Ciudad de los ángeles caídos (42 page)

Lilith levantó la vista al oír aquello y se echó a reír.

—Un intento valiente, vampiro diurno —dijo—. Pero sé lo que me digo. Vi a mi hijo crecer, ¿sabes? Lo visitaba con frecuencia adoptando la forma de una lechuza. Vi cómo lo odiaba la mujer que lo parió. No siente la pérdida de su amor, ni debería, y tampoco le importa su hermana. Se parece más a mí que a Jocelyn Morgenstern. —Sus oscuros ojos pasaron de Simon a Jace y a Clary. No se habían movido de donde estaban, en absoluto. Clary continuaba en el círculo formado por los brazos de Jace, con el cuchillo pegado a su garganta. Jace lo sujetaba sin problemas, despreocupadamente, como si apenas le prestara atención. Pero Simon sabía la facilidad con la que el aparente desinterés de Jace podía explotar para convertirse en una acción violenta.

—Jace —dijo Lilith—. Entra en el círculo. Trae contigo a la chica.

Obedientemente, Jace avanzó, empujando a Clary por delante de él. Cuando cruzaron la barrera de la línea pintada de negro, las runas del interior del círculo lanzaron de repente una luz brillante... y algo más también se iluminó. Una runa dibujada en el lado izquierdo del pecho de Jace, justo encima del corazón, brilló de pronto con tanta intensidad que Simon se vio obligado a cerrar los ojos. Y seguía viendo la runa incluso con los ojos cerrados, un torbellino virulento de líneas rabiosas impreso en el interior de sus párpados.

—Abre los ojos, vampiro diurno —espetó Lilith—. Ha llegado el momento. ¿Me donarás tu sangre o te negarás? Ya sabes cuál es el precio si te niegas.

Simon bajó la vista hacia el ataúd de Sebastian... y se dio cuenta de algo más. En su torso desnudo había una runa gemela a la que acababa de brillar en el pecho de Jace y que empezó a desvanecerse cuando Simon lo miró. Desapareció en cuestión de segundos, y Sebastian volvió a quedarse quieto y blanco. Inmóvil. Sin respirar.

Muerto.

—No puedo resucitarlo para ti —dijo Simon—. Está muerto. Te daría mi sangre, pero no puede engullirla.

Lilith silbó entre dientes, exasperada, y por un instante sus ojos brillaron con una dura luz agria.

—Primero debes morderlo —dijo—. Eres un vampiro diurno. Por tu cuerpo corre sangre de ángel, por tu sangre y tus lágrimas, por el líquido de tus colmillos. Tu sangre de vampiro diurno lo revivirá lo bastante como para que pueda tragar y beber. Muérdelo y dale tu sangre. Devuélvemelo.

Simon se quedó mirándola.

—Pero ¿qué dices? ¿Estás diciéndome que tengo el poder de resucitar a los muertos?

—Has tenido este poder desde que te convertiste en vampiro diurno —dijo ella—. Pero no el derecho a utilizarlo.

—¿El derecho?

Ella sonrió, recorriendo la parte superior del ataúd de Sebastian con la punta de una de sus largas uñas pintadas de rojo.

—Dicen que la historia está escrita por los ganadores —dijo—. Tal vez no exista tanta diferencia como supones entre el lado de la Luz y el lado de la Oscuridad. Al fin y al cabo, sin la Oscuridad, no hay nada que la Luz pueda iluminar.

Simon la miró sin entender nada.

—Equilibrio —dijo ella, aclarándole el tema—. Existen leyes más antiguas de lo que eres capaz de imaginarte. Y una de ellas es que no se puede resucitar lo muerto. Cuando el alma abandona el cuerpo, pertenece a la muerte. Y no puede recuperarse sin antes pagar un precio.

—¿Y estás dispuesta a pagar por ello? ¿Por él? —Simon hizo un gesto en dirección a Sebastian.

—Él es el precio. —Echó la cabeza hacia atrás y rió. Fue una carcajada casi humana—. Si la Luz devuelve una alma a la vida, la Oscuridad tiene también derecho a devolver otra alma a la vida. Y éste es mi derecho. O quizá deberías preguntarle a tu amiguita Clary de qué estoy hablando.

Simon miró a Clary. Daba la impresión de que iba a desmayarse.

—Raziel —dijo Clary débilmente—. Cuando Jace murió...

—¿Que Jace murió? —La voz de Simon ascendió una octava. Jace, a pesar de ser el protagonista de la discusión, seguía sereno e inexpresivo, la mano que sujetaba el cuchillo, firme.

—Valentine lo apuñaló —dijo Clary, casi con un susurro—. Y entonces el Ángel mató a Valentine, y dijo que yo podía tener lo que deseara. Y dije que quería que Jace recuperara la vida, que lo quería vivo de nuevo, y él lo devolvió a la vida... para mí. —Sus ojos parecían enormes en su carita—. Estuvo muerto sólo unos minutos... apenas un momento...

—Fue suficiente —suspiró Lilith—. Estuve cerca de mi hijo durante su batalla con Jace; le vi caer y morir. Seguí a Jace hasta el lago, vi a Valentine asesinarlo, y después cómo el Ángel lo devolvió a la vida. Supe entonces que era mi oportunidad. Volví corriendo al río y cogí el cuerpo de mi hijo... Lo he conservado para este momento. —Miró con orgullo el ataúd—. Todo está en equilibrio. Ojo por ojo. Diente por diente. Vida por vida. Jace es el contrapeso. Si Jace vive, también vivirá Jonathan.

Simon no podía despegar los ojos de Clary.

—Lo qué está diciendo... sobre el Ángel... ¿es cierto? —preguntó—. ¿Y nunca se lo contaste a nadie?

Para su sorpresa, fue Jace quien respondió. Con la mejilla pegada al pelo de Clary, dijo:

—Era nuestro secreto.

Los ojos verdes de Clary brillaban con intensidad, pero no se movió.

—Así que ya ves, vampiro diurno —dijo Lilith—. Sólo tomo lo que es mío por derecho. La Ley dice que aquel que fue resucitado en primer lugar tiene que estar en el interior del círculo cuando el segundo sea resucitado. —Señaló a Jace con un despectivo gesto con el dedo—. Él está aquí. Tú estás aquí. Todo está listo.

—Entonces no necesitas a Clary —dijo Simon—. Déjala fuera del círculo. Déjala marchar.

—Por supuesto que la necesito. La necesito para motivarte. No puedo hacerte daño, portador de la Marca, ni amenazarte, ni matarte. Pero puedo arrancarte el corazón cuando le arranque a ella la vida. Y lo haré.

Miró a Clary, y la mirada de Simon siguió sus ojos.

Clary. Estaba tan pálida que parecía casi azul, aunque a lo mejor era por el frío. Sus ojos verdes se veían inmensos en su carita. De la clavícula caía un hilillo de sangre que llegaba al escote del vestido, manchado ahora de rojo. Tenía los brazos caídos a ambos lados, sus manos temblaban.

Simon estaba viéndola tal y como era en aquel momento, pero también como la niña de siete años que conoció, brazos flacuchos y pecas, y aquellos pasadores azules que siempre llevaba en el pelo hasta que cumplió los once. Pensó en la primera vez en que se dio cuenta de que debajo de la camiseta holgada y los vaqueros que siempre llevaba había las formas de una chica de verdad, y en cómo no había sabido muy bien si seguir mirándola o apartar la vista. Pensó en su risa y en su veloz lápiz deslizándose por cualquier papel, dejando a su paso el dibujo de intrincadas imágenes: castillos con torres de aguja, caballos al trote, personajes coloreados que solía inventarse. «Puedes ir sola al colegio —le había dicho la madre de Clary—, pero sólo si Simon va contigo.» Pensó en sus manos unidas para cruzar las calles y en la sensación que le había causado la imponente tarea que había asumido: ser responsable de su seguridad.

Se había enamorado de ella en seguida, y tal vez una parte de él siempre seguiría estando enamorado, porque había sido su primer amor. Pero eso carecía ahora de importancia. Se trataba de Clary; formaba parte de él; siempre había formado parte de él y siempre seguiría siendo así. Mientras la miraba, ella movió negativamente la cabeza, de un modo casi inapreciable. Sabía que estaba diciéndole: «No lo hagas. No le concedas lo que quiere. Deja que me pase lo que tenga que pasarme».

Se introdujo en el círculo; cuando sus pies cruzaron la línea pintada, se estremeció, sintió como una descarga eléctrica atravesándole el cuerpo.

—De acuerdo —dijo—. Lo haré.

—¡No! —gritó Clary, pero Simon no la miró. Estaba mirando a Lilith, que le dirigía una fría sonrisa de regodeo mientras levantaba la mano izquierda y la pasaba a continuación por la superficie del ataúd.

La tapa se esfumó, retractándose de un modo que le recordó curiosamente a Simon la forma en que se retira la tapa de una lata de sardinas. En cuanto la capa superior de cristal se retiró, se fundió hasta desaparecer, derramándose por los laterales del pedestal de granito y cristalizando en diminutos fragmentos de vidrio a medida que las gotas tocaban el suelo.

El ataúd había quedado abierto, como una pecera; el cuerpo de Sebastian flotaba en su interior y Simon creyó ver una vez más el destello de la runa de su pecho cuando Lilith sumergió la mano en el depósito. En un curioso gesto de ternura, cogió las manos de Sebastian y se las cruzó por encima del pecho, colocando la mano vendada por debajo de la que estaba bien. Le retiró de la blanca frente un mechón de pelo mojado y dio unos pasos hacia atrás, sacudiéndose aquella agua lechosa de las manos.

—Haz tu trabajo, vampiro diurno —dijo.

Simon se acercó al ataúd. El rostro de Sebastian estaba relajado, y sus párpados inmóviles. No había indicio de pulso en su garganta. Simon recordó hasta qué punto había deseado beber la sangre de Maureen. Cómo había ansiado la sensación de hundir los dientes en su piel y liberar con ello la sangre salada que circulaba por debajo. Pero aquello... aquello era alimentarse de un cadáver. Sólo de pensarlo el estómago le dio un vuelco.

Aun sin mirarla, sabía que Clary estaba observándolo. Sentía su respiración cuando se inclinó sobre Sebastian. Sentía también a Jace, mirándolo con ojos inexpresivos. Introdujo las manos en el ataúd y cogió a Sebastian por sus resbaladizos y fríos hombros. Reprimiendo las ganas de vomitar, se inclinó y hundió los dientes en el cuello de Sebastian. Su boca se llenó de sangre negra de demonio, amarga como el veneno.

Isabelle avanzó en silencio entre los pedestales de piedra. Alec iba a su lado, con
Saldalphon
en la mano, proyectando luz en la estancia. Maia estaba en un rincón, agachada y vomitando, apoyándose con una mano en la pared; Jordan estaba junto a ella, con aspecto de desear acariciarle la espalda, pero temeroso de verse rechazado.

Isabelle no culpaba a Maia por vomitar. También ella lo habría hecho de no tener tantos años de formación a sus espaldas. Jamás había visto nada parecido. En la sala había docenas de pedestales de piedra, quizá cincuenta. Y encima de cada uno de ellos había una especie de capazo. Dentro de cada capazo había un bebé. Y todos los bebés estaban muertos.

Al principio, cuando había empezado a caminar entre aquellas filas, había albergado la esperanza de encontrar alguno con vida. Pero aquellos niños llevaban ya tiempo muertos. Tenían la piel grisácea, sus caritas contusionadas y descoloridas. Estaban envueltos en finas mantas, y aunque en la sala hacía frío, Isabelle no creía que fuera suficiente como para que hubiesen muerto congelados. No estaba segura de cómo podían haber muerto; no soportaba la idea de acercarse y mirar con más detalle. Aquello era, evidentemente, una responsabilidad que correspondía a la Clave.

Alec, detrás de ella, tenía lágrimas resbalándole por las mejillas; cuando llegaron al último pedestal, maldecía en voz baja. Maia se había incorporado y estaba apoyada en la ventana; Jordan le había dado un trapo, quizá un pañuelo, para limpiarse la cara. Las frías luces blancas de la ciudad ardían detrás de ella, atravesando el cristal oscuro como brocas de diamante.

—Iz —dijo Alec—. ¿Quién podría haber hecho algo así? ¿Por qué tendría que hacerlo... incluso siendo un demonio...?

Se interrumpió. Isabelle sabía en qué estaba pensando. En Max, cuando nació. Ella tenía siete años, Alec nueve. Estaban inclinados mirando a su hermanito en la cuna, divertidos y encantados con aquella nueva y fascinante criatura. Habían jugado con sus deditos, reído con las caras que ponía cuando le hacían cosquillas.

Se le encogió el corazón. Max. Mientras avanzaba entre las cunas, convertidas ahora en ataúdes en miniatura, una sensación de terror abrumador había empezado a apoderarse de ella. No podía ignorar el hecho de que el colgante que llevaba al cuello resplandecía con un brillo imponente y constante. El tipo de brillo que cabría esperar como resultado de la presencia de un demonio mayor.

Pensó en lo que Clary había visto en el depósito de cadáveres del Beth Israel. «Parecía un bebé normal. Excepto por las manos. Estaban retorcidas en forma de garra...»

Con mucho cuidado, introdujo la mano en una de las cunas. Y procurando no tocar al bebé, deslizó hacia abajo la fina manta que envolvía el cuerpo.

Notó cómo un grito se ahogaba en su garganta. Bracitos regordetes de bebé, muñecas redondeadas de bebé. Las manos tenían un aspecto suave. Pero los dedos... los dedos estaban retorcidos en forma de garra, negros como hueso quemado, rematados con pequeñas zarpas afiladas. Sin quererlo, dio un salto hacia atrás.

—¿Qué? —Maia se acercó a ellos. Seguía mareada, pero su tono de voz era firme. Jordan iba tras ella, con las manos en los bolsillos—. ¿Qué has descubierto? —preguntó.

—Por el Ángel. —Alec, que estaba junto a Isabelle, miraba también la cuna—. Izzy, ¿tienes idea de qué pasa aquí?

Poco a poco, Isabelle repitió lo que Clary le había contado sobre el bebé de la morgue, sobre el libro que había encontrado en la iglesia de Talto.

—Alguien está experimentando con bebés —dijo—. Intentando crear más Sebastians.

—¿Y por qué querría a otros como él? —La voz de Alec rebosaba odio.

—Era rápido y fuerte —dijo Isabelle. Resultaba casi doloroso físicamente decir algo elogioso sobre el chico que había matado a su hermano y que había intentado matarla—. Tal vez están tratando de crear una raza de superguerreros o algo por el estilo.

—No funcionaría. —La mirada de Maia era oscura y triste.

Un sonido casi inaudible provocó el oído de Isabelle. Levantó la cabeza de repente, la mano corrió a su cinturón, donde llevaba enrollado su látigo. Se había movido alguna cosa entre las densas sombras de la estancia, cerca de la puerta, un destello muy débil, pero Isabelle ya se había separado de los demás y corría hacia la puerta. Irrumpió en el vestíbulo de los ascensores. Allí había algo... una sombra que se había liberado de la oscuridad y que se movía, recorriendo la pared. Isabelle cogió velocidad y se abalanzó hacia adelante, derribando la sombra.

No era un fantasma. Rodando por el suelo, Isabelle oyó un gruñido de sorpresa muy humano. La figura era definitivamente humana, más ligera y más baja que Isabelle, vestida con una sudadera y un pantalón de chándal de color gris. Isabelle recibió de repente varios codazos en la clavícula. Y un rodillazo en el plexo solar. Jadeó y rodó hacia un lado, buscando el látigo. Cuando consiguió liberarlo, la figura se había puesto ya en pie. Isabelle se puso bocabajo y chasqueó el látigo hacia adelante; consiguió enrollar su extremo en el tobillo del desconocido y tiró con fuerza, derribando la figura.

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