Read Ciudad de los ángeles caídos Online
Authors: Cassandra Clare
—Jace —dijo.
Se volvió y sonrió al verla. Era una sonrisa conocida y fue como si desbloqueara algo en el interior de Clary, liberándola para correr hacia él y abrazarlo. Él la cogió y la sujetó en volandas un buen rato, enterrando la cara en su cuello.
—Estás bien —dijo ella por fin, cuando la depositó de nuevo en el suelo. Se restregó con energía las lágrimas que había vertido—. Me refiero a... a que los Hermanos Silenciosos no te habrían dejado salir de no estar bien. Aunque había entendido que el ritual iba a llevar más tiempo, días incluso.
—No ha sido así. —Le rodeó la cara con las manos y le sonrió. Detrás de él, el puente de Queensboro se arqueaba por encima del agua—. Ya conoces a los Hermanos Silenciosos. Les gusta darle mucho bombo a todo lo que hacen. Pero en realidad es una ceremonia bastante simple. —Sonrió de nuevo—. Me sentí como un estúpido. Es una ceremonia pensada para niños pequeños y pensé que si acababa rápido me daría tiempo a verte con este vestido de fiesta tan sexy. Me ayudó a terminar pronto. —Sonrió recorriéndola de arriba abajo con la mirada—. Y, si me permites que te diga una cosa, no estoy en absoluto defraudado. Estás guapísima.
—Tú tampoco estás nada mal. —Rió un poco entre las lágrimas—. Ni siquiera sabía que tenías un traje.
—No lo tenía. He tenido que comprármelo. —Deslizó los pulgares por sus pómulos mojados de lágrimas—. Clary...
—¿Por qué has salido a la terraza? —preguntó ella—. Hace mucho frío. ¿No quieres volver a entrar?
Jace negó con la cabeza.
—Quería hablar a solas contigo.
—Pues habla —dijo Clary en un susurro. Le apartó las manos de la cara para hacerlas descender hasta su cintura. Su necesidad de sentirse abrazada por Jace resultaba casi abrumadora—. ¿Algo va mal? ¿Te pondrás bien? No me escondas nada, por favor. Después de todo lo que ha pasado, deberías saber que soy capaz de afrontar cualquier noticia, por mala que sea. —Sabía que estaba diciendo tonterías por puro nerviosismo, pero no podía evitarlo. Tenía la sensación de que el corazón le latía a mil pulsaciones por minuto—. Sólo deseo que te pongas bien —dijo con toda la calma de la que fue capaz.
Los ojos dorados de Jace se oscurecieron.
—Por mucho que mire el contenido de esa caja, la que perteneció a mi padre, no siento nada. Las cartas, las fotografías, no sé quién es toda esa gente. No me parecen reales. Valentine era real.
Clary pestañeó; no era lo que esperaba oír.
—Recuerda que te dije que llevaría su tiempo...
Ni siquiera la escuchó.
—Si en realidad fuera Jace Morgenstern, ¿me querrías? Si fuera Sebastian, ¿me querrías?
Ella le apretó las manos.
—Nunca podrías ser como él.
—Si Valentine me hubiera hecho lo que le hizo a Sebastian, ¿me querrías?
Clary no comprendió la urgencia de la pregunta.
—Pero en ese caso, tú no serías tú.
Jace se quedó casi sin respiración, como si lo que Clary acababa de decirle le hubiera dolido... Pero ¿por qué? Era la verdad. Él no era como Sebastian. Él era él.
—No sé quién soy —dijo—. Me miro en el espejo y veo a Stephen Herondale, pero actúo como un Lightwood y hablo como mi padre... como Valentine. Veo quién soy a tus ojos e intento ser esa persona, porque tú tienes fe en esa persona y creo que la fe debería ser suficiente para convertirme en lo que tú quieres.
—Ya eres lo que yo quiero. Siempre lo has sido —dijo Clary, pero no pudo evitar la impresión de que era como gritar en el interior de una habitación vacía. Era como si Jace no pudiera oírla, por muchas veces que le repitiera que le quería—. Sé que tienes la sensación de no saber quién eres, pero yo sí. Lo sé. Y algún día también lo sabrás tú. Pero mientras tanto, no puedes seguir preocupándote por la posibilidad de perderme, porque eso nunca pasará.
—Existe una manera... —Jace la miró a los ojos—. Dame la mano.
Sorprendida, Clary le tendió la mano, recordando la primera vez que él se la había cogido de aquella manera. Ahora tenía la runa, la runa del ojo abierto, en el dorso de la mano, la runa que entonces buscaba y no encontró. Jace le dio la vuelta a la mano, dejando al descubierto la muñeca, la vulnerable piel del antebrazo.
Clary estaba temblando. El viento del río le calaba en los huesos.
—¿Qué estás haciendo, Jace?
—¿Recuerdas lo que te dije sobre las bodas de los cazadores de sombras? ¿Que en lugar de intercambiar anillos nos marcamos con runas de amor y compromiso? —La miró, con sus ojos grandes y vulnerables bajo las tupidas pestañas doradas—. Quiero marcarte de tal modo que quedemos unidos, Clary. No es más que una pequeña Marca, pero es permanente. ¿Estás dispuesta?
Dudó. Una runa permanente, siendo tan joven... Su madre se pondría hecha una fiera. Pero lo demás no funcionaba; nada de lo que ella le decía servía para convencerlo. Tal vez aquello sí. En silencio, cogió su estela y se la entregó. Jace la cogió, acariciándole los dedos al hacerlo. Empezó a temblar con más fuerza, sentía frío en todas partes excepto donde él la tocaba. Jace apoyó el brazo de Clary contra su cuerpo e hizo descender la estela hasta que rozó su piel; la deslizó con cuidado arriba y abajo y, viendo que no protestaba, aplicó más fuerza al movimiento. Con el frío que tenía, la quemadura de la estela era casi de agradecer. Siguió observando cómo las oscuras líneas brotaban en espiral de la punta de la estela, formando un dibujo de líneas duras y angulosas.
Experimentó un hormigueo nervioso y también una sensación repentina de alarma. Aquel dibujo no hablaba de amor y compromiso hacia ella, había algo más; algo más oscuro, algo que hablaba de control y sumisión, de pérdida y oscuridad. ¿Estaría dibujando la runa equivocada? Sin embargo, se trataba de Jace, no podía equivocarse. Pero aun así, un entumecimiento empezaba a ascender por el brazo a partir del punto donde la estela seguía trazando su dibujo, un hormigueo doloroso, como el de los nervios al despertarse, y se sentía mareada, como si el suelo se estuviera moviendo bajo sus...
—Jace. —Subió la voz, con un matiz de ansiedad en ella—. Jace, me parece que no está bien...
Le soltó el brazo. Jace mantenía la estela en equilibrio en su mano, con la misma elegancia con que sujetaría cualquier arma.
—Lo siento, Clary —dijo—. Quiero estar unido a ti. Nunca te mentiría en este sentido.
Clary abrió la boca para preguntarle de qué demonios hablaba, pero no le salieron las palabras. La oscuridad se apoderaba de ella. Lo último que percibió fueron los brazos de Jace rodeándola en el momento de caer al suelo.
Después de lo que le pareció una eternidad de andar dando vueltas en lo que a su entender era una fiesta extremadamente aburrida, Magnus encontró por fin a Alec, sentado solo a una mesa en un rincón, detrás de un ramillete de rosas blancas artificiales. En la mesa había varias copas de champán, medio llenas en su mayoría, como si los invitados hubieran ido abandonándolas allí. Y Alec parecía también abandonado. Estaba sentado con las manos apoyadas en la barbilla y con la mirada perdida. No levantó la vista, ni siquiera cuando Magnus enganchó con el pie la silla que tenía enfrente, la hizo girar hacia él y tomó asiento, apoyando los brazos en el respaldo.
—¿Quieres volver a Viena? —dijo.
Alec no respondió, y siguió con la mirada fija en el frente.
—O podríamos ir a otra parte —dijo Magnus—. A donde tú quieras. A Tailandia, Sudáfrica, Brasil, Perú... Oh, espera, no, me prohibieron la entrada en Perú. Lo había olvidado. Es una larga historia, pero graciosa, por si quieres oírla.
La cara de Alec daba a entender que no le apetecía en absoluto oírla. Se volvió con mordacidad y contempló la sala, como si el cuarteto de cuerda de hombres lobo le resultara fascinante.
Viendo que Alec lo ignoraba, Magnus decidió entretenerse cambiando los colores del champán de las copas que había sobre la mesa. Transformó uno en champán azul, otro en rosa y estaba en proceso de transformación de otra copa a verde cuando Alec extendió el brazo y le golpeó la muñeca.
—Deja ya eso —dijo—. La gente nos está mirando.
Magnus se miró los dedos, que emitían chispas de color azul. Tal vez fuera demasiado llamativo. Cerró la mano.
—Bueno —dijo—, ya que no me hablas, algo tengo que hacer para entretenerme y no morir de aburrimiento.
—Pues no —dijo Alec—. Que no pienso hablarte, quiero decir.
—Vaya —dijo Magnus—. Acabo de preguntarte si querías ir a Viena, a Tailandia o a la Luna, y no recuerdo que me hayas dado tu respuesta.
—No sé lo que quiero. —Alec, cabizbajo, jugueteaba con un tenedor de plástico. Aunque mantenía la vista baja y desafiante, el color azul claro de sus ojos era visible incluso a través de sus párpados, pálidos y finos como el pergamino. Magnus siempre había encontrado a los humanos más bellos que cualquier otro ser vivo de la tierra y a menudo se había preguntado por qué. «No son más que unos pocos años antes de su desintegración», había dicho Camille. Pero era la mortalidad lo que los hacía ser como eran, esa llama que parpadeaba con fuerza. «La muerte es la madre de la belleza», como dijo el poeta. Se preguntó si el Ángel se habría planteado alguna vez convertir en inmortales a sus sirvientes humanos, los nefilim. Pero no, a pesar de toda su fuerza, caían en batalla igual que los humanos siempre habían caído a lo largo de la historia del mundo.
—Ya vuelves a tener esa expresión —dijo Alec malhumorado, mirando a través de sus largas pestañas—. Como si estuvieras mirando algo que yo no puedo ver. ¿Piensas en Camille?
—En realidad no —dijo Magnus—. ¿Cuánto escuchaste de la conversación que mantuve con ella?
—Prácticamente todo. —Alec pinchó el mantel con el tenedor—. Estuve escuchando desde la puerta. Lo suficiente.
—Creo que no lo bastante.
Magnus miró fijamente el tenedor, que se soltó de la mano de Alec y cruzó la mesa en dirección a él. Lo detuvo con la mano y dijo:
—Y ya basta de jugar con esto. ¿Qué fue lo que le dije a Camille que tanto te preocupa?
Alec levantó sus azules ojos.
—¿Quién es Will?
Magnus soltó una especie de risotada.
—Will. Dios mío. Eso fue hace mucho tiempo. Will era un cazador de sombras, como tú. Y sí, se parecía a ti, pero tú no te le pareces en nada. Jace es mucho más parecido a Will, en lo que a la personalidad se refiere... Y la relación que tengo contigo no se parece en nada a la que tuve con Will. ¿Es eso lo que te preocupa?
—No me gusta pensar que estás conmigo sólo porque me parezco a un tipo que te gustaba y que está muerto.
—Yo nunca dije eso. Fue Camille quien lo insinuó. Es una maestra de la implicación y la manipulación. Siempre lo ha sido.
—Pero en ningún momento le dijiste que estaba equivocada.
—Si se lo permites, Camille es capaz de atacarte por todos los frentes. Te defiendes en un frente, y te ataca por el otro. La única manera de tratar con ella es fingiendo que no te hace daño.
—Dijo que los chicos guapos eran tu perdición —dijo Alec—. Lo que me da a entender que yo soy para ti uno más en una larga lista de juguetes. No soy nada. Soy... trivial.
—Alexander...
—Lo cual —prosiguió Alec, con la mirada de nuevo clavada en la mesa— resulta especialmente injusto, pues tú no eres nada trivial para mí. He cambiado mi vida entera por ti. Pero tú no alteras nunca nada, ¿verdad? Me imagino que esto es lo que significa vivir eternamente. En realidad, nada importa mucho.
—Te estoy diciendo que me importas...
—El Libro de lo Blanco —dijo de pronto Alec—. ¿Por qué lo ansiabas de aquella manera?
Magnus se quedó mirándolo, perplejo.
—Ya sabes por qué. Es un libro de hechizos muy poderoso.
—Pero lo querías para algo en concreto, ¿no? ¿Por uno de los hechizos que contenía? —Alec respiraba de forma irregular—. No tienes respuesta; adivino por tu cara que era por eso. ¿Era... era un hechizo para convertirme en inmortal?
Magnus sintió como si le hubiesen clavado una puñalada en las entrañas.
—Alec —musitó—. No. No, yo... yo no haría eso.
Alec lo taladró con su mirada azul.
—¿Por qué no? ¿Por qué a lo largo de tantos años y tantas relaciones nunca has intentado convertir a alguno de ellos en inmortal como tú? De poder tenerme a tu lado eternamente, ¿lo querrías?
—¡Pues claro que lo querría! —Magnus, percatándose de que estaba casi gritando, se esforzó en bajar el volumen de su voz—. Pero no lo entiendes. Es imposible obtener algo a cambio de nada. El precio de la vida eterna...
—Magnus. —Era Isabelle, que se acercaba corriendo hacia ellos, teléfono en mano—. Magnus, tengo que hablar contigo.
—Isabelle. —Normalmente, a Magnus le gustaba la presencia de la hermana de Alec. Pero no justo en un momento como aquél—. Encantadora y maravillosa Isabelle. ¿Podrías marcharte, por favor? Es un mal momento, de verdad.
Isabelle miró de Magnus a su hermano, y luego de su hermano a Magnus.
—¿No quieres entonces que te cuente que Camille acaba de fugarse del Santuario y que mi madre exige tu regreso urgente al Instituto para que los ayudes a encontrarla?
—No —dijo Magnus—. No quiero que me cuentes eso.
—Pues es una pena —dijo Isabelle—. Porque es cierto. Entiendo que no tienes por qué ir, pero...
El resto de la frase se quedó flotando en el aire, pero Magnus conocía perfectamente su contenido. Si no acudía, la Clave sospecharía que él tenía algo que ver con la fuga de Camille y eso no le convenía en absoluto. Maryse se pondría furiosa y complicaría todavía más su relación con Alec. Pero aun así...
—¿Que se ha fugado? —dijo Alec—. Jamás se ha fugado nadie del Santuario.
—Pues mira —dijo Isabelle—, ya se ha fugado la primera.
Alec se hundió aún más en su asiento.
—Ve —dijo—. Es una urgencia. Vete. Ya hablaremos después.
—Magnus... —Isabelle habló como queriendo disculparse, pero su voz tenía un tono inequívoco de urgencia.
—De acuerdo. —Magnus se levantó—. Y... —añadió, deteniéndose junto a la silla de Alec e inclinándose hacia él— no eres trivial.
Alec se ruborizó.
—Si tú lo dices —dijo.
—Lo digo —dijo Magnus, y dio media vuelta para seguir a Isabelle y abandonar el recinto.
Fuera, en la calle desierta, Simon estaba apoyado en la pared de la Fundición, un muro de ladrillo cubierto de hiedra, contemplando el cielo. Las luces del puente descolorían las estrellas, de tal modo que no había nada que ver, excepto un manto de negrura aterciopelada. Con una pasión repentina, deseó poder respirar aquel aire frío para despejarse la cabeza, poderlo sentir en la cara, en la piel. No llevaba más que una fina camisa y le daba lo mismo. No podía temblar, e incluso el recuerdo del hecho de temblar empezaba a desaparecer de su memoria, poco a poco, día a día, desvaneciéndose como todos los recuerdos de otra vida.