Read Ciudad de los ángeles caídos Online
Authors: Cassandra Clare
«Hay algo que no nos has contado, Clarissa Morgenstern —dijo el hermano Zachariah—. Algo que habéis mantenido en secreto los dos.»
Fue como si una mano helada apretara el corazón de Clary.
—¿A qué os referís?
«Este chico tiene la marca de la muerte.» Acababa de hablar otro Hermano, Enoch, le pareció.
—¿La muerte? —dijo Jace—. ¿Queréis decir que voy a morir? —No lo dijo sorprendido.
«Queremos decir que estuviste muerto. Que traspasaste el portal hacia el reino de las sombras, que tu alma se liberó de tu cuerpo.»
Clary y Jace intercambiaron una mirada. Y ella tragó saliva.
—El ángel Raziel... —empezó a decir.
«Sí, su marca está también en el chico. —La voz de Enoch carecía de emoción—. Existen únicamente dos maneras de resucitar a los muertos. Mediante la necromancia, la magia negra de la campana, el libro y la vela. Eso devuelve a algo parecido a la vida. Pero sólo un Ángel creado por la mano derecha de Dios podría devolver una alma humana a su cuerpo con la misma facilidad con que la vida fue inspirada en el primer hombre. —Movió la cabeza de un lado a otro—. El equilibrio entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, es un equilibrio muy delicado, jóvenes cazadores de sombras. Y lo habéis desbaratado.»
—Pero Raziel es el Ángel —dijo Clary—. Puede hacer lo que quiera. Lo veneráis, ¿verdad? Si eligió hacer esto...
«¿Lo hizo? —preguntó otro de los Hermanos—. ¿Lo eligió?»
—Yo... —Clary miró a Jace—. «Podría haber pedido cualquier cosa del universo. La paz mundial, la cura de una enfermedad, vivir eternamente. Pero lo único que quería era volver a tenerte a ti.»
«Conocemos el ritual de los Instrumentos —dijo Zachariah—. Sabemos que quien los posea todos, quien sea su Señor, puede pedirle al Ángel una cosa. No creo que hubiera podido negártelo.»
Clary levantó la barbilla.
—Bien —dijo—, ya está hecho.
Jace esbozó una sonrisa.
—Siempre podrían haberme matado —dijo—. Devolver las cosas a su equilibrio inicial.
Clary le apretó el brazo con fuerza.
—No seas ridículo. —Pero habló con un hilillo de voz. Y se puso más tensa si cabe cuando el hermano Zachariah se separó del grupo de los Hermanos Silenciosos y se aproximó a ellos, con los pies deslizándose sin hacer ruido sobre las Estrellas Parlantes. Se plantó junto a Jace y cuando se inclinó para acariciar con sus largos dedos su barbilla, obligándolo a levantar la cara para mirarlo, Clary tuvo que combatir el impulso de apartarlo de un empujón. Los dedos de Zachariah eran finos, sin arrugas, los dedos de un hombre joven. Nunca se había planteado la edad que podían tener los Hermanos Silenciosos, pues siempre se los había imaginado viejos y arrugados.
Jace, arrodillado, levantó la vista hacia Zachariah, que lo miró con su expresión ciega e imperturbable. Clary no pudo evitar pensar en las pinturas medievales que representaban santos arrodillados, mirando hacia arriba, con los rostros bañados con un luminoso resplandor dorado.
«De haber estado yo allí —dijo, su voz inesperadamente amable—, cuando eras pequeño, habría visto a un Herondale en tu cara, Jace Lightwood, y habría sabido quién eras.»
Jace estaba perplejo, pero no hizo movimiento alguno para apartarse.
—Me han dicho que no me parezco ni a mi madre ni a mi padre...
Zachariah se volvió hacia los demás.
«No podemos y no deberíamos hacerle ningún daño al chico. Existen antiguos vínculos entre los Herondale y los Hermanos. Debemos ayudarlo.»
—¿Ayudarlo en qué? —preguntó Clary—. ¿Veis algo malo en él... dentro de su cabeza?
«Siempre que nace un cazador de sombras, se lleva a cabo un ritual. Tanto los Hermanos Silenciosos como las Hermanas de Hierro realizan diversos hechizos de protección.»
Clary sabía, por lo que había estudiado, que las Hermanas de Hierro eran la secta gemela a los Hermanos Silenciosos; más enclaustradas incluso que ellos, eran las encargadas de fabricar las armas de los cazadores de sombras.
El hermano Zachariah continuó:
«Cuando Jace murió y fue resucitado, nació una segunda vez, pero sin protección ni rituales. Eso lo dejó abierto, como una puerta sin llave: abierto a cualquier tipo de influencia demoníaca o malevolencia».
Clary se pasó la lengua por sus secos labios.
—¿Os referis a cualquier tipo de posesión?
«No posesión. Sino influencia. Sospecho que existe un poder demoníaco que te susurra al oído, Jonathan Herondale. Eres fuerte, luchas contra él, pero está erosionándote igual que el mar erosiona la arena.»
—Jace —susurró él, con los labios blancos—. Jace Lightwood, no Herondale.
Clary, pensando en los aspectos prácticos, dijo:
—¿Cómo podéis estar seguros de que se trata de un demonio? ¿Y qué podemos hacer para que le deje tranquilo?
Enoch, pensativo, dijo entonces:
«Es necesario llevar de nuevo a cabo el ritual, dotarlo de las protecciones una segunda vez.»
—¿Y podéis hacerlo? —preguntó Clary.
Zachariah inclinó la cabeza.
«Puede hacerse. Hay que llevar a cabo todos los preparativos, reclamar la presencia de una de las Hermanas de Hierro, fabricar un amuleto... —Se interrumpió—. Y Jonathan debe quedarse con nosotros hasta que el ritual haya finalizado. Éste es el lugar más seguro para él.»
Clary volvió a mirar a Jace, buscando una expresión —cualquier expresión— de esperanza, alivio, satisfacción, cualquier cosa. Pero su rostro se mantenía impasible.
—¿Por cuánto tiempo?
Zachariah abrió sus delgadas manos.
«Un día, quizá dos. El ritual está concebido para recién nacidos; tendremos que cambiarlo, alterarlo para que encaje con un adulto. Si tuviera más de dieciocho años, sería imposible. Y tal y como están las cosas, será complicado. Pero aún puede salvarse.»
«Aún puede salvarse.» No era lo que Clary esperaba; deseaba haber oído que era un problema sencillo, de fácil solución. Miró a Jace. Tenía la cabeza gacha, el pelo cayéndole hacia adelante; su nuca le parecía tan vulnerable, que incluso le dolió el corazón.
—De acuerdo —dijo en voz baja—. Me quedaré aquí contigo...
«No. —Los Hermanos hablaron a coro, con voces inexorables—. Debe permanecer aquí solo. No puede permitirse distracciones con lo que tenemos que hacer.»
Notó que el cuerpo de Jace se tensaba. La última vez que había estado solo en la Ciudad Silenciosa, había sido encarcelado injustamente, había presenciado la muerte de la mayor parte de los Hermanos Silenciosos y había sufrido el tormento de Valentine. Clary se imaginaba que la perspectiva de pasar otra noche solo en la Ciudad tenía que ser horrorosa.
—Jace —susurró—. Haré lo que tú quieras que haga. Si quieres irte...
—Me quedaré —dijo. Levantó la cabeza, y su voz sonó alta y clara—. Me quedaré. Haré lo que tenga que hacer para solucionar esto. Sólo tengo que llamar a Izzy y a Alec. Decirles... decirles que me quedo a dormir en casa de Simon para vigilarlo. Decirles que ya nos veremos mañana o pasado.
—Pero...
—Clary. —Con cuidado, le cogió ambas manos y las sujetó entre las suyas—. Tenías razón. Esto no viene de dentro de mí. Algo está haciéndome esto. A mí y a nosotros. ¿Y sabes lo que eso significa? Que puede... curarse... que ya no deberé tener miedo de mí cuando esté a tu lado. Sólo por esto, pasaría mil noches en la Ciudad Silenciosa.
Clary se inclinó hacia adelante, ignorando la presencia de los Hermanos Silenciosos, y le besó, un rápido beso en los labios.
—Volveré —susurró—. Mañana por la noche, después de la fiesta de la Fundición vendré a verte.
La esperanza de la mirada de Jace partía el corazón.
—Tal vez ya esté curado para entonces.
Ella le acarició la cara con la punta de los dedos.
—Tal vez sí.
Simon se despertó cansado después de una larga noche de pesadillas. Se quedó boca arriba en la cama mirando la luz que entraba por la única ventana de su habitación.
No pudo evitar preguntarse si dormiría mejor en caso de hacer lo que hacían los demás vampiros: dormir durante el día. A pesar de que el sol no le ocasionaba daño alguno, sentía el tirón de la noche, el deseo de estar bajo el cielo oscuro y las brillantes estrellas. Algo había en él que quería vivir en las sombras, que percibía la luz del sol como un dolor agudo y punzante, del mismo modo que algo había en él que quería sangre. Y buscar cómo combatir eso lo había transformado.
Se levantó tambaleándose, se puso algo encima y salió a la sala de estar. La casa olía a tostadas y café. Jordan estaba sentado en uno de los taburetes de la cocina, con el pelo disparado como era habitual, y la espalda encorvada.
—Hola —dijo Simon—. ¿Qué pasa?
Jordan lo miró. Pese a su bronceado, estaba pálido.
—Tenemos un problema —dijo.
Simon pestañeó. No había visto a su compañero de piso hombre lobo desde el día anterior. Esa noche, cuando había llegado a casa procedente del Instituto, había caído muerto de agotamiento. Jordan no estaba y Simon había imaginado que estaría trabajando. Pero tal vez había sucedido algo.
—¿Qué pasa?
—Nos han dejado esto por debajo de la puerta. —Jordan le lanzó un periódico doblado a Simon. Era el
New York Morning Chronicle
, abierto por una de sus páginas. En la parte superior había una fotografía espeluznante, la imagen granulosa de un cuerpo tendido en una calle, sus extremidades, flacas como palillos, dobladas en extraños ángulos. Ni siquiera parecía humano, como sucede a veces con los cadáveres. Simon estaba a punto de preguntarle a Jordan por qué tenía que mirar aquello, cuando le llamó la atención el texto del pie de la fotografía.
CHICAENCONTRADA MUERTA
«La policía informa de que está buscando pistas sobre la muerte de Maureen Brown, de catorce años de edad, cuyo cadáver fue descubierto el domingo a las once de la noche en el interior de un contenedor de basura situado junto a la charcutería Big Apple Deli, en la Tercera Avenida. Aunque el juez de instrucción no ha aportado todavía detalles sobre la causa de la muerte, Michael Garza, el propietario de la charcutería que descubrió el cuerpo, ha declarado que tenía un profundo corte en el cuello. La policía no ha localizado aún el arma...»
Incapaz de seguir leyendo, Simon se dejó caer en una silla. Ahora que lo sabía, veía inequívocamente a Maureen en aquella fotografía. Reconoció sus calentadores con los colores del arco iris, aquel estúpido gorrito rosa que llevaba cuando la vio por última vez. «Dios mío», le habría gustado poder decir. Pero no le salían las palabras.
—¿No decían en esa nota —dijo Jordan con voz sombría— que si no te presentabas en aquella dirección le cortarían el cuello a tu novia?
—No —susurró Simon—. No es posible. No.
Pero entonces lo recordó:
«La amiga del primo pequeño de Eric. ¿Cómo se llama? Aquella que está loca por Simon. Viene a todos nuestros bolos y le cuenta a todo el mundo que es su novia».
Simon recordó su teléfono, aquel pequeño teléfono rosa con pegatinas, cómo lo sujetaba para hacer las fotografías. La sensación de su mano sobre su hombro, ligera como una mariposa. Catorce años. Se encorvó sobre sí mismo, abrazándose, como queriéndose hacer pequeño hasta llegar a desaparecer.
MÁS ALLÁ DE LOS SUEÑOS
Jace se agitó inquieto en su estrecha cama en la Ciudad Silenciosa. No sabía dónde dormían los Hermanos, y ellos no habían mostrado interés alguno por revelárselo. El único lugar donde al parecer podía acostarse era en una de las celdas que había debajo de la Ciudad y que destinaban a los prisioneros. Le habían dejado la puerta abierta para que no se sintiese encarcelado, pero por mucha imaginación que intentara ponerle, era un lugar que no podía de ningún modo calificarse de agradable.
El ambiente estaba cargado y olía a cerrado. Se había quitado la camiseta y se había acostado sobre las mantas vestido sólo con sus vaqueros, pero seguía teniendo calor. Los muros eran de un insípido color gris. Justo por encima del armazón de la cama, alguien había grabado en la piedra las letras «JG» y se preguntó por su significado. En la habitación no había más mobiliario que la cama, un espejo roto que le devolvía su reflejo en una imagen distorsionada, y el lavabo. Y todo eso sin mencionar los desagradables recuerdos que le despertaba aquel lugar. Los Hermanos habían estado toda la noche entrando y saliendo de su cabeza, hasta estrujarlo por completo. Su secretismo era tan grande, que no tenía ni idea de si estaban haciendo avances. No se los veía satisfechos aunque, la verdad, nunca lo parecían.
Sabía que la prueba de fuego era dormir. ¿Con qué soñaría? «Dormir: tal vez soñar.» Se volvió, escondió la cara entre las manos. Se veía incapaz de soportar otro sueño en el que volviera a hacerle daño a Clary. Creía que se volvería loco, y le daba miedo. La posibilidad de morir nunca lo había asustado demasiado, pero la idea de volverse loco era lo peor que podía imaginarse. Dormirse, no obstante, era la única forma de averiguarlo. Cerró los ojos y se obligó a dormir.
Durmió, y soñó.
Estaba de nuevo en el valle, en el valle de Idris donde había luchado con Sebastian y había estado a punto de morir. En el valle era otoño, no verano, como la última vez que había estado allí. Había una explosión de hojas con matices dorados, caoba, anaranjados y rojos. Estaba en la orilla del río —un arroyo, en realidad— que partía el valle por la mitad. Vislumbró a alguien a lo lejos, alguien que se acercaba, alguien a quien no podía ver aún con claridad pero que avanzaba hacia él directamente y con paso convencido.
Estaba tan seguro de que era Sebastian, que no fue hasta que la figura se acercó lo suficiente como para verla mejor que se dio cuenta de que no podía ser él. Sebastian era alto, más alto que Jace, pero aquella persona era bajita... Tenía el rostro oculto por las sombras, pero sería un palmo o dos más bajo que Jace, y delgado, con los hombros estrechos de un niño y unas muñecas huesudas que sobresalían por debajo de las mangas de una camisa que le quedaba pequeña.
Max.
Ver a su hermano pequeño fue para Jace como un bofetón. Cayó de rodillas sobre la hierba, aunque no se hizo daño. Todo tenía esa sensación de blandura de los sueños. Max estaba como siempre. Un chavalín huesudo a punto de dar el estirón y que había dejado ya atrás la fase de niño pequeño. Aunque nunca llegaría a conseguirlo.
—Max —dijo Jace—. Lo siento mucho, Max.