Ciudad de los ángeles caídos (30 page)

Clary tiró de la manga de su camiseta.

—¿Por qué por nosotros?

—Porque no hay nada en lo que crea más. —Ladeó la cabeza—. Si nos casáramos... —empezó a decir Jace, y debió de notar que Clary se tensaba bajo su peso, pues sonrió—. Que no cunda el pánico, no estoy proponiéndote matrimonio aquí mismo. Simplemente me preguntaba qué sabías acerca de las bodas de los cazadores de sombras.

—Que no hay anillos —dijo Clary, acariciándole la nuca, allí donde su piel era tan suave—. Sólo runas.

—Una aquí —dijo él, acariciándole el brazo delicadamente con la punta de un dedo, allí donde estaba la herida—. Y otra aquí. —Ascendió con el dedo índice por el brazo, hacia la clavícula, y descendió hasta posarlo sobre el acelerado corazón de Clary—. Es un ritual extraído del Cantar de los Cantares de Salomón: «Ponme un sello sobre tú corazón, como una marca sobre tu brazo; porque el amor es fuerte como la muerte».

—El nuestro es más fuerte que eso —murmuró Clary, recordando cómo había revivido a Jace. Y esta vez, cuando los ojos de él se oscurecieron, ella lo atrajo hacia su boca.

Estuvieron mucho tiempo besándose, hasta que la luz se desvaneció casi por completo y quedaron convertidos en simples sombras. Pero Jace no movió las manos ni intentó tocarla y Clary intuyó que estaba esperando a que ella le diera permiso.

Comprendió que tendría que ser ella la que decidiera si quería llegar más lejos... y quería. Jace había reconocido que algo iba mal y que ese algo no tenía nada que ver con ella. Era un avance, un avance positivo. Y se merecía una recompensa por ello, ¿o no? Esbozó una sonrisita. ¿A quién pretendía engañar? Ella deseaba más. Porque él era Jace, porque le amaba, porque era tan atractivo que a veces sentía la necesidad de pellizcarlo en el brazo para asegurarse de que era de verdad. Y eso fue lo que hizo en aquel momento.

—¡Ay! —dijo él—. ¿Por qué has hecho eso?

—Quítate la camiseta —le susurró ella. Hizo descender la mano hasta el extremo de la camiseta, pero él llegó antes. Se la pasó por la cabeza y la dejó caer de cualquier manera en el suelo. Movió la cabeza de un lado a otro, agitando su cabello; Clary casi esperaba que los brillantes mechones dorados iluminaran con chispas la oscuridad de la habitación.

»Siéntate —le dijo ella en voz baja. El corazón le latía con fuerza. No solía tomar la iniciativa en aquel tipo de situaciones, pero a él no pareció importarle. Jace se sentó, lentamente, tirando de ella hasta que los dos estuvieron sentados entre aquel lío de mantas. Ella se acomodó en su regazo, entre sus piernas. Estaban cara a cara. Le escuchó contener la respiración cuando levantó las manos dispuesto a quitarle la camiseta, pero Clary se las cogió y las hizo descender a sus costados, posando las manos sobre el cuerpo de él. Observó sus dedos deslizándose por su pecho y sus brazos, la forma consistente de sus bíceps entrelazados por Marcas negras, la marca en forma de estrella de su hombro. Recorrió con el dedo índice la línea que separaba sus pectorales, la dura tableta de su estómago. Ambos respiraban con dificultad cuando ella alcanzó la hebilla del cinturón, pero él no se movió, sino que se limitó a mirarla como queriéndole decir «Lo que tú desees...».

Con el corazón latiéndole con fuerza, Clary acercó las manos al extremo de su camiseta y se la pasó también por la cabeza. Le habría gustado llevar un sujetador más excitante —el que llevaba era uno sencillo de algodón blanco—, pero cuando volvió a levantar la vista y vio la expresión de Jace, aquella idea se evaporó por completo. Tenía la boca entreabierta, sus ojos casi negros; se veía reflejada en ellos y supo entonces que a él le daba lo mismo que el sujetador fuera blanco, negro o verde fluorescente. Sólo la veía a ella.

Buscó sus manos y las colocó en su cintura, como queriéndole decir con ello: «Ahora puedes tocarme». Él ladeó la cabeza y la boca de ella se unió con la suya, y empezaron a besarse de nuevo, un beso salvaje en lugar de lánguido, un fuego ardiente que lo consumía todo con rapidez. Las manos de él eran febriles: estaban en el cabello de ella, en su cuerpo, tirando de ella hacia abajo para que quedara acostada debajo de él, y mientras su piel desnuda resbalaba unida, cobró plena conciencia de que entre ellos no había más ropa que los vaqueros de él y su sujetador y sus braguitas. Clary enredó los dedos en su sedoso cabello despeinado, sujetándole la cabeza mientras él descendía a besos por su cuello. «¿Hasta dónde vamos a llegar? ¿Qué estamos haciendo?», preguntaba un rincón de su cerebro, pero el resto de su cabeza le gritaba a viva voz a esa pequeña parte ordenándole que se callara. Deseaba seguir tocándolo, besándolo; deseaba que él la abrazara y saber que era real, que estaba allí con ella, y que nunca jamás volvería a marcharse.

Los dedos de Jace localizaron el cierre del sujetador. Se puso tensa. Los ojos de él eran grandes y luminosos en la oscuridad, su sonrisa lenta.

—¿Va todo bien?

Se limitó a asentir. La respiración de Clary era cada vez más acelerada. Nadie la había visto jamás sin sujetador, ningún chico. Como si intuyera su nerviosismo, él le cogió con delicadeza la cara con una mano; sus labios jugueteaban con los de ella, acariciándolos hasta que ella notó su cuerpo estremeciéndose de tensión. La palma de la mano derecha de él le acarició la mejilla, después el hombro, tranquilizándola. Pero aún estaba nerviosa, esperando que la otra mano regresara al cierre del sujetador, que volviera a tocarla, pero le pareció que buscaba algo que tenía detrás... pero ¿qué hacía?

Clary pensó de repente en lo que le había dicho Isabelle en relación a ir con cuidado. Se puso rígida y se echó hacia atrás.

—Jace, no estoy segura de...

Hubo un destello de plata en la oscuridad, y algo frío y afilado se deslizó por el lateral de su brazo. Lo único que sintió en el primer momento fue sorpresa... después dolor. Retiró las manos, pestañeando, y vio un hilillo de sangre oscura goteando sobre su piel en el lugar donde un corte poco profundo recorría su antebrazo, desde el hombro hasta el codo.

—Ay —dijo, más por rabia y sorpresa que por dolor—. ¿Qué...?

Jace se apartó corriendo de ella y saltó de la cama en un único movimiento. De pronto estaba en el centro de la habitación, sin camiseta, con el rostro blanco como el hueso.

Llevándose la mano al brazo herido, Clary empezó a incorporarse.

—Jace, ¿qué...?

Se interrumpió. Jace tenía un cuchillo en la mano izquierda, el cuchillo con empuñadura de plata que había visto en la caja y que pertenecía a su padre. La hoja estaba manchada con un fino hilo de sangre.

Clary bajó la vista hacia su mano y volvió a levantarla, para mirar a Jace.

—No entiendo...

Jace abrió la mano y el cuchillo cayó al suelo con un estrépito. Por un segundo dio la impresión de que iba a salir otra vez huyendo, igual que había hecho fuera del bar. Pero cayó arrodillado al suelo, llevándose las manos a la cabeza.

—Me gusta esa chica —dijo Camille cuando las puertas se cerraron detrás de Isabelle—. Me recuerda un poco a mí.

Simon se volvió para mirarla. El Santuario estaba en penumbra, pero podía verla con claridad, apoyada a la columna, con las manos atadas a su espalda. Un vigilante de los cazadores de sombras continuaba apostado junto a las puertas de acceso al Instituto, pero o bien no había oído el comentario de Camille, o bien le traía sin cuidado.

Simon se acercó un poco a Camille. Las ataduras que le impedían moverse ejercían sobre él una extraña fascinación. Metal bendecido. La cadena brillaba levemente sobre su pálida piel y a Simon le pareció ver algún que otro hilillo de sangre manchando las muñecas, junto a las esposas.

—No se parece en nada a ti.

—Eso es lo que tú te crees. —Camille ladeó la cabeza; era como si acabase de peinarse su pelo rubio, aunque Simon sabía que eso era imposible—. Sé que amas a tus amigos cazadores de sombras —dijo—. Igual que el halcón ama al amo que lo mantiene cautivo y cegado.

—La cosa no funciona así —dijo Simon—. Los cazadores de sombras y los subterráneos no son enemigos.

—Ni siquiera puedes entrar en su casa —dijo Camille—. Te cierran la puerta en las narices. Y aun así sigues ansioso por servirles. Te pones de su lado y te enfrentas a los tuyos.

—Yo no pertenezco a nadie —dijo Simon—. No soy uno de ellos. Pero tampoco soy de los tuyos. Además, preferiría ser como ellos a ser como tú.

—Tú eres uno de los nuestros. —Se movió con impaciencia, haciendo tintinear las cadenas. Sofocó un gemido de dolor—. Hay una cosa que no te dije, allí en el banco. Pero que es cierta. —Sonrió aun a pesar del dolor—. Huelo a sangre humana en ti. Te has alimentado hace poco. De un mundano.

Simon notó un vuelco en su interior.

—Yo...

—Fue maravilloso, ¿verdad? —Sus labios rojos se torcieron en una nueva sonrisa—. La primera vez desde que eres vampiro que no tienes hambre.

—No —dijo Simon.

—Mientes —dijo Camille con convicción—. Los nefilim intentan ponernos en contra de nuestra propia naturaleza. Sólo nos aceptarán si fingimos ser lo que no somos: si fingimos no ser cazadores, no ser predadores. Tus amigos jamás aceptarán lo que eres, sólo lo que finjas ser. Por mucho que tú hagas por ellos, ellos nunca harían nada por ti.

—No sé por qué te molestas contándome todo esto —dijo Simon—. Lo hecho, hecho está. No pienso liberarte. He tomado mi decisión. No quiero lo que me ofreciste.

—Tal vez ahora no —dijo Camille en voz baja—. Pero lo querrás. Lo querrás.

El vigilante de los cazadores de sombras se hizo a un lado cuando se abrió la puerta y Maryse hizo su entrada en la sala. Iba seguida por dos figuras que Simon reconoció al instante: Alec, el hermano de Isabelle, y su novio, el brujo Magnus Bane.

Alec iba vestido con un sobrio traje negro; Magnus, para sorpresa de Simon, iba vestido de un modo muy similar, con el detalle adicional de una bufanda larga de seda blanca con borlas en los extremos y un par de guantes blancos. Lucía su habitual pelo de punta, pero para variar no llevaba brillantina. Camille, al verlo, se quedó muy quieta.

Magnus no la había visto aún; estaba escuchando a Maryse, que comentaba, con cierta torpeza, que era estupendo que hubieran llegado tan pronto.

—La verdad es que no os esperábamos hasta mañana, como mínimo.

Alec emitió un sonido de fastidio y puso los ojos en blanco. No parecía en absoluto contento de estar ya de vuelta. Pero aparte de eso, pensó Simon, estaba como siempre: el mismo pelo negro, los mismos ojos azules... Aunque se le veía quizá más relajado que antes, como si hubiese madurado.

—Ha sido una suerte que hubiera un Portal cerca del edificio de la Ópera de Viena —dijo Magnus, echándose la bufanda por encima del hombro con un gesto grandilocuente—. En cuanto recibimos tu mensaje, nos apresuramos a dirigirnos allí.

—La verdad es que no entiendo todavía qué tiene que ver todo esto con nosotros —dijo Alec—. Por lo que has contado, habéis atrapado a un vampiro que andaba metido en algún juego desagradable. ¿Y no es eso lo que pasa siempre?

Simon experimentó un vuelco en el estómago. Observó a Camille para ver si se estaba riendo de él, pero la vampira tenía la mirada clavada en Magnus.

Alec, que miró en aquel momento a Simon por vez primera, se sonrojó. Siempre se le notaba mucho porque era muy blanco de piel.

—Lo siento, Simon. No me refería a ti. Tú eres distinto.

«¿Opinarías lo mismo si me hubieras visto anoche alimentándome de una niña de catorce años?», pensó Simon. Pero no dijo nada y se limitó a reconocer las palabras de Alec con un gesto de asentimiento.

—La vampira es de crucial interés para la investigación que estamos llevando a cabo sobre la muerte de tres cazadores de sombras —dijo Maryse—. Necesitamos que nos dé información y sólo quiere hablar delante de Magnus Bane.

—¿De verdad? —Alec miró a Camille con sorprendido interés—. ¿Sólo con Magnus?

Magnus siguió su mirada y por vez primera —o eso le pareció a Simon— miró directamente a Camille. Algo estalló entre ellos, algún tipo de energía. La boca de Magnus se torció por las comisuras con una nostálgica sonrisa.

—Sí —respondió Maryse, mientras la perplejidad se apoderaba de su rostro al percatarse de la mirada que acababan de cruzarse el brujo y la vampira—. Es decir, si Magnus está dispuesto.

—Lo estoy —dijo Magnus, despojándose de sus guantes—. Hablaré con Camille para vosotros.

—¿Camille? —Alec, levantando las cejas, se quedó mirando a Magnus—. Entonces, ¿la conoces? ¿O... te conoce ella a ti?

—Nos conocemos. —Magnus se encogió de hombros, muy levemente, como queriendo decir: «¿Y qué se le va a hacer?»—. En su día fue mi novia.

13

CHICA ENCONTRADA MUERTA

—¿Tu novia? —Alec se había quedado pasmado. Igual que Maryse. Y la verdad es que incluso Simon estaba atónito—. ¿Saliste con un vampiro? ¿Con una chica vampira?

—De eso hace ya ciento treinta años —dijo Magnus—. No la había visto desde entonces.

—¿Por qué no me lo contaste? —preguntó Alec.

Magnus suspiró.

—Alexander, llevo vivo cientos de años. He estado con hombres, con mujeres... con hadas, brujos y vampiros, e incluso con un par de genios. —Miró de reojo a Maryse, que estaba algo horrorizada—. ¿Un exceso de información, quizá?

—No pasa nada —dijo Maryse, pese a estar desvaída—. Tengo que comentar un momento un tema con Kadir. Ahora vuelvo. —Se hizo a un lado y se reunió con Kadir, para desaparecer acto seguido por la puerta. Simon se apartó también un poco, fingiendo querer estudiar con atención uno de los vitrales de las ventanas, pero su oído de vampiro era lo bastante agudo como para escuchar, quisiese o no, todo lo que Magnus y Alec estaban diciéndose. Sabía que Camille los estaba escuchando también. Tenía la cabeza ladeada y los ojos entrecerrados y pensativos.

—¿Cuánta gente más? —preguntó Alec—. Aproximadamente.

Magnus movió la cabeza de un lado a otro.

—No podría contarlos, y no tiene importancia. Lo único que importa es lo que siento por ti.

—¿Más de cien? —preguntó Alec. Magnus se quedó en blanco—. ¿Doscientos?

—Esta conversación me resulta increíble en estos momentos —dijo Magnus, sin dirigirse a nadie en particular. Simon opinaba lo mismo, y le habría gustado que no estuvieran teniéndola precisamente delante de él.

—¿Por qué tantos? —Los ojos azules de Alec refulgían en la oscuridad. Simon no sabía si estaba enfadado. Su voz no sonaba rabiosa, sino simplemente apasionada, pero Alec era una persona cerrada y tal vez su enfado no pudiera por ello llegar a más—. ¿Te cansas en seguida de todo el mundo?

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