Ciudad de los ángeles caídos (38 page)

—¿Simon?

Se quedó helado. Aquella voz, débil y familiar, dejándose llevar por la corriente del aire frío. «Sonríe.» Era lo último que le había dicho.

Pero no podía ser. Estaba muerta.

—¿No piensas mirarme, Simon? —Su voz era débil como siempre, apenas un susurro—. Estoy aquí.

El terror ascendió por su espalda. Abrió los ojos y giró poco a poco la cabeza.

Maureen ocupaba el centro del círculo de luz proyectado por una farola de la esquina de Vernon Boulevard. Iba vestida con la ropa con la que debieron de enterrarla. Un vestido blanco largo y virginal. Su melena, peinada lisa y de un resplandeciente tono amarillo bajo la luz, le llegaba a la altura de los hombros. Estaba algo sucia aún, con restos de tierra de la tumba. Calzaba zapatillas blancas. Su cara estaba blanca como la de un muerto, círculos rojos pintados en sus mejillas, y la boca de un rosa intenso, como si se la hubieran dibujado con un rotulador.

A Simon le flaquearon las piernas. Se deslizó por la pared en la que estaba apoyado hasta quedarse sentado en el suelo, con las rodillas dobladas. Era como si la cabeza fuera a explotarle.

Maureen rió como una chiquilla y luego se alejó de la luz de la farola. Avanzó hacia él y bajó la vista con una expresión de satisfacción y alegría.

—Sabía que te sorprendería —dijo.

—Eres una vampira —dijo Simon—. Pero... ¿cómo? No fui yo quien te hizo esto. Sé que no fui yo.

Maureen negó con la cabeza.

—No lo sabía. —A Simon se le quebró la voz—. Habría venido de haberlo sabido.

Maureen se echó el cabello hacia atrás por encima del hombro en un gesto que, de repente y de forma muy dolorosa, le hizo pensar a Simon en Camille.

—No tiene importancia —dijo Maureen con su vocecita infantil—. Cuando se puso el sol, me dijeron que podía elegir entre morir o vivir como esto. Como una vampira.

—¿Y elegiste esto?

—No quería morir —dijo con un suspiro—. Y ahora seré eternamente joven y bonita. Puedo andar por ahí toda la noche, sin necesidad de volver a casa. Y ella cuida de mí.

—¿De quién hablas? ¿Quién es ella? ¿Te refieres a Camille? Mira, Maureen, Camille está loca. No deberías hacerle caso. —Simon se incorporó a duras penas—. Puedo conseguirte ayuda. Encontrarte un lugar donde vivir. Enseñarte a ser una vampira...

—Oh, Simon —dijo sonriendo, y sus dientecillos blancos asomaron en una perfecta hilera—. Me parece que tú tampoco sabes ser vampiro. No querías morderme, pero lo hiciste. Lo recuerdo. Tus ojos se pusieron negros como los de un tiburón y me mordiste.

—Lo siento mucho. Si me dejaras ayudarte...

—Podrías venir conmigo —dijo ella—. Eso me ayudaría.

—¿Ir contigo adónde?

Maureen levantó la vista y se quedó mirando la calle vacía. Parecía un fantasma con aquel vestidito tan fino. El viento lo levantaba alrededor de su cuerpo, pero era evidente que no sentía frío.

—Has sido elegido —dijo—, porque eres un vampiro diurno. Los que me hicieron esto te quieren. Pero ahora saben que llevas la Marca. No pueden hacerse contigo a menos que tú decidas acudir a ellos. Por eso me han enviado a modo de mensajera. —Ladeó la cabeza, como un pajarito—. Tal vez yo no sea alguien importante para ti —dijo—, pero si te niegas a venir la próxima vez capturarán a tus seres queridos hasta que no quede ninguno, de modo que será mejor que vengas conmigo y averigües qué quieren.

—¿Lo sabes tú? —preguntó Simon—. ¿Sabes qué quieren?

Maureen hizo un gesto negativo con la cabeza. Estaba tan pálida bajo aquella luz difusa que parecía casi transparente; era como si Simon pudiese ver a través de ella. Tal y como, se imaginaba, había hecho siempre.

—¿Te importa? —dijo ella, y le tendió una mano.

—No —dijo él—. No, me imagino que no. —Y le dio la mano.

16

ÁNGELES DE NUEVA YORK

—Ya hemos llegado —le dijo Maureen a Simon.

Se había detenido en la acera y observaba un enorme edificio de piedra y cristal que se alzaba por encima de ellos. Estaba claramente diseñado para tener el aspecto de uno de aquellos lujosos complejos de apartamentos que se construyeron en el Upper East Side de Manhattan antes de la segunda guerra mundial, pero los toques modernos lo traicionaban: los altos ventanales, el tejado de cobre respetado por el verdín, los carteles desplegados delante del edificio que prometían «PISOS DE LUJO A PARTIR DE 750.000 $». Por lo que allí decía, ser propietario de uno de ellos te daba derecho, a partir de diciembre, a disfrutar de jardín en la azotea, gimnasio privado, piscina climatizada y servicio de portero las veinticuatro horas del día. Por el momento, el edificio estaba aún en obras y los carteles que anunciaban «PROHIBIDO ENTRAR: PROPIEDAD PRIVADA» atestaban los andamios que lo rodeaban.

Simon miró a Maureen. Daba la impresión de que estaba acostumbrándose rápidamente a ser una vampira. Habían cruzado el puente de Queensboro y subido la Segunda Avenida para llegar hasta allí, y las zapatillas blancas de Maureen estaban destrozadas. Pero en ningún momento había bajado el ritmo, ni se había mostrado sorprendida por no sentirse cansada. En aquellos momentos, contemplaba el edificio con una expresión beatífica, su carita radiante anticipando lo que estaba por llegar.

—Esto está cerrado —dijo Simon, consciente de que sólo estaba dando voz a lo evidente—. Maureen...

—Calla. —Levantó el brazo para tirar de un cartel adherido a una esquina del andamio. Se despegó con un sonido de cartón yeso descascarillado y clavos arrancados. Algunos cayeron al suelo a los pies de Simon. Maureen retiró el yeso y sonrió al ver el boquete que acababa de abrir.

Un anciano que pasaba por la calle, paseando a un pequeño caniche abrigado con una chaquetita de cuadros, se detuvo a mirarlos.

—Tendrías que ponerle un abrigo a tu hermana pequeña —le dijo a Simon—. Con lo flaca que está, aún se te quedará congelada con este tiempo.

Pero antes de que Simon pudiera responder, Maureen se volvió hacia el hombre con una sonrisa feroz y le enseñó todos los dientes, incluyendo sus afilados colmillos.

—No soy su hermana —siseó.

El hombre se quedó blanco, cogió al perro en brazos y se largó corriendo.

Simon miró a Maureen.

—No era necesario hacer eso.

Los colmillos le habían pinchado el labio inferior, algo que a Simon solía sucederle con frecuencia hasta que se acostumbró a ellos. Finos hilillos de sangre resbalaban por su barbilla.

—No me digas lo que tengo que hacer —dijo de mala manera, pero replegó los colmillos. Se pasó la mano por la barbilla, en un gesto infantil, embadurnándose de sangre. Y a continuación se volvió hacia el boquete que había hecho—. Vamos.

Pasó por el agujero y Simon la siguió. Recorrieron una zona donde los albañiles debían de tirar los desperdicios: el suelo estaba plagado de herramientas rotas, ladrillos partidos, viejas bolsas de plástico y latas de refresco. Maureen se levantó la falda y avanzó primorosamente y con cara de asco entre la basura. Cruzó de un salto una estrecha zanja y subió un tramo de peldaños desmoronados. Simon la siguió.

La escalera desembocaba en unas puertas de cristal y Maureen las empujó para abrirlas. Al otro lado de las puertas había un ampuloso vestíbulo de mármol. Del techo colgaba una impresionante lámpara de araña, aunque no había luz para iluminar sus colgantes de cristal. Estaba tan oscuro, que un humano no habría visto nada de todo aquello. Había una mesa de mármol destinada al portero, un diván tapizado en verde debajo de un espejo con marco dorado y ascensores a ambos lados de la estancia. Maureen pulsó el botón del ascensor y, para sorpresa de Simon, se iluminó.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

El ascensor emitió un sonido metálico y Maureen entró; Simon la siguió. El ascensor estaba forrado en dorado y rojo, con espejos de cristal esmerilado por todos lados.

—Arriba. —Pulsó el botón de la azotea y rió—. Al cielo —dijo, y se cerraron las puertas.

—No encuentro a Simon.

Isabelle, que estaba apoyada en una de las columnas de la Fundición intentando no cavilar mucho, levantó la vista y vio a Jordan por encima de ella. Era increíblemente alto, pensó. Como mínimo mediría cerca de un metro noventa. Lo había encontrado muy atractivo cuando lo vio por primera vez, con su pelo oscuro alborotado y sus ojos verdes, pero ahora que sabía que era el ex de Maia, lo había trasladado sin dudarlo ni un momento al espacio mental que reservaba a los chicos fuera de su alcance.

—Pues yo tampoco lo he visto —dijo—. Se suponía que tú eras su guardaespaldas.

—Me dijo que volvía en seguida. Pero de eso hace ya casi tres cuartos de hora. Pensé que iba al baño.

—¿Qué tipo de vigilante eres tú? ¿No tendrías que haberlo acompañado al baño? —le preguntó Isabelle.

Jordan estaba horrorizado.

—Los tíos —dijo— nunca acompañan a otros tíos al baño.

Isabelle suspiró.

—El pánico homosexual latente acaba apareciendo siempre —dijo—. Anda, vamos a buscarlo.

Dieron vueltas por el local, mezclándose con los invitados. Alec estaba sentado a una mesa, enfurruñado y jugando con una copa de champán vacía.

—No, no lo he visto —dijo en respuesta a su pregunta—. Aunque debo reconocer que tampoco he estado mirando.

—Podrías ayudarnos a buscarlo —dijo Isabelle—. Así tendrás algo que hacer además de dar pena.

Alec hizo un gesto de indiferencia y se sumó a ellos. Decidieron dividirse y desplegarse entre los invitados. Alec se encaminó al piso de arriba para mirar en las pasarelas y el segundo nivel. Jordan salió a mirar en las terrazas y la entrada. Isabelle se quedó en la sala principal. Y estaba preguntándose si mirar debajo de las mesas sería ridículo, cuando apareció Maia detrás de ella.

—¿Va todo bien? —preguntó. Miró hacia arriba, donde estaba Alec, y luego en la dirección en la que se había marchado Jordan—. Reconozco una brigada de búsqueda en cuanto la veo. ¿Qué andáis buscando? ¿Hay algún problema?

Isabelle le explicó la situación de Simon.

—He hablado con él hace media hora.

—Y Jordan también, pero ha desaparecido. Y como últimamente hay gente que ha estado intentando matarlo...

Maia dejó su copa en una mesa.

—Te ayudaré a buscar.

—No es necesario. Sé que en estos momentos no sientes mucho cariño por Simon...

—Eso no significa que no quiera ayudar si anda metido en problemas —dijo Maia, como si Isabelle hubiera dicho una ridiculez—. Pero ¿no tenía que estar vigilándolo Jordan?

Isabelle levantó las manos.

—Sí, pero por lo que parece, los tíos no siguen a los demás tíos cuando van al baño, o algo así me ha dicho. La verdad es que me parece ilógico.

—Los tíos son ilógicos —dijo Maia, y la siguió. Buscaron entre los invitados, aunque Isabelle estaba ya prácticamente segura de que no iban a encontrar a Simon por allí. Tenía un pequeño punto frío en el estómago que a medida que pasaba el tiempo iba haciéndose más grande y más frío. Cuando se reunieron todos de nuevo en la mesa, ya tenía la sensación de haber engullido un vaso entero de agua helada.

—No está aquí —dijo.

Jordan maldijo y miró a Maia con expresión de culpabilidad.

—Perdón.

—He oído cosas peores —dijo—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Alguien ha intentado llamarlo?

—Salta directamente el contestador —dijo Jordan.

—¿Alguna idea sobre adónde podría haber ido? —preguntó Alec.

—El mejor escenario sería que hubiese vuelto ya al apartamento —dijo Jordan—. Y el peor, que esa gente que andaba tras él haya conseguido atraparlo.

—¿Gente que qué? —Alec estaba desconcertado, pues aunque Isabelle le había explicado a Maia la historia de Simon, no había tenido aún oportunidad de informar al respecto a su hermano.

—Me voy al apartamento a echar un vistazo —dijo Jordan—. Si está, estupendo. Si no, creo que igualmente deberíamos empezar por allí. Saben dónde vive; han estado enviándole mensajes a casa. A lo mejor hay algún mensaje nuevo. —No lo dijo muy esperanzado.

Isabelle tomó su decisión en una décima de segundo:

—Iré contigo.

—No es necesario...

—Sí. Le dije a Simon que tenía que venir a la fiesta; me siento responsable. Además, estoy aburriéndome como una ostra.

—Sí —dijo Alec, aliviado ante la perspectiva de salir de allí—. Voy con vosotros. Tal vez deberíamos ir todos. ¿Se lo decimos a Clary?

Isabelle negó con la cabeza.

—Es la fiesta de su madre. No estaría bien. Veamos qué podemos hacer entre los tres.

—¿Los tres? —preguntó Maia, con un matiz de delicada molestia en su voz.

—¿Quieres venir con nosotros, Maia? —Era Jordan. Isabelle se quedó helada; no estaba segura de cómo respondería Maia si su ex novio se dirigía directamente a ella. Maia se tensó un poco y por un instante miró a Jordan... no como si lo odiara, sino pensativa.

—Se trata de Simon —dijo por fin, como si aquello lo decidiera todo—. Voy a buscar el abrigo.

Las puertas del ascensor se abrieron para dar paso a un remolino de aire oscuro y sombras. Maureen siguió con su risita y salió a la negrura; Simon la siguió con un suspiro.

Estaban en una sala muy grande, revestida de mármol y sin ventanas. No había luces, pero en la pared que quedaba a la izquierda del ascensor se abría una gigantesca puerta doble acristalada. Simon vio a través de ella la superficie plana de la terraza y, por encima, el cielo negro salpicado por estrellas que apenas relucían.

El viento volvía a soplar con fuerza. Siguió a Maureen hacia el exterior; las gélidas ráfagas de aire levantaban el vestido de la chica como una mariposa nocturna que agita sus alas para superar un vendaval. La terraza del tejado era tan elegante como prometían los carteles. El suelo estaba cubierto con grandes baldosas hexagonales de piedra; había parterres de flores protegidos con cristal y setos cuidadosamente recortados en forma de monstruos y animales. El sendero por el que caminaban estaba flanqueado por diminutas lucecitas. A su alrededor había altos edificios de apartamentos construidos con cristal y acero, sus ventanas iluminadas con luz eléctrica.

El caminito terminaba en unos peldaños enlosados, al final de los cuales había una amplia plazoleta rematada por el elevado muro que rodeaba el jardín. El objetivo del espacio era claramente convertirse en un lugar donde los futuros residentes del edificio pudieran socializar. En medio de la plazoleta había un gran bloque cuadrado de hormigón, donde seguramente se instalaría una barbacoa, pensó Simon, y la zona estaba cercada por rosales perfectamente recortados que en junio florecerían, igual que las celosías ahora desnudas que adornaban los muros desaparecerían algún día bajo un manto de hojas. Acabaría siendo un espacio atractivo, un jardín de lujo en el último piso de un edificio del Upper East Side donde poder relajarse en una tumbona, con el East River brillando a la puesta de sol y la ciudad desplegándose delante, un mosaico de trémula luz.

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