Ciudad de los ángeles caídos (39 page)

Excepto que... el suelo enlosado estaba pintarrajeado, salpicado con algún tipo de líquido negro y pegajoso que habían utilizado para trazar un burdo círculo en el interior de otro círculo de mayor tamaño. El espacio entre los dos círculos estaba lleno a rebosar de runas dibujadas. Pese a no ser un cazador de sombras, Simon había visto suficientes runas nefilim como para reconocer las pertenecientes al Libro Gris. Y aquéllas no lo eran. Tenían un aspecto maligno y amenazador, como un maleficio garabateado en un idioma desconocido.

El bloque de hormigón ocupaba el centro del círculo. Y encima de él se asentaba un voluminoso objeto rectangular, envuelto en una tela oscura. La forma recordaba la de un ataúd. En la base del bloque había más runas dibujadas. De haber tenido Simon sangre circulante, se le habría quedado helada.

Maureen aplaudió.

—Oh —dijo con su vocecita de duendecillo—. Es precioso.

—¿Precioso? —Simon lanzó una rápida mirada a la forma encorvada que coronaba el bloque de hormigón—. Maureen, ¿qué demonios...?

—Veo que lo has traído. —Se oyó una voz de mujer, cultivada, potente y... conocida. Simon se volvió. Detrás de él, en el caminito, había una mujer alta con pelo corto y oscuro. Era muy delgada e iba vestida con un abrigo largo de color negro con cinturón que le daba el aspecto de una
femme fatale
de una película de espías de los años cuarenta—. Gracias, Maureen —prosiguió. Tenía un rostro bello, de duras facciones, con pómulos altos y grandes ojos oscuros—. Lo has hecho muy bien. Ahora puedes irte. —Dirigió la mirada a Simon—. Simon Lewis —dijo—. Gracias por venir.

La reconoció en el instante en que pronunció su nombre. La última vez que la había visto fue bajo una lluvia torrencial, delante del Alto Bar.

—Tú. Te recuerdo. Me diste tu tarjeta. La promotora musical. Caray, debe de ir en serio eso de que quieres promocionar mi grupo. Nunca me había imaginado que fuésemos tan buenos.

—No seas sarcástico —dijo la mujer—. No tiene sentido. —Miró de soslayo—. Maureen. Puedes irte. —Su voz sonó esta vez con resolución y Maureen, que había estado revoloteando por allí como un pequeño fantasma, profirió un gritito y se largó corriendo por donde habían llegado. Simon la vio desaparecer por las puertas que conducían a los ascensores, sintiendo casi lástima al verla marchar. Maureen no era una gran compañía, pero sin ella se sintió de repente muy solo. Quienquiera que fuera aquella desconocida, desprendía una clara aura de poder oscuro que no había percibido cuando la vio por vez primera, drogado como estaba de sangre.

—Me has traído de cabeza, Simon —dijo; su voz procedía ahora de otra dirección, a varios metros de distancia. Simon se volvió y la localizó junto al bloque de hormigón, en el centro del círculo. Las nubes avanzaban por encima de la luna, proyectando sobre su cara un dibujo de sombras en movimiento. Simon, que estaba al pie de la escalera, tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarla—. Creí que iba a ser fácil hacerme contigo. Tratar con un simple vampiro. Un novato. Pero nunca me había tropezado con un vampiro diurno, ya que hace más de cien años que no había ninguno. Sí —añadió, con una sonrisa al ver cómo la miraba Simon—, soy más vieja de lo que parezco.

—Pareces bastante vieja.

Ella ignoró el insulto.

—He enviado a mis mejores hombres a por ti, y sólo regresó uno de ellos, contando no sé qué historia sobre el fuego sagrado y la ira de Dios. Después de aquello ya no me sirvió para nada. Tuve que sacrificarlo. Resultaba casi molesto. Fue entonces cuando decidí tratar el asunto personalmente. Fui a verte a tu estúpido concierto y después, cuando te tuve cerca, la vi. La Marca. Conocí personalmente a Caín y conozco de sobras su forma.

—¿Que conociste personalmente a Caín? —Simon movió la cabeza de un lado a otro—. No pretenderás que me lo crea.

—Créetelo o no —dijo ella—. Me da lo mismo. Soy más vieja que los sueños de los de tu especie, chiquillo. Paseé por los senderos del Jardín del Edén. Conocí a Adán antes que Eva. Fui su primera esposa, pero no le guardé obediencia, y por eso Dios me expulsó y creó una nueva esposa para Adán, una mujer hecha a partir de su propio cuerpo para que le fuese siempre servil. —Esbozó una débil sonrisa—. Tengo muchos nombres. Pero puedes llamarme Lilith, la primera de todos los demonios.

Al escuchar aquello, Simon, que llevaba casi dos meses sin sentir frío, se estremeció. Había oído mencionar el nombre de Lilith. No recordaba exactamente dónde, pero sabía que era un nombre asociado con la oscuridad, con el mal y con cosas terribles.

—Tu Marca me plantea un enigma —dijo Lilith—. Te necesito, vampiro diurno. Tu fuerza vital... tu sangre. Pero no puedo forzarte ni hacerte daño.

Lo dijo como si necesitar sangre fuera lo más natural del mundo.

—¿Bebes... sangre? —preguntó Simon. Se sentía aturdido, como si estuviera atrapado en un sueño extraño. Aquello no podía estar pasando.

Lilith se echó a reír.

—Los demonios no se alimentan de sangre, niño tonto. Lo que quiero de ti no es para mí. —Le tendió una delgada mano—. Acércate más.

Simon movió la cabeza.

—No pienso entrar en ese círculo.

Ella se encogió de hombros.

—Muy bien, entonces. Sólo pretendía que tuvieras mejor vista. —Movió ligeramente los dedos, casi con negligencia, el gesto que hace quien retira una cortina. La tela negra que cubría el objeto en forma de ataúd que quedaba entre ellos desapareció.

Simon se quedó mirando lo que había debajo. No se había equivocado en lo de la forma de ataúd. Era una gran caja de cristal, lo bastante larga y ancha como para contener a una persona. Un ataúd de cristal, pensó, como el de Blancanieves. Pero aquello no era un cuento de hadas. En el interior del ataúd había un líquido nebuloso, y flotando en aquel líquido —desnudo de cintura para arriba, con el cabello rubio claro moviéndose a su alrededor como pálidas algas— estaba Sebastian.

En la puerta del apartamento de Jordan no había ningún mensaje pegado, ni encontraron nada encima o debajo de la alfombrilla, y no vieron nada inmediatamente evidente en el interior del piso. Mientras Alec montaba guardia abajo y Maia y Jordan revolvían la mochila de Simon en la sala de estar, Isabelle, en el umbral de la puerta de la habitación de Simon, contemplaba en silencio el lugar donde éste había dormido los últimos días. Había lo mínimo: cuatro paredes, sin ninguna decoración, un suelo desnudo con un colchón tipo futón y una manta de color blanca doblada a los pies, y una única ventana con vistas a la Avenida B.

Escuchaba desde allí la ciudad, la ciudad en la que había crecido, cuyos ruidos la habían rodeado siempre, desde que era un bebé. La tranquilidad de Idris, sin el sonido de las alarmas de los coches, los gritos de la gente, las sirenas de las ambulancias y la música que nunca dejaba de sonar en Nueva York, incluso en plena noche, le había resultado terriblemente ajena. Pero ahora, contemplando la pequeña habitación de Simon, pensó en lo solitarios que sonaban aquellos sonidos, en lo remotos que resultaban, y en si él se habría sentido también solo por la noche, allí acostado mirando el techo, completamente solo.

Por otra parte, tampoco había visto la habitación de su casa, que a buen seguro estaría repleta de pósteres de grupos musicales, trofeos deportivos, cajas con aquellos juegos a los que le encantaba jugar, instrumentos de música, libros... los trastos típicos de una vida normal. Nunca le había pedido que la llevara a su casa, y tampoco él se lo había sugerido. Le daba recelo conocer a su madre, hacer cualquier cosa que diera indicios de un compromiso mayor del que estaba dispuesta a asumir. Pero ahora, mirando aquella habitación que era como una cáscara vacía, escuchando el inmenso bullicio oscuro de la ciudad, sintió una punzada de miedo y dolor por Simon... mezclada con otra punzada de remordimiento.

Se volvió hacia el otro lado de la puerta, pero se detuvo cuando oyó voces hablando bajito en la sala de estar. Reconoció la voz de Maia. No parecía enfadada, algo realmente sorprendente teniendo en cuenta lo mucho que odiaba a Jordan.

—Nada —estaba diciendo—. Unas llaves, un montón de papeles con estadísticas de juegos. —Isabelle asomó la cabeza por la puerta. Vio a Maia, de pie a un lado del mostrador de la cocina, la mano en el interior del bolsillo con cremallera de la mochila de Simon. Jordan, al otro lado del mostrador, la miraba. La miraba a ella, pensó Isabelle, no lo que ella estaba haciendo, de ese modo que los chicos te miran cuando están locos por ti y se sienten fascinados por todo lo que haces—. Voy a examinar su cartera.

Jordan, que había cambiado su atuendo formal por unos vaqueros y una chaqueta de cuero, frunció el ceño.

—Es extraño que se la olvidara aquí. ¿Puedo mirar? —Extendió el brazo por encima del mostrador.

Maia se echó hacia atrás con tanta rapidez que soltó la cartera.

—No pretendía... —Jordan retiró lentamente la mano—. Lo siento.

Maia respiró hondo.

—Mira —dijo—. Hablé con Simon. Sé que nunca tuviste intención de transformarme. Sé que no sabías qué te pasaba. Recuerdo lo que se sentía. Recuerdo que estaba aterrada.

Jordan bajó las manos poco a poco y con cuidado hasta alcanzar el mostrador. Resultaba curioso, pensó Isabelle, ver a alguien tan alto intentar parecer inofensivo y pequeño.

—Debería haber estado allí para ayudarte.

—Pero los
Praetor
no te lo permitieron —dijo Maia—. Y afrontémoslo, tú no tenías ni idea de lo que significaba ser un licántropo; habríamos sido como dos personas con los ojos vendados dando traspiés en un círculo. Tal vez fue mejor que no estuvieras allí. Me obligó a huir en busca de ayuda. A encontrar la manada.

—Al principio esperaba que los
Praetor Lupus
te encontraran —susurró él—. Para poder volver a verte. Entonces me di cuenta de que era un egoísta y que debería estar deseando no haberte transmitido la enfermedad. Sabía que había una probabilidad de un cincuenta por ciento. Pensé que tú serías una de las afortunadas.

—Pues no lo fui —dijo en tono prosaico—. Y con los años te convertí mentalmente en esta especie de monstruo. Creí que sabías lo que hacías cuando me hiciste esto. Creí que era tu venganza por haberme visto besando a aquel chico. Por eso te odiaba. Y odiarte me lo hacía todo más fácil. Tener a alguien a quien culpar.

—Debías culparme —dijo—. Es culpa mía.

Maia recorrió el mostrador de la cocina con el dedo, evitando sus ojos.

—Te culpo. Pero... no tal y como lo he hecho hasta ahora.

Jordan levantó la mano y se tiró de los pelos. Su pecho subía y bajaba con rapidez.

—No pasa un día en que no piense en lo que te hice. Te mordí. Te transformé. Te convertí en lo que ahora eres. Te levanté la mano. Te hice daño. La única persona a la que quería más que nada en el mundo.

Los ojos de Maia estaban llenos de lágrimas.

—No digas eso. No ayuda en absoluto. ¿Crees que ayuda?

Isabelle tosió con fuerza para aclararse la garganta y entró en la sala de estar.

—¿Qué tal? ¿Habéis encontrado alguna cosa?

Maia apartó la vista, pestañeando. Jordan bajó las manos y dijo:

—La verdad es que no. Ahora íbamos a registrar su cartera. —La cogió de donde Maia la había dejado caer—. Aquí está. —Se la lanzó a Isabelle.

Isabelle la cogió al vuelo y la abrió. El carnet del instituto, el carnet de identidad del estado de Nueva York, una púa de guitarra en el espacio normalmente destinado a las tarjetas de crédito. Un billete de diez dólares y una receta para hacer cubitos. Pero entonces algo le llamó la atención: una tarjeta de visita, metida de cualquier manera detrás de una foto de Simon y de Clary, la típica imagen de fotomatón. Los dos sonreían.

Isabelle cogió la tarjeta y se la quedó mirando. Tenía un dibujo con formas espirales, casi abstracto, de una guitarra flotando entre las nubes. Y debajo aparecía un nombre.

«Satrina Kendall. Promotora musical.» Y más abajo había un número de teléfono y una dirección del Upper East Side. Isabelle frunció el ceño. Algo, un recuerdo, le vino a la memoria.

Isabelle enseñó la tarjeta a Jordan y a Maia, que estaban ocupados tratando de no mirarse.

—¿Qué opináis de esto?

Pero antes de que les diera tiempo a responder, se abrió la puerta del apartamento y entró Alec. Ponía mala cara.

—¿Habéis encontrado algo? Llevo allí abajo plantado media hora y no ha aparecido nada que pueda resultar remotamente amenazador. A menos que quisierais tener en cuenta a un estudiante de la NYU que ha vomitado enfrente del portal.

—Esto —dijo Isabelle, pasándole la tarjeta a su hermano—. Míralo. ¿No te suena un poco extraño?

—¿Quieres decir aparte del hecho de que ningún promotor musical podría sentir interés por el desagradable grupo de Lewis? —preguntó Alec, cogiendo la tarjeta. Frunció el ceño—. ¿Satrina?

—¿Te suena de algo ese nombre? —preguntó Maia. Sus ojos seguían rojos, pero su voz sonaba más firme.

—Satrina es uno de los diecisiete nombres de Lilith, la madre de todos los demonios. Por eso se conoce a los brujos como «hijos de Satrina» —dijo Alec—. Porque engendró demonios, que a su vez dieron origen a la raza de los brujos.

—¿Y te sabes de memoria los diecisiete nombres? —Jordan lo preguntó dudoso.

Alec le dirigió una mirada gélida.

—¿Y tú de qué vas ahora?

—Oh, cierra el pico, Alec —dijo Isabelle, empleando el tono que sólo utilizaba con su hermano—. Mira, no todos tenemos tu memoria para recordar datos aburridos. Me imagino que no recuerdas todos los demás nombres de Lilith, ¿verdad?

Con una expresión de superioridad, Alec empezó a recitar:

—Satrina, Lilith, Ita, Kali, Batna, Talto...

—¡Talto! —exclamó Isabelle—. Eso es. Sabía que me recordaba algo. ¡Sabía que existía una conexión! —Les explicó rápidamente lo de la iglesia de Talto, lo que Clary había encontrado allí y cómo se relacionaba con el bebé muerto medio demonio del Beth Israel.

—Ojalá me lo hubieses contado antes —dijo Alec—. Sí, Talto es uno de los nombres de Lilith. Y Lilith siempre se ha asociado con bebés. Fue la primera esposa de Adán, pero huyó del Jardín del Edén porque no quería obedecer ni a Adán ni a Dios. Dios la maldijo por su desobediencia: cualquier hijo que engendrara, moriría. Dice la leyenda que intentó una y otra vez tener un hijo, pero que los bebés siempre nacieron muertos. Al final juró que se vengaría de Dios debilitando y asesinando a recién nacidos humanos. Podría decirse que es la diosa demonio de los niños muertos.

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