Ciudad de los ángeles caídos (29 page)

—Sí, está desangrándose arriba, pero he pensado no decírtelo de entrada, ya que me gusta el suspense.

Jace, como si de repente se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo, soltó la muñeca de Isabelle.

—¿Está aquí?

—Está arriba —dijo Isabelle—. Descansando...

Pero Jace ya había salido corriendo hacia la puerta de acceso, que cruzó como un rayo antes de perderse de vista. Isabelle, mirándolo, sacudió la cabeza de un lado a otro.

—No te habrías imaginado que fuera a hacer otra cosa —dijo Simon.

Isabelle permaneció un momento sin decir nada. Simon se preguntó si tendría pensado pasarse la eternidad entera ignorando cualquier cosa que él dijera.

—Lo sé —dijo por fin—. Simplemente me gustaría saber qué les sucede.

—No estoy muy seguro de que lo sepan ni siquiera ellos.

Isabelle parecía preocupada, estaba mordiéndose el labio inferior. De repente, tenía casi el aspecto de una niña, inmersa excepcionalmente en un conflicto. Algo le pasaba, era evidente, y Simon esperó sin decir nada mientras ella tomaba algún tipo de decisión.

—No quiero ser así —dijo—. Vamos. Quiero hablar contigo. —Echó a andar hacia las puertas del Instituto.

—¿De verdad? —Simon estaba atónito.

Ella se dio la vuelta y lo miró.

—En estos momentos sí. Pero no puedo prometerte cuánto me durará.

Simon levantó las manos.

—Quiero hablar contigo, Iz. Pero no puedo entrar en el Instituto.

Isabelle frunció el ceño.

—¿Por qué? —Se interrumpió, mirando a Simon primero y luego a las puertas, después a Camille, y de nuevo a Simon—. Oh. Es verdad. ¿Y cómo has entrado aquí?

—A través del Portal —respondió Simon—. Pero Jace me ha contado que hay un pasillo que conduce hasta unas puertas que dan al exterior. Para que los vampiros puedan entrar aquí por la noche. —Señaló una estrecha puerta abierta en una pared a escasos metros de distancia de donde se encontraban. Estaba cerrada con un cerrojo de hierro oxidado, como si hiciese tiempo que nadie la utilizaba.

Isabelle se encogió de hombros.

—De acuerdo.

El cerrojo chirrió cuando Isabelle lo deslizó hacia un lado, proyectando una fina lluvia de motas de óxido rojo. Detrás de la puerta había una pequeña sala con muros de piedra, parecida a la sacristía de una iglesia, y unas puertas que con toda seguridad daban al exterior. No había ventanas, pero por debajo de las puertas pasaba aire frío, e Isabelle, que llevaba un vestido muy corto, se estremeció.

—Mira, Isabelle —dijo Simon, imaginándose que sobre él recaía la responsabilidad de iniciar la conversación—. Siento mucho lo que he hecho. No tengo excusa para...

—No, no la tienes —dijo Isabelle—. Y mientras tanto, podrías contarme por qué andas por ahí con el tío que convirtió a Maia en chica lobo.

Simon le relató la historia que Jordan le había contado, intentando que su explicación sonara lo más imparcial posible. Tenía la sensación de que era importante contarle a Isabelle que él no sabía al principio quién era Jordan y también que Jordan estaba arrepentido de lo que había hecho en su día.

—No es que esto lo arregle todo —dijo para finalizar—. Pero, mira... —«Todos hemos hecho cosas malas.» Pero no tenía valor para explicarle lo de Maureen. No en aquel momento.

—Lo sé —dijo Isabelle—. Y he oído hablar de los
Praetor Lupus
. Supongo que si están dispuestos a acogerlo como miembro, es que no es un fracasado total. —Miró a Simon con más atención—. Aunque no entiendo por qué necesitas tú que alguien te proteja. Tienes... —Le señaló la frente.

—No puedo pasarme el resto de la vida tropezándome a diario con gente y destrozándolos por culpa de la Marca —dijo Simon—. Necesito saber quién intenta matarme. Jordan está ayudándome a averiguarlo. Y Jace también.

—¿De verdad piensas que Jordan está ayudándote? Porque la Clave tiene influencias en los
Praetor
. Podríamos pedir que lo reemplazasen.

Simon dudó.

—Sí —dijo—. Creo de verdad que me está ayudando. Y no siempre podré recurrir a la Clave.

—De acuerdo.

Isabelle se apoyó en la pared.

—¿Te has preguntado alguna vez por qué soy tan distinta de mis hermanos? —preguntó sin más preámbulos—. ¿De Alec y de Jace?

Simon pestañeó.

—¿Te refieres a algo aparte de que tú eres una chica y ellos... no lo son?

—No. No me refiero a eso, idiota. Míralos a ellos dos. No tienen problemas para enamorarse. Los dos están enamorados. Para siempre, por lo que parece. Están acabados. Mira a Jace. Ama a Clary como... como si en el mundo no hubiera nada más y como si nunca pudiera haber otra cosa. Alec igual. Y Max... —Se le quebró la voz—. No sé qué habría sucedido en su caso. Pero confiaba en todo el mundo. Mientras que yo, como habrás podido comprobar, no confío en nadie.

—Cada uno es distinto —dijo Simon, tratando de sonar comprensivo—. Todo esto no significa que ellos sean más felices que tú...

—Seguro que sí —dijo Isabelle—. ¿Piensas que no lo sé? —Miró fijamente a Simon—. Conoces a mis padres.

—No muy bien. —Nunca se habían mostrado muy dispuestos a conocer al novio vampiro de Isabelle, una situación que no había servido para mejorar la sensación que tenía Simon de no ser más que el último de una larga lista de pretendientes poco adecuados.

—Ya sabes que ambos estuvieron en el Círculo. Pero te apuesto a que no sabes que todo fue idea de mi madre. La verdad es que mi padre nunca fue un gran entusiasta de Valentine y de todo lo que le rodeaba. Y después, cuando sucedió todo aquello y fueron desterrados, y se dieron cuenta de que prácticamente habían destrozado su vida, creo que mi padre culpó a mi madre de todo. Pero ya habían tenido a Alec e iban a tenerme a mí, de modo que se quedó, aunque pienso que él quería largarse. Y después, cuando Alec tendría unos nueve años, encontró a otra persona.

—Joder —dijo Simon—. ¿Tu padre engañaba a tu madre? Eso... eso es terrible.

—Ella me lo contó —dijo Isabelle—. Yo tenía entonces trece años. Me contó que mi padre iba a abandonarla, pero que entonces se enteraron de que ella estaba embarazada de Max y siguieron juntos. Él rompió con la otra mujer. Mi madre no me contó quién era ella. Simplemente me explicó que no se puede confiar en los hombres. Y me dijo que no se lo contara a nadie.

—¿Y lo hiciste? ¿Lo de no contárselo a nadie?

—Hasta este momento —dijo Isabelle.

Simon pensó en Isabelle más joven, guardando el secreto, sin contárselo nunca a nadie, escondiéndoselo a sus hermanos. Sabiendo cosas sobre su familia que ellos nunca sabrían.

—No tendría que haberte pedido que hicieras eso —dijo Simon, repentinamente enfadado—. No fue justo.

—Tal vez —dijo Isabelle—. Pero yo creí que era algo que me hacía especial. No pensé en aquel momento cómo podía influirme. Pero ahora veo a mis hermanos entregar su corazón y pienso: «¿Sabéis lo qué os hacéis?». Los corazones se parten. Y aunque se curen, nunca vuelves a ser el de antes.

—Tal vez eres alguien mejor —dijo Simon—. Yo sé que soy mejor.

—Te refieres a Clary —dijo Isabelle—. Porque ella te partió el corazón.

—En pedacitos. ¿Sabes? Cuando alguien prefiere a su propio hermano antes que a ti, no es precisamente algo que refuerce tu confianza en ti mismo. Pensé que tal vez cuando se diera cuenta de que nunca le funcionaría con Jace, lo dejaría correr y volvería a mí. Pero al final comprendí que nunca dejaría de querer a Jace, independientemente de que la cosa pudiera funcionar o no con él. Y supe que si tenía que estar conmigo sólo porque no podía estar con él, prefería estar solo, por eso lo terminé.

—No sabía que habías sido tú quien cortaste con ella —dijo Isabelle—. Me imaginaba...

—¿Que yo no tenía amor propio? —Simon esbozó una cautelosa sonrisa.

—Creía que seguías enamorado de Clary —dijo Isabelle—. Y que por eso no podías salir en serio con nadie.

—Porque tú sólo eliges a tíos que nunca irán en serio contigo —dijo Simon—. Para no tener que ir en serio con ellos.

Isabelle se lo quedó mirando con ojos brillantes, pero no dijo nada.

—Te tengo mucho cariño —dijo Simon—. Siempre te lo he tenido.

Ella dio un paso hacia él. Estaban muy juntos en aquella pequeña estancia y él podía escuchar el sonido de su respiración y, por debajo, el pulso más débil del latido de su corazón. Olía a champú y a sudor y a perfume de gardenia y a sangre de cazador de sombras.

Pensar en sangre le recordó a Maureen y su cuerpo se puso tenso. Isabelle se dio cuenta —claro que se dio cuenta, era una guerrera, sus sentidos captaban el más leve movimiento de cualquiera— y se retiró con su expresión más adusta.

—Muy bien —dijo—. Me alegro de que hayamos hablado.

—Isabelle...

Pero ya se había ido. Corrió hacia el Santuario tras ella, pero Isabelle era veloz. Cuando la puerta de la sacristía se cerró a sus espaldas, ella ya casi había cruzado la sala. Simon lo dejó correr y la vio desaparecer por las dobles puertas hacia el Instituto, consciente de que no podía seguirla.

Clary se sentó y movió la cabeza para salir de su estado de aturdimiento. Tardó un rato en recordar dónde estaba: en un dormitorio del Instituto; la única luz de la habitación entraba a través de una solitaria ventana en lo alto. Era luz azulada, luz crepuscular. Estaba envuelta en una manta; sus pantalones, chaqueta y zapatos estaban apilados en una silla junto a la cama. Y a su lado estaba Jace, mirándola, como si soñando con él hubiera conjurado su presencia.

Estaba sentado a su lado en la cama, vestido con su equipo de combate, como si acabara de llegar de una batalla, con el pelo alborotado, la tenue luz que entraba por la ventana iluminando las sombras bajo sus ojos, sus sienes hundidas, los huesos de sus mejillas. Bajo aquella luz tenía la belleza extrema y casi irreal de un cuadro de Modigliani, planos y ángulos alargados.

Clary se restregó los ojos para ahuyentar el sueño.

—¿Qué hora es? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo...?

Jace la atrajo hacia él y la besó, y por un instante Clary se quedó inmóvil, consciente de repente de que lo único que llevaba encima era una camiseta fina y la ropa interior. Pero se deshizo de aquel pensamiento al sentirse pegada a él. Era un beso prolongado de aquellos que la hacían agua por dentro. El tipo de beso que podía llevarla a pensar que todo iba bien, que todo era como antes, y que él simplemente se alegraba de verla. Pero cuando las manos de Jace fueron a levantar la camiseta, ella lo apartó.

—No —dijo, sujetándole las muñecas—. No puedes dedicarte a sobarme cada vez que me ves. Eso no sustituye que hablemos en serio de todo.

Él respiró hondo y dijo:

—¿Por qué le enviaste el SMS a Isabelle y no a mí? Si te habías metido en problemas...

—Porque sabía que ella vendría —dijo Clary—. Y no sé si tú lo habrías hecho. No en ese momento.

—Si te hubiera pasado cualquier cosa...

—Pues me imagino que al final te habrías enterado igualmente. Cuando te dignaras a coger el teléfono, ya sabes. —Seguía sujetándolo por las muñecas, pero las soltó entonces y se recostó en la cama. Resultaba duro, físicamente duro, estar tan cerca de él y no tocarlo, pero se obligó a descansar las manos sobre sus costados y a mantenerlas allí quietas—. O me cuentas qué sucede, o ya puedes ir saliendo de esta habitación.

Jace abrió la boca, pero no dijo nada; Clary no recordaba haberle hablado de un modo tan duro desde hacía mucho tiempo.

—Lo siento —dijo Jace por fin—. Mira, ya sé que, tal y como me estoy comportando, no tendrías por qué tener motivos para escucharme. Y seguramente no debería haber venido aquí. Pero cuando Isabelle me ha dicho que estabas herida, no he podido evitarlo.

—Unas pocas quemaduras —dijo Clary—. Nada importante.

—Todo lo que a ti te pase es importante para mí.

—Pues eso debe explicar por qué no me devolviste al instante la llamada. Y la última vez que nos vimos, saliste huyendo sin explicarme por qué. Es como salir con un fantasma.

Jace hizo una leve mueca.

—No del todo. Isabelle salió con un fantasma. Ella podría explicarte...

—No —dijo Clary—. Era una metáfora. Y sabes perfectamente bien a qué me refería.

Jace se quedó un instante en silencio. Y dijo a continuación:

—Déjame ver las quemaduras.

Clary extendió los brazos. La parte interior de las muñecas, en los puntos donde le había salpicado la sangre del demonio, estaba cubierta por llamativas manchas rojas. Jace le cogió las muñecas, con mucho cuidado, levantando primero la vista como queriéndole pedir permiso, y las miró y las volvió a mirar. Clary recordó la primera vez que Jace la había tocado, en la calle delante de Java Jones, buscando en sus manos Marcas que no tenía.

—Sangre de demonio —dijo—. Desaparecerán en cuestión de horas. ¿Te duelen?

Clary negó con la cabeza.

—No lo sabía —dijo Jace—. No sabía que me necesitabas.

A Clary le tembló la voz.

—Siempre te necesito.

Jace inclinó la cabeza y besó la quemadura de la muñeca. Clary sintió una oleada de calor, como si un clavo ardiente le recorriera el cuerpo desde la muñeca hasta la boca del estómago.

—No me di cuenta —dijo Jace. Besó la siguiente quemadura, en el antebrazo, y la otra, ascendiendo por el brazo en dirección a su hombro, mientras la presión de su cuerpo la forzaba a quedarse tendida sobre las almohadas, mirándolo. Él se recostó sobre el codo para no aplastarla con su peso y la miró también.

Los ojos de él siempre se oscurecían cuando la besaba, como si el deseo alterara su color de un modo fundamental. Lucían ahora de un color oro oscuro. Acarició la marca blanca en forma de estrella del hombro de Clary, la que era pareja a la suya. La que los marcaba a ambos como los hijos de quienes habían tenido contacto con los ángeles.

—Sé que últimamente me he comportado de un modo extraño —dijo—. Pero tú no tienes nada que ver. Te quiero. Eso no cambia nunca.

—Entonces ¿qué...?

—Pienso en todo lo que pasó en Idris, en Valentine, Max, Hodge, Sebastian incluso. Intento enterrarlo, intento olvidarlo, pero es más fuerte que yo. Buscaré... buscaré ayuda. Me encontraré mejor. Te lo prometo.

—Me lo prometes.

—Te lo juro por el Ángel. —Agachó la cabeza, le dio un beso en la mejilla—. Al infierno con eso. Lo juro por nosotros.

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