestro lado un día…».
Adoré sin reservas cuando jovencito los versos de Campoamor, como los del Tenorio de Zorrilla y las rimas de Bécquer. Quizá porque una de mis abuelas, una señora rubia y elegante que cada tarde leía y hacía encaje de bolillos en un mirador, imaginando la felicidad que pocas veces tuvo, solía reunir a sus nietos y nos recitaba esos poemas de memoria, pues los había leído cientos de veces en su juventud. Recuerdo cada uno de los versos en su voz educada, limpia y grave. y recuerdo mis lágrimas, y las suyas, cuando llegaba conmovida a las últimas y fatales palabras de la carta de El Tren Expreso, que yo esperaba siempre con el alma en vilo: “Adiós, adiós! Como hablo delirando, / no sé decir lo que deciros quiero. / Yo sólo sé que estoy llorando, / que sufro, que os amaba y que me muero”.
El Semanal, 12 Julio 1998
Su sueño es jubilarse para ir de pesca cuando les salga. Saben del mar más que muchos presuntos zorros de los océanos, de esos que van vestidos de diseño náutico y sacando pecho entre regata y regata. A éstos no les alcanza para diseño, porque no suelen ser gente de viruta; la mayoría sólo posee una modesta lanchita con fueraborda que apenas basta para gobernar allá afuera, cuando salta el lebeche o el levante coge carrerilla, o el Atlántico dice hola buenas. Los hay de todas las edades; pero el promedio sube de los cuarenta y madura hacia los cincuenta en sus dos variedades más comunes: flaco, tostado y chupaillo, o triponcete y tranquilo, este último a menudo con bigote. Se llaman Paco, Manolo, Ginés y cosas así, muy de diario. Y pasan la semana entera, en el taller, en la oficina, en la tienda, soñando con que llegue el fin de semana para madrugar o no acostarse, coger el bocadillo o la fiambrera -ahora tuperware- y salir, pof-pof-pof, a buscárselas. Algunos no pueden aguantarse y van un rato por la tarde, entre semana, o se levantan temprano y salen a echar el volantín en la bocana, o se van al muelle o al rompeolas con la caña y el cebo; y cuando su María se despierta y prepara el desayuno de los hijos, ellos aparecen por la puerta y se beben un café antes de ir al curro tras dejar en el frigorífico un pargo y una dorada para la cena.
Detesto matar animales por afición, y eso incluye a los peces. Llevo veinte años sin disparar un arpón submarino, y sólo admito pescar aquello que uno mismo puede comer. Pero asumo que, entre los depredadores bípedos, los pescadores son una raza superior. Ignoro cómo respiran las de rió y aguas dulces; pero a los de mar llevo toda la vida tratándolos. Des-de zagal me han admirado esos hombres -curiosamente casi no hay mujeres en este registro- capaces de permanecer en una escollera, tendida la caña y los ojos absortos, inmóviles durante horas, con el pretexto de un pez. De noche, cuando navego muy pegado a una costa, a un faro o a la farola de un puerto, veo sus fogatas, el resplandor de sus linternas, y a veces la brasa roja de sus cigarrillos brillando en la oscuridad; y en ocasiones, recortado en la luz de la luna o en el resplandor tenue que tienen a la espalda, el bosque de sus cañas al acecho. Pero la variedad que más me impresiona es la del que sale a la mar en un barquito de dos metros y te lo encuentras allá adentro fondeado horas y horas, balanceándose minúsculo en la marejada a las tres de la madrugada de una noche sin luna, apenas una linterna que enciende apresurado para señalar su posición cuando divisa las luces roja y verde de tu proa. A veces los oyes hablar por el canal 9, en clave para no dar pistas a posibles competidores: cómo lo llevas, fatal, no entra nada por aquí, dos raspallones, morralla, estoy donde tú sabes pero un poco más adentro, etcétera. Luego les ves llegar por la mañana con sus capturas, sin afeitar y con la piel grasienta, endiñarse un carajillo de Magno e irse luego cada mochuelo a su olivo, a llevarle a la Lola, o a la Pepa, o a la Maruja -que están hasta el moño de cocinar pescado- la pesca con que apañar el caldero del domingo. Con tiempo para detenerse, como los vi el otro día, ante un lujoso mega yate de tres cubiertas amarrado en la zona noble del puerto, mover la cabeza desaprobadores y comentarle al compadre: Desde ahí no puede echarse el cumcán.
Todos han pasado ratos de válgame Dios, de esos que juras no volver a subirte en la vida en algo que flote. Pero allí siguen. Sacan a sus nietos a echar el volantín, pasean por los muelles a fisgonear lo que traen otros, comentan los lugares adecuados, las incidencias, miran el cielo y prevén el tiempo mejor que Maldonado el de la tele. Guardan celosamente secretos que no confiarán nunca ni a sus mejores amigos: el bajo donde engancharon dos congrios, aquella punta donde entra la boga, ese mero al que llevan semanas acechando a poniente del sitio cual. Miran hacia el mar, donde está su ensueño, más que a la tierra, a la que dedican sólo el tiempo imprescindible. Y en el fondo, aunque afirmen lo contrario, les da igual pescar que no pescar; la prueba es que, con pesca o sin ella, siguen saliendo. Quizá ni ellos mismos sepan con certeza qué es lo que buscan, ni por qué. Pero es posible que intuyan la respuesta en su propia soledad y silencio, sedal en mano y mecidos durante horas por el balanceo del bote en la marejada. Con la línea de la costa -la línea de sombra de su vida a media milla de distancia.
El Semanal, 19 Julio 1998
15.000 maletas en un día no las pierde un aeropuerto ni a propósito, con todos los empleados dedicándose concienzudamente a perderlas una tras otra. Esa cantidad no la pierde ningún aeropuerto del mundo. -ni siquiera del tercer mundo- excepto el de Madrid-Barajas. Porque, digan lo que digan viajeros con muy poco sentido del humor y muy pocas ganas de aventura y de marcha, para extraviar esa cantidad de maletas de una sola tacada hay que valer. Hay que tener hábito, entrenamiento, práctica, qué sé yo. Tener juego de muñeca, afición y vocación. Para perder de golpe todos esos equipajes y que no sea un hecho aislado y a lo tonto, un suceso casual y anecdótico, sino una fase más de la reconversión del principal aeropuerto de las Españas en una perfecta casa de putas, en una curiosidad internacional sólo comparable al más difícil todavía, ale hop, y al número de la trompeta y la cabra, es necesaria una larga experiencia previa, unos empleados duchos en el difícil arte de tocarse los huevos, unos pilotos y controladores con más morro que un oso hormiguero, un personal de vuelo y de tierra que siempre parezca desayunar vinagre, unos sindicatos lo bastante abyectos para presionar sólo en interés de su nómina y nunca del viajero, unos jefes despojados del menor rastro de vergüenza, una red informática con más agujeros que la ventana de un bosnio, una compañía Iberia que se haya convertido en hazmerreír de los cielos y la tierra, un organismo estatal llamado AENA que sea el colmo del caos y la ineficacia, y un Ministerio de Fomento incapaz de prever y de ordenar, donde, como siempre, desde el ministro Arias-Salgado hasta el último subsecretario, o lo que carajo sean, nadie tenga la menor culpa de nada, nadie esté dispuesto a asumir la mínima responsabilidad, y todos ignoren, contumaces, que las palabras dimisión y cese vienen con todas sus letras en el diccionario de la R.A.E.
Reconocerán Vds. conmigo que reunir todas esas condiciones en un solo aeropuerto de una sola ciudad de un solo país no está al alcance de cualquiera. Y mucho menos con el añadido de esa espléndida guinda que suponen las instalaciones en sí, con insuficientes carritos de equipaje, con largos pasillos por los que correr arrastrando - cuando aparecen- enormes maletas, con media hora de caminos, vueltas y revueltas para enlazar un vuelo con otro, con esa megafonía inaudible hasta para avisar a los pasajeros de que miren los monitores porque la megafonía no siempre es audible, con las colas absurdas e interminables, con esos túneles retráctiles que por alguna misteriosa razón apenas se usan, con los autobuses zarandeando a viajeros ateridos de frío o achicharrados de calor, amontonados y maltratados como si en vez de ir a un avión aquella fuera la línea de autobuses Barajas-Auschwitz, y con un puente aéreo Madrid-Barcelona que, después de años de puntual y eficaz funcionamiento, se ha convertido también, supongo que por contagio, en una película de los hermanos Marx.
Algo así no existe, repito, en ningún otro sitio del mundo mundial. Y sería una lástima perder lo que con tanto sudor y lágrimas ha ido lográndose en Barajas, botón de muestra de lo que puede ser lo nuestro cuando nos ponemos a ello. El aeropuerto de Madrid ha hecho el nombre de esa ciudad famoso allende los mares y los cielos, y uno vea los guiris amantes de las emociones fuertes bajar de sus jumbos expectantes y excitados, hacerse fotos en las colas o cuando están tirados durmiendo por el suelo, etcétera, con una actitud de alucine sólo comparable a la de quienes visitan Disneylandia. Así que propongo, no solo conservar Barajas tal y como está, con el mismo personal y las mismas atracciones, sino echarle más imaginación al putiferio y explotar a fondo la cosa. Podrían organizarse, por ejemplo, pruebas con premio, del tipo correr en menos de quince minutos desde la terminal de vuelos de la CEE a vuelos internacionales, con puntos suplementarios por cada maleta de veinte kilos llevada a pulso, concursos de Cancelaciones Técnicas y Retrasos Operativos, divertidas loterías basadas en la hora sorpresa en que sale cada avión, recorridos de jubilados con mochilas por los pasillos kilométricos subiendo y bajando escaleras, bonitos juegos como Busque Su Maleta o Averigua Lo Que Suena - el detector de metales que pita hasta con un empaste demuelas o un DIU, demostraciones de cómo meter a quinientos pasajeros cabreados en un autobús y que al chofer no lo inflen a hostias, o elecciones de Miss Mala Leche entre algunas azafatas de vuelo.
El Semanal, 02 Agosto 1998
Fue el otro día, en Gijón. Era domingo y hacía sol, y la playa, y el paseo marítimo, estaban a tope de gente remojándose en el agua o apoyada en la barandilla de arriba, mirando el mar. Todo era apacible y muy de color local, gente de allí en plan familiar, sin apenas guiris. Era agradable estar de codos en la balaustrada, observando la playa y las velas de dos barquitos que cruzaban lentamente la ensenada. Había una cría dormida sobre una toalla junto a la orilla, y chiquillos que alborotaban entre los bañistas, y jovencitas en púdicos bikinis y mamás y abuelas en bañador respetable que charlaban mojándose los pies. Y un niño rubito y tenaz, un tipo duro que había hecho un castillo de arena y estaba sentado dentro, reconstruyendo impasible la muralla cada vez que el agua la lamía, desmoronándola. Lo que, por cierto, no es mal entrenamiento de vida cuando apenas se han cumplido siete años.