El Piloto los había conocido a todos, y yo recordaba a la mayor parte. Incluido el Ratón, que pescaba gatos con un anzuelo y una sardina y luego se los guisaba con arroz. Eran otros tiempos: finales de los años cincuenta, y los niños mirábamos a tales personajes con una mezcla de temor y admiración. Éramos crueles como puede serlo la naturaleza de un crío acicateada por la maldad o la falta de caridad de los adultos. Algunos eran objeto de nuestras burlas; y ahora no puedo evitar, al recordarlo, una incómoda sensación. Supongo que el nombre es remordimiento. Y ese remordimiento es hoy más intenso por el recuerdo del Gramola.
Federico Trillo, que ahora manda huevos, o mis amigos Elías Madrid Corredera y Miguel Cebrián Pazos lo recordarán bien, pues nos lo encontrábamos vendiendo lotería a la salida de los Maristas. El Gramola lucía despareja dentadura y gafas muy gruesas. Tenía muy poca vista, y se veía obligado a acercarse mucho los décimos a los ojos para verles el número. Su voz cascada, chirriante, sonaba por las esquinas anunciando el siguiente sorteo. Los graciosos de los bares —un cartagenero sentado a la puerta de un bar muerde hasta con la boca cerrada— nos decían a los niños, por lo bajini, que le preguntáramos por la Vieja. Nosotros no sabíamos quién era aquella vieja, pero nos fascinaba el efecto de mencionarla. Bastaba con acercarnos y decir: «Gramola, ¿y la Vieja?», y de pronto el pobre hombre se volvía un basilisco, nos buscaba con sus ojos miopes y blandía las tiras de décimos fulminándonos con aquella maldición suya que nosotros, asustados y emocionados, esperábamos a quemarropa: «Ojalá le salga a tu padre un cáncer negro en la punta del pijo».
Nunca supe quién era aquella Vieja, y en esa ignorancia permanecí hasta que, entre caña y caña, Paco el Piloto sacó a relucir al Gramola. Yo le comenté lo de la Vieja, y el Piloto me miró con sus veteranos ojos azules descoloridos de sol, mar y viento. Me miró un rato callado y luego dijo que la Vieja no era sino una pobre mujer que había sustituido a la verdadera madre del Gramola, que en su juventud, decían, había sido puta. La llamaban la Valenciana, añadió. Y el Gramola, que era un hombre pacífico y un infeliz, se ponía fuera de sí cada vez que le recordaban su presunto origen.
Luego el Piloto se encogió de hombros y pidió otra caña, y yo me quedé dándole vueltas a aquello. Pensando: hay que ver, y qué perra es la vida. Uno la vive, y camina mientras lo hace, y nunca sabe con exactitud cuántos cadáveres va dejando atrás en el camino. Gente a la que matas por descuido, por indiferencia, por estupidez. Por simple ignorancia. Y a veces, muy de vez en cuando, uno de esos fantasmas aparece de pronto en la espuma de un vaso de cerveza, y te das cuenta de que es demasiado tarde para volver atrás y remediar lo que ya no tiene remedio. Demasiado tarde para correr a la esquina de la calle Mayor, balbucear "Gramola, lo siento" o qué sé yo. Para comprarle, tal vez, hasta el último de aquellos humildes, entrañables, décimos de lotería.
El Semanal, 25 Abril 1999
Pues eso. Que en un libro recientemente aparecido, Manda Huevos, alguien ha tenido la escalofriante idea de reunir las frases notorias de esa chusma infame que en España responde al nombre colectivo de clase política. El libro, construido a base de anécdotas y personajes, empieza a leerse con un gesto divertido y una sonrisa en los labios, pero luego la sonrisa se transforma en mueca de angustia. Cielo santo, se dice uno. En manos de quiénes estamos.
Hay ingenio, por supuesto. En este país la mala leche no siempre va pareja con la estupidez, y algunas citas de Alfonso Guerra son ya espléndidamente históricas, como aquellas definiciones de Adolfo Suárez —«tahúr del Missisipi con chaleco floreado»— o de Margaret Thatcher —«en vez de desodorante se echa Tres en Uno»—. Sin embargo, no es precisamente el ingenio lo que abunda. Lo que salta a la cara es una desabrida colección de ordinarieces y de ignorancia extrema. Una radiografía estremecedora de los incultos demagogos que mangonean este desgraciado lugar llamado España: mulas de varas, navajeros de taberna, guarros de bellota que no sólo no se avergüenzan de su pobreza intelectual y su manifiesta incapacidad de articular sujeto, verbo y predicado, sino que encima nos regalan finezas ideológicas como la atribuida al ex presidente cántabro Juan Hormaechea: «Me encantan los animales, y si son hembras y con dos patas, mejor». O lo de un tal Armando Querol, a quien no tengo el gusto: «A los socialistas les vamos a cortar las orejas y el rabo para que dejen de joder».
Dirán mi madre, y el obispo de mi diócesis, y mi primo el notario de Pamplona, que a buenas horas me pongo estrecho y finolis en esta página. Así que antes de que mi progenitora me tire de las orejas, y el obispo diga vade retro, y el notario escriba indignadas cartas para que me quiten de El Semanal y me echen a la puta calle, me adelantaré apuntando que yo no pido que me vote nadie, ni vivo del morro, ni de un partido; y voy por la vida de francotirador cabroncete, no de padre de la patria. Así que me reservo el derecho a escribir como me salga de los cojones. Derecho del que, sin embargo, carece toda esa tropa que bebe Vega Sicilia a costa del contribuyente. Toda esa pandilla a menudo analfabeta, que hasta cuando paga la cuenta del restaurante con la Visa oro firma con faltas de ortografía. Impresentables que sólo podrían hacer carrera política en un país como éste; tiñalpas capaces de hacer que cualquier ciudadano normal se ruborice cuando se ponen de pie ante su escaño asegurando representar a alguien, prueban el micro diciendo: «¿me se oye, me se escucha?», y a continuación balbucean torpes discursos sin el menor conocimiento de la sintaxis, sin la menor preparación cultural, con una ignorancia flagrante de la Historia, y la memoria, y la realidad del país en el que trampean y medran. Discursos de los que brilla por su ausencia el más elemental vislumbre de talla política, y que suelen consistir en la sistemática descalificación del contrario, bajo el principio del tú eres aún más golfo que yo. Ni siquiera esos tontos del culo saben insultar como Dios manda, o al menos como insultaban los parlamentarios decimonónicos y del primer tercio de este siglo; que siendo muchos igual de golfos y zoquetes, procuraban aparentar argumentos y estilo para no hacer el ridículo. Pero ahora el personal se lo traga todo, y da igual, y los diarios no titulan con ideas, ni las exigen, pues nadie las tiene, sino con la última gilipollez o la última calumnia. En vez de programas y soluciones, la clase política se pasa las noches rumiando el insulto o la supuesta agudeza que va a soltar al día siguiente. Y así, de ser un simple argumento o refuerzo táctico, el insulto ha pasado a convertirse en argumento central; y único, de todo discurso político. Porque en este país —o como queramos llamar a esta piltrafa de sitio—, los programas de gobierno y los argumentos políticos hace tiempo que fueron sustituidos por reyertas tabernarias y peleas de gañanes, donde se hace difícil sentir simpatía por uno o por otro, pues casi todos se mueven en idéntico nivel de bajeza y de bazofia.
Y no se trata ya de que aprendan Historia, o Retórica, o modales. A buena parte de ellos habría que empezar por enseñarles a leer y a escribir. Y a deletrear. Por ejemplo, la Uve con la e y con la r: Ver. Que es la primera sílaba, damas y caballeros, señorías, de la palabra ver–güen-za.
El Semanal, 02 Mayo 1999
Pues no. Lo siento, pero no trago. Cuando tiene usted, caballero, la osadía de hablar de la cultura española como "el castellano aderezado con unas gotas de gracejo andaluz" e insinúa que el resto ha funcionado cada cual por su cuenta, me temo que olvida o ignora demasiado. Aquí, tiene usted razón, se ha hablado y se ha escrito además, efectivamente, en gallego, en vasco y en catalán. Pero pongo en su conocimiento —sorpresa, sorpresa— que también, y a veces mucho más, en antiguo aragonés, en leonés y en asturiano. Y también en hebreo, y en griego, y en latín, y en árabe. Así que cuando algunos hablamos de Cultura con mayúscula, y de España como lugar donde se manifestó esa cultura, nos referimos a eso. Verbigracia: que aparte y además de las muy respetables lenguas autonómicas, en hebreo escribieron, por ejemplo, el filósofo Maimónides y el poeta medieval Ben Gabirol. Y en árabe se expresaron otros españoles llamados Averroes, o Avempace. Y aquí se escribió en latín hasta el siglo pasado; lengua en la que trabajaron Ramón Llull, que era mallorquín, y san Isidoro, que era de Cartagena, y Luis Vives, que era valenciano. Y el Zohar, que es el más importante tratado de cábala hebraica, lo escribió, cosas de la vida, un rabino de León.
Hay más. La primera versión de la historia de Tristán, por ejemplo, y las novelas del ciclo artúrico medieval, fueron vertidas al castellano a través de traducciones al leonés. Y en Aragón, a Juan Fernández de Heredia, que fue maestre del Hospital —hoy orden de Malta—, se le adeuda la primera traducción a una lengua occidental, latín incluido, de Tucídides y Plutarco. Y permítame recordarle que la introducción de la poesía renacentista y el metro italiano en España se debe a dos amigos íntimos, toledano el uno y barcelonés el otro, llamados Garcilaso de la Vega y Juan Boscán. Y que muchos autores españoles fueron y siguen siendo bilingües, empezando por Alfonso X el Sabio, que escribió su prosa en castellano y su poesía en gallego. Y que en la Cancillería aragonesa se parló aragonés y catalán hasta que en el siglo XV el aragonés se fue castellanizando. Y, ya que hablamos de esto, permítame decirle que el leonés y el aragonés, aunque dejaron de utilizarse a partir de esa época salvo en algunas manifestaciones de poesía dialectal, tuvieron un enorme peso cultural en la Edad Media. Más, por ejemplo, que el vasco, o vascuence, que no produjo manifestaciones literarias de importancia —corríjame si me equivoco— hasta muy entrado el siglo XVI.
Así que haga el favor de no tocarme los cojones con la peineta andaluza y con el victimismo cultural periférico excluido y excluyente. El hecho de que todo eso haya sido escrito en lenguas que no son el castellano no quita un ápice a que se produjera en un contexto cultural español, donde nunca hubo cámaras estancas, sino interacción e influencias mutuas muy importantes y enriquecedoras. Aquí no hay —como usted parece afirmar confundiendo lengua, cultura y política— culturas independientes, sino imbricadas en un espacio al que llamamos, porque de algún modo hay que llamarlo y así lo hacían ya los romanos, España. Y eso lo entiendo en el sentido noble del término: la plaza pública, el ágora que es la única y generosa patria. Un lugar amplio, mestizo, donde se mezclan sangres y no se excluye a nadie, y donde todos son bien recibidos. Y donde Esteban de Garibai y Pedro de Axular, aunque no lo escribieran todo en castellano, son tan españoles, culturalmente hablando como Unamuno o Baroja son —y lo son del todo— vascos hasta la médula.
En toda esa variedad de manifestaciones, todas muy respetables aunque unas más decisivas cualitativa o cuantitativamente que otras —en materia cultural no siempre es posible aplicar cuotas ni baremos políticamente correctos—, el azar y la Historia decidieron que hubiese una lengua común, una calle por donde todo el mundo, hable lo que hable y sienta lo que sienta, pueda transitar a la vez, y entenderse, y comunicarse. Y esa lengua pudo tal vez ser el batúa o el tarteso, pero resultó ser el castellano. Que por cierto es una lengua muy hermosa y práctica, feliz mestizaje de todas las otras, que ahora hablan cientos de millones de seres humanos, y de la que han nacido varias claves de la cultura universal, libertades incluidas. Lo avala el hecho de que aquel cura fanático y vasco, citado no recuerdo si por Unamuno o Baroja, predicara en el sermón: «No habléis castellano, que es la lengua del demonio y de los liberales».
El Semanal, 09 Mayo 1999
Cuando estoy en Buenos Aires me gusta pasar alguna mañana en el rastro de San Telmo, entre los tenderetes de objetos viejos y las tiendas de anticuarios. Siempre hay músicos que milonguean entre corros de gente, y una señora que pasea con boa y sombrero, vestida como aquellas Margot a las que, según cantaba mi padre al afeitarse, uno solía encontrar de madrugada, solas y marchitas, saliendo de un cabaret. En una de las bocacalles que dan a la plaza suele apostarse un anciano de pelo teñido, que se viste como Carlos Gardel, pone una cinta con La cumparsita y la canta con voz cascada, seca, que en otro tiempo debió de ser grave y sonora, imitando el gesto chulesco, bacán, de aquellos guapos de Boca y Palermo con cuchillo en la sisa del chaleco, cuyas andanzas nos cuentan Borges y Bioy Casares. El abuelete canta mirando lejos, muy digno, ensimismado en otros tiempos en que era joven y gallardo, y tal vez arrancaba con sus canciones suspiros de hermosas mujeres. Siempre me acerco a dejarle unos pesos; y él, sin dejar de cantar, impasible el rostro, se toca el ala del sombrero. Cada vez pienso que no estará allí la siguiente, pero siempre vuelvo a encontrarlo, año tras año. El fantasma de Carlos Gardel, me digo. O tal vez un tiardel que hubiera sobrevivido a la calda de aquel avión y ahora vagase por Buenos Aires de incógnito, sombra de sí mismo.
Me gusta mucho la plaza de San Telmo, con sus bares y sus restaurantes en los balcones de los pisos, y las tiendas donde se amontona el barroco recuerdo de un pasado opulento. El paseo por allí resulta muy agradable, si uno consigue olvidar los rebaños de gringos rubios, ruidosos, que mascan chicle, graznan en anglosajón y deambulan en torpes grupos haciéndose fotos sin saber en dónde están y maldito lo que les importa. A veces compro libros viejos, o curioseo entre los tenderetes revisando mazos de antiguas postales, fotos de Perón, llamadores de bronce, mohosas Kodak de los años veinte, destrozados juguetes de hojalata, muñecas de pelo natural. En sitios así, cuando tiendes la oreja y miras del modo adecuado, y afinas las yemas de los dedos al acariciar los antiguos objetos, puedes captar el rumor del tiempo transcurrido. Entonces cada calle, cada rostro, cada rincón, cobran sentido. Y uno conoce, y comprende. Y ama.
Después del ritual de costumbre, fui a sentarme en uno de los bares de la plaza. Y estando allí se acercó una señora mayor: iba moviéndose de mesa en mesa con extrema cortesía y una sonrisa educadísima. Cuando llegó a mí comprobé que vendía un humilde libro escrito por ella. Miré el título: Aires de tango. Un guiri estúpido que ocupaba la mesa de al lado lo había rechazado con malos modos, así que eso me hizo exagerar el interés, e incluso intenté volcarle con el codo la cerveza al guiri cuando me incliné hacia la señora, sin conseguirlo. Se llamaba Rosa Ruiz de Dugour, me dijo. Era profesora de música, viuda, tenía ochenta y tantos años y vendía aquel librito para ganarse unos pesos. La sonrisa pareció rejuvenecería cuando me contó que en su juventud había formado pareja artística con el marido: la Orquesta Típica Dugour. Aires de tango era un homenaje a los tangos que cantaron juntos. Había letras suyas y de su difunto esposo en el librito, me contó mientras yo lo hojeaba. Ya no existe aquel farol alumbrando a querosén… leí en el mal papel. El precio eran ocho pesos: mil pesetas, más o menos. Le di un billete de diez. La señora tenía unos ojos inteligentes y dulces, y de pronto pensé que debía haber sido muy guapa y que todavía lo era. «¿Dónde va a ir el libro?», preguntó, sacando una libretita y un lápiz. Luego me dijo que siempre apuntaba el lugar a donde iban sus compradores extranjeros. La hacía feliz, añadió, saber que sus modestos libritos iban a conocer mundo. Apenas dudé. «A San Petersburgo», dije improvisando. «Primero a Madrid, y luego a San Petersburgo». Abrió mucho los ojos y le temblaba la mano, emocionada, cuando lo anotó en su libretita: «San Petersburgo —repitió, evocadora—… ¡Otra vez se llama así!».