Read Ciudad de los ángeles caídos Online
Authors: Cassandra Clare
—Yo ya me iba —dijo Clary.
—Te acompañaré a casa en coche cuando haya acabado aquí —dijo Luke, posando la mano en su hombro—. Maryse, ¿algún problema si Clary se queda con nosotros mientras hablamos? Porque preferiría que se esperase.
Maryse negó con la cabeza.
—Ningún problema, supongo. —Suspiró, pasándose las manos por el cabello—. Créeme, no me apetecía en absoluto molestarte. Sé que en una semana te casas... Felicidades, por cierto. No sé si te había felicitado ya.
—No lo habías hecho —dijo Luke—, y te lo agradezco. Muchas gracias.
—Sólo seis semanas. —Maryse esbozó una débil sonrisa—. Un noviazgo fugaz.
La mano de Luke se tensó sobre el hombro de Clary, la única muestra de su desazón.
—Me imagino que no me has hecho venir hasta aquí para felicitarme por mi compromiso, ¿verdad?
Maryse negó con la cabeza. Parecía muy cansada, pensó Clary, y su pelo negro, recogido en un moño alto, mostraba matices grises que nunca antes le había visto.
—No. Supongo que te has enterado de lo de los cuerpos que han encontrado a lo largo de la última semana, ¿verdad?
—Los de los cazadores de sombras muertos, sí.
—Esta noche hemos encontrado otro. En el interior de un contenedor de basura cerca de Columbus Park. El territorio de tu manada.
Luke enarcó las cejas.
—Sí, pero los demás...
—El primer cuerpo fue encontrado en Greenpoint. Territorio de los brujos. El segundo flotando en un estanque de Central Park. Dominio de los brujos clarividentes. Ahora en el territorio de los lobos. —Miró fijamente a Luke—. ¿Qué te hace pensar todo esto?
—Que alguien que no está muy satisfecho con los nuevos Acuerdos intenta fomentar la discordia entre los subterráneos —respondió Luke—. Te aseguro que mi manada no ha tenido nada que ver con esto. No sé quién anda detrás del tema, pero es una burda patraña, si quieres conocer mi opinión. Confío en que la Clave lo solucione y termine con ello.
—Y hay más —dijo Maryse—. Ya hemos identificado los dos primeros cadáveres. Ha llevado su tiempo, pues el primero estaba tan quemado que resultaba casi imposible reconocerlo y el segundo estaba en avanzado estado de descomposición. ¿Adivinas quiénes eran?
—Maryse...
—Anson Pangborn —dijo ella— y Charles Freeman. De los cuales, debería destacar, no habíamos oído hablar desde la muerte de Valentine...
—Pero es imposible —la interrumpió Clary—. Luke mató a Pangborn en agosto... en casa de Renwick.
—Mató a Emil Pangborn —dijo Maryse—. Anson era el hermano menor de Emil. Ambos estaban juntos en el Círculo.
—Igual que Freeman —dijo Luke—. ¿Así que alguien anda matando no sólo a cazadores de sombras, sino además a antiguos miembros del Círculo? ¿Y abandona sus cuerpos en territorio de los subterráneos? —Movió la cabeza de un lado a otro—. Es como si alguien estuviera tratando de reorganizar a algunos de los... miembros más recalcitrantes de la Clave. Para que se replanteen los nuevos Acuerdos, quizá. Deberíamos haberlo previsto.
—Me imagino —dijo Maryse—. Ya me he reunido con la reina seelie y le he enviado un mensaje a Magnus. Dondequiera que esté. —Puso los ojos en blanco; de un modo sorprendente, Maryse y Robert habían aceptado con mucha elegancia la relación de Alec con Magnus, pero Clary sabía que Maryse, al menos, no se la tomaba muy en serio—. Sólo pensaba que tal vez... —Suspiró—. Estoy agotada últimamente. Tengo la sensación de que ni siquiera soy capaz de pensar. Confiaba en que tuvieras alguna idea acerca de quién podría ser el autor de todo esto, alguna idea que no se me haya ocurrido aún a mí.
Luke negó con la cabeza.
—Alguien que le guarde rencor al nuevo sistema. Pero podría tratarse de cualquiera. Me imagino que en los cuerpos no se ha encontrado ningún tipo de pista...
Maryse suspiró.
—Nada concluyente. Ojalá los muertos pudieran hablar, ¿verdad, Lucian?
Fue como si Maryse hubiera levantado una mano y corrido una cortina delante de la visión de Clary; todo se volvió oscuro, excepto un único símbolo, que destacó como un cartel luminoso en un negro cielo nocturno.
Por lo que parecía, su poder no había desaparecido.
—Y si... —dijo lentamente, levantando la vista para mirar a Maryse—. ¿Y si pudieran hacerlo?
Mientras se miraba en el espejo del baño del pequeño apartamento de Kyle, Simon no pudo evitar preguntarse de dónde había salido aquel rollo de que los vampiros no podían verse reflejados en los espejos. Él se veía a la perfección en la superficie abombada: pelo castaño alborotado, grandes ojos marrones, piel blanca y sin cicatrices. Se había limpiado la sangre del corte en el labio, aunque la herida había cicatrizado ya por completo.
Sabía, objetivamente, que convertirse en vampiro lo había hecho más atractivo. Isabelle le había explicado que sus movimientos se habían vuelto elegantes y que eso hacía que lo que antes parecía despeinado, resultara ahora atractivamente desgreñado, como si acabara de salir de la cama. «De la cama de otra», había destacado ella, un detalle que, Simon le dijo, ya había entendido, gracias.
Pero cuando él se miraba no veía nada en absoluto de todo aquello. La transparente blancura de su piel le disgustaba, como había sucedido siempre, igual que las venitas oscuras que se formaban como arañas en sus sienes, una consecuencia más de no haber comido. Se veía extraño y distinto a sí mismo. Tal vez el rollo ese de que cuando te convertías en vampiro no podías verte en el espejo no fuera más que una vana ilusión. Tal vez fuera simplemente que dejabas de reconocer el reflejo que tenías enfrente.
Una vez aseado, volvió a la sala de estar, donde Jace estaba acostado en el sofá leyendo un maltrecho ejemplar de
El señor de los anillos
que pertenecía a Kyle. Lo dejó en la mesita en cuanto entró Simon. Volvía a tener el pelo mojado, como si se hubiera acercado al fregadero de la cocina para lavarse la cara.
—Entiendo que te guste estar aquí —dijo, moviendo el brazo para hacer un gesto con el que abarcar la colección de pósters de películas y libros de ciencia ficción de Kyle—. Se ve una fina capa de gilipollez cubriéndolo todo.
—Gracias, te lo agradezco. —Simon le lanzó una mirada a Jace. De cerca, bajo la luz intensa de la bombilla pelada del techo, Jace parecía... enfermo. Las ojeras que Simon había visto bajo sus ojos eran mucho más pronunciadas y tenía la piel tirante sobre los huesos. Observó además que le temblaba un poco la mano cuando se apartó el pelo de la frente, en un gesto típico de él.
Simon sacudió la cabeza como si con ello pretendiera despejar sus ideas. ¿Desde cuándo conocía tan bien a Jace como para identificar qué gestos eran típicos de él? No eran precisamente amigos.
—Tienes una pinta horrible —dijo.
Jace pestañeó.
—Me parece un momento curioso para iniciar un concurso de insultos, pero si insistes, seguramente se me ocurrirá algo mejor.
—No, lo digo en serio. No tienes buen aspecto.
—Y esto me lo dice un tipo que tiene el sex-appeal de un pingüino. Mira, soy consciente de que tal vez sientes celos porque el Señor no te trató con la mano de escultor con la que me trató a mí, pero eso no es motivo para que...
—No pretendo insultarte —le espetó Simon—. Te lo digo en serio: pareces enfermo. ¿Cuánto hace que no comes nada?
Jace se quedó pensativo.
—¿Desde ayer?
—¿Estás seguro?
Jace se encogió de hombros.
—Bueno, no lo juraría sobre un montón de Biblias, pero creo que fue ayer.
Simon había inspeccionado el contenido de la nevera de Kyle cuando examinó el apartamento y había poca cosa que ver. En la nevera sólo había una lima seca, algunas latas de refresco, carne de ternera picada e, inexplicablemente, un único Pop Tart. Cogió las llaves que había dejado encima del mostrador de la cocina.
—Vamos —dijo—. En la esquina hay un supermercado. Iremos a comprar comida.
Jace puso cara de ir a llevarle la contraria, pero se encogió de hombros.
—De acuerdo —dijo, con ese tono que emplea aquel a quien no le importa adónde ir o adónde lo lleven—. Vámonos.
Ya en la escalera exterior, Simon cerró la puerta con las llaves a las que aún estaba acostumbrándose, mientras Jace examinaba la lista de nombres correspondientes en los timbres de los distintos pisos.
—Ése es el tuyo, ¿no? —preguntó, señalando el 3A—. ¿Cómo es que sólo pone «Kyle»? ¿Acaso no tiene apellido?
—Kyle quiere ser una estrella de rock —dijo Simon, bajando ya la escalera—. Creo que le gusta eso de darse a conocer sólo con el nombre. Como Rihanna.
Jace lo siguió, encorvando un poco la espalda para protegerse del viento, aunque no hizo el menor movimiento para subirse la cremallera de la chaqueta de ante que le había cogido a Clary.
—No sé de qué me hablas.
—Seguro que no.
Cuando doblaron la esquina de la Avenida B, Simon miró a Jace de reojo.
—Cuéntame —dijo—. ¿Estabas siguiéndome? ¿O ha sido sólo una coincidencia asombrosa que estuvieras por casualidad en el tejado del edificio justo al lado de donde fui atacado?
Jace se detuvo en la esquina, a la espera de que cambiara el semáforo. Por lo que se veía, incluso los cazadores de sombras estaban obligados a obedecer las leyes de tráfico.
—Estaba siguiéndote.
—¿Y ahora viene cuando me cuentas que estás secretamente enamorado de mí? El encanto del vampiro ataca de nuevo.
—Eso del encanto del vampiro no existe —dijo Jace, repitiendo de forma turbadora el anterior comentario de Clary—. Y estaba siguiendo a Clary, pero se metió en un taxi y no puedo seguir los taxis. De modo que di media vuelta y te seguí a ti. Por hacer algo.
—¿Que estabas siguiendo a Clary? —repitió Simon—. Voy a darte un buen consejo: a las chicas no les gusta que las persigan.
—Se había dejado el teléfono en el bolsillo de mi chaqueta —replicó Jace, dando golpecitos al lado derecho de la prenda, donde, supuestamente, seguía el teléfono—. Pensé que si averiguaba adónde iba, podría dejárselo para que lo encontrara.
—O —dijo Simon— podías haberla llamado a casa y decirle que tenías su teléfono y ella habría venido a recogerlo.
Jace no dijo nada. El semáforo se puso verde y cruzaron la calle en dirección al supermercado. Aún estaba abierto. Los supermercados de Manhattan no cerraban nunca, pensó Simon, un buen cambio con respecto a Brooklyn. Manhattan era un buen lugar para un vampiro. Podía hacer las compras por la noche y nadie lo miraba mal.
—Estás evitando a Clary —comentó Simon—. Me imagino que no querrás explicarme por qué.
—No, no quiero —dijo Jace—. Considérate afortunado por haber estado siguiéndote, pues de lo contrario...
—¿De lo contrario, qué? ¿Otro atracador muerto? —Simon captó la amargura de su propia voz—. Ya viste lo que pasó.
—Sí. Y vi tu mirada en ese momento. —El tono de voz de Jace se mantenía neutral—. No era la primera vez que te pasaba, ¿verdad?
Simon se encontró explicándole a Jace lo de la figura en chándal que lo había atacado en Williamsburg y cómo había dado por sentado que se trataba de un simple atracador.
—Una vez muerto, se convirtió en sal —dijo para finalizar—. Igual que el segundo tipo. Supongo que será algo bíblico. Columnas de sal. Como la esposa de Lot.
Habían llegado al supermercado; Jace empujó la puerta para abrirla y Simon lo siguió, después de coger un carrito plateado de la hilera que había junto a la puerta. Lo empujó por uno de los pasillos y Jace siguió sus pasos, perdido en sus pensamientos.
—Me imagino que la pregunta a formular es la siguiente —dijo Jace—: ¿Tienes idea de quién podría querer matarte?
Simon se encogió de hombros. Ver tanta comida le provocaba náuseas y recordaba lo hambriento que estaba, aunque nada de lo que vendían allí saciaría su hambre.
—Quizá Raphael. Parece que me odia. Y ya me quería muerto antes de...
—No es Raphael —dijo Jace.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque Raphael sabe lo de tu Marca y no sería tan estúpido como para atacarte directamente de esa manera. Sabe muy bien lo que sucedería. Quienquiera que te vaya detrás, es alguien que te conoce lo bastante como para saber dónde puedes estar, pero que desconoce la existencia de la Marca.
—De ser así, podría ser cualquiera.
—Exactamente —dijo Jace, y sonrió. Por un momento, casi volvió a ser él.
Simon movió la cabeza de lado a lado.
—Oye, tú, ¿sabes qué quieres comer o simplemente esperas que siga empujando el carrito por los pasillos porque te divierte?
—Eso por un lado —dijo Jace—, y por el otro, es que no conozco muy bien lo que venden en las tiendas de alimentación de los mundanos. Normalmente cocina Maryse o pedimos comida hecha. —Se encogió de hombros y cogió al azar una pieza de fruta—. ¿Esto qué es?
—Un mango. —Simon se quedó mirando a Jace. A veces era como si los cazadores de sombras fueran de otro planeta.
—Me parece que nunca había visto una cosa de éstas sin cortar —reflexionó Jace—. Me gustan los mangos.
Simon cogió el mango y lo puso en el carrito.
—Estupendo. ¿Qué más quieres?
Jace se lo pensó un momento.
—Sopa de tomate —dijo por fin.
—¿Sopa de tomate? ¿Quieres sopa de tomate y un mango para cenar?
Jace hizo un gesto de indiferencia.
—La verdad es que la comida me trae sin cuidado.
—De acuerdo. Lo que tú quieras. Espérame aquí. Vuelvo en seguida.
«Cazadores de sombras», remugó Simon para sus adentros mientras daba la vuelta a la esquina del pasillo de las latas de sopa. Eran como una estrafalaria amalgama de millonarios, gente que nunca tenía que pensar en la parte material de la vida —como hacer la compra o utilizar las máquinas expendedoras de billetes de metro— y soldados además, con una autodisciplina rígida y un entrenamiento constante. Tal vez les resultara más fácil ir por la vida con orejeras, pensó mientras elegía una lata de sopa de la estantería. Tal vez les fuera más útil concentrarse única y exclusivamente en la imagen global, que, cuando su trabajo consistía en tratar de mantener al mundo libre del mal, era una imagen global de tamaño considerable.
De regreso al pasillo donde había dejado a Jace, empezando casi a sentirse comprensivo con su situación, se detuvo en seco. Jace estaba apoyado en el carrito, jugando con algo entre sus manos. De lejos, Simon no podía distinguir qué era, pero tampoco podía acercarse más porque dos adolescentes le bloqueaban el paso, paradas en medio del pasillo riendo y cuchicheando entre ellas como suelen hacer las chicas. Evidentemente, se habían vestido para parecer mayores de veintiún años, con tacones altos, minifalda, sujetadores con relleno y sin chaquetas que las protegieran del frío.