Read Ciudad de los ángeles caídos Online
Authors: Cassandra Clare
Los demás símbolos de la empuñadura empezaron a fundirse y a esfumarse en cuanto la runa del poder angelical se apoderó del arma. Clary levantó la vista; tenía el demonio prácticamente encima, sus tres cabezas cerniéndose sobre ella con las bocas abiertas. Levantándose de un salto, echó el brazo hacia atrás y clavó la daga con todas sus fuerzas. Para su sorpresa, fue a parar en el centro del cráneo de la cabeza intermedia, hundiéndose en ella hasta la empuñadura. La cabeza empezó a dar sacudidas y el demonio gritó —Clary se sintió animada— y, acto seguido, la cabeza cayó al suelo, golpeándolo con un repugnante ruido sordo. Pero el demonio seguía igualmente avanzando hacia Clary, arrastrando la cabeza muerta colgada del cuello.
Se oyeron pasos arriba. Clary levantó la cabeza. Las figuras en chándal habían desaparecido, la galería estaba vacía. Una imagen en absoluto tranquilizadora. Con el corazón bailando un salvaje tango en el interior de su pecho, Clary dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta, pero el demonio era más rápido que ella. Con un gruñido forzado, se lanzó por encima de ella y aterrizo justo delante de la puerta, bloqueándole el paso. Con un siseo, avanzó hacia Clary, con sus dos cabezas supervivientes balanceándose, elevándose después, alargándose al máximo para atacarla...
Hubo un destello, una llamarada de oro plateado. Las cabezas del demonio giraron bruscamente y el siseo se transformó en chillido, pero era demasiado tarde: la cosa plateada que las envolvía empezó a tensarse y, proyectando sangre negruzca, las dos cabezas restantes quedaron segadas. Clary intentó apartarse de la trayectoria de la sangre, que la salpicaba, chamuscándole la piel. Y tuvo que agachar la cabeza cuando el cuerpo decapitado empezó a tambalearse, cayendo sobre ella...
Y desapareció. Con su caída, el demonio se esfumó, engullido por su dimensión de origen. Clary levantó la cabeza con cautela. Las puertas de la iglesia estaban abiertas y en la entrada vio a Isabelle, con botas y un vestido negro, y su látigo de oro blanco en la mano. Estaba enrollándolo lentamente en su muñeca, estudiando entretanto la iglesia, con sus oscuras cejas unidas en una expresión de curiosidad. Y cuando su mirada fue a parar a Clary, sonrió.
—Maldita chica —dijo—. ¿En qué jaleo te has metido ahora?
El contacto de las manos de los sirvientes de la vampira sobre la piel de Simon era frío y ligero, como la caricia de unas alas de hielo. Se estremeció levemente cuando desenrollaron la venda que le envolvía la cabeza, su piel marchita era áspera al contacto. Dieron entonces un paso atrás y se retiraron con una reverencia.
Miró a su alrededor, pestañeando. Hacía tan sólo unos momentos se encontraba en la esquina de la calle Setenta y ocho con la Segunda Avenida, a una distancia del Instituto que había considerado suficiente para poder utilizar la tierra del cementerio para contactar con Camille sin levantar sospechas. Y ahora estaba en una estancia escasamente iluminada, bastante grande, con suelo de mármol y elegantes pilares sosteniendo un elevado techo. La pared que quedaba a su izquierda tenía una hilera de cubículos con frente de cristal, todos ellos con una placa de latón en la que se leía «CAJERO». Otra placa de latón en la pared declaraba que aquello era el «DOUGLAS NATIONAL BANK». Gruesas capas de polvo alfombraban tanto el suelo como los mostradores donde en su día la gente había preparado sus talones o sus impresos para retirar dinero, y las lámparas de latón que colgaban del techo estaban cubiertas de verdín.
En el centro de la sala había un sillón alto, y Camille estaba sentada en él. Llevaba suelta su melena rubia plateada, que le caía sobre los hombros como espumillón. Su bello rostro estaba libre de maquillaje, aunque los labios seguían siendo intensamente rojos. En la penumbra del banco eran, de hecho, el único color que Simon alcanzaba a ver.
—En circunstancias normales no accedería a una reunión a la luz del día, vampiro diurno —dijo—. Pero tratándose de ti, he hecho una excepción.
—Gracias. —Se dio cuenta de que no había silla para él, de modo que continuó de pie donde estaba, incómodo. De haber seguido latiendo su corazón, se imaginó que lo habría hecho con fuerza. Cuando había accedido a hacer aquello para el Cónclave, no recordaba el miedo que le inspiraba Camille. Tal vez fuera ilógico, pues en realidad, ¿qué podía hacerle aquella mujer?; pero allí estaba.
—Me imagino que esto significa que has reflexionado sobre mi oferta —dijo Camille—. Y que la aceptas.
—¿Qué te hace pensar que voy a aceptarla? —dijo Simon, esperando con ganas que no fuera a achacar la fatuidad de la pregunta al hecho de que intentase ganar tiempo.
Se la veía un poco impaciente.
—No creo que decidieras darme personalmente la noticia de que has decidido rechazarme. Temerías mi carácter.
—¿Debería temer tu temperamento?
Camille se recostó en el sillón orejero, sonriendo. Era un sillón de aspecto moderno y lujoso, a diferencia del resto del mobiliario del banco abandonado. Debían de haberlo llevado hasta allí, seguramente los sirvientes de Camille, que en aquel momento permanecían escoltándola a ambos lados como un par de silenciosas estatuas.
—Muchos lo temen —dijo—. Pero tú no tienes motivos para ello. Me siento muy satisfecha contigo. Aunque hayas esperado hasta el último momento para ponerte en contacto conmigo, intuyo que has tomado la decisión correcta.
El teléfono de Simon eligió justo aquel momento para ponerse a sonar con insistencia. Dio un brinco, notando que un hilillo de sudor frío le caía por la espalda, y hurgó apresuradamente en el interior del bolsillo de su chaqueta.
—Lo siento —dijo, abriéndolo—. El teléfono.
Camille estaba horrorizada.
—No contestes.
Simon se acercó el teléfono al oído. Y al hacerlo, consiguió pulsar varias veces la tecla de la cámara.
—Será sólo un segundo.
—Simon.
Pulsó la tecla de envío y cerró rápidamente el teléfono.
—Lo siento. No lo he pensado.
El pecho de Camille, a pesar de que no respiraba, subía y bajaba de rabia.
—Exijo más respeto de mis servidores —dijo entre dientes—. No vuelvas nunca a hacer esto, de lo contrario...
—¿De lo contrario qué? —dijo Simon—. No puedes hacerme daño, no puedes hacerme más daño que los demás. Y me dijiste que no sería tu servidor. Me dijiste que sería tu socio. —Hizo una pausa después de dejar en su voz la nota justa de arrogancia—. Tal vez debería replantearme la aceptación de tu oferta.
Los ojos de Camille se oscurecieron.
—Oh, por el amor de Dios. No seas tontito.
—¿Cómo es posible que puedas pronunciar esa palabra? —le preguntó Simon.
Camille levantó sus delicadas cejas.
—¿Qué palabra? ¿Te ha molestado que te llamara tonto?
—No. Bueno, sí, pero no me refería a eso. Has dicho: «Oh, por el amor de...» —Se interrumpió; su voz se quebró. No podía pronunciarlo. «Dios.»
—Porque no creo en Él, niño tonto —replicó Camille—. Y tú aún sí. —Ladeó la cabeza, mirándolo igual que un pájaro observaría el gusano que está pensando en comerse—. Creo que quizá ha llegado el momento de realizar un juramento de sangre.
—¿Un... juramento de sangre? —Simon se preguntó si la habría oído bien.
—Había olvidado lo limitado de tus conocimientos sobre las costumbres de los de nuestra especie. —Camille movió de un lado a otro su plateada cabeza—. Te haré firmar un juramento, con sangre, proclamando tu lealtad hacia mí. Servirá para impedir que me desobedezcas en el futuro. Considéralo una especie de... contrato prenupcial. —Sonrió, y Simon entrevió el destello de sus colmillos—. Venid. —Chasqueó los dedos de forma imperiosa, y sus acólitos se acercaron a ella, con sus casposas cabezas inclinadas. El primero le entregó algo que parecía una pluma de cristal antigua, de aquellas que tienen la punta en forma de espiral para absorber y retener la tinta—. Tendrás que hacerte un corte y extraer tu propia sangre —dijo Camille—. Normalmente lo haría yo, pero la Marca me lo impide. Por lo tanto, debemos improvisar.
Simon dudó. Aquello era mala cosa. Muy mala. Conocía lo bastante el mundo sobrenatural como para saber lo que los juramentos significaban para los subterráneos. No eran simples promesas vacías susceptibles de romperse. Vinculaban de verdad al que la realizaba, eran como unas esposas virtuales. Si firmaba el juramento, tendría que serle fiel a Camille. Y posiblemente para siempre.
—Vamos —dijo Camile; un matiz de impaciencia asomaba en su voz—. No hay ninguna necesidad de entretenerse.
Simon tragó saliva y, a regañadientes, dio un paso al frente, y otro a continuación. Uno de los sirvientes se plantó delante de él, bloqueándole el paso. Le ofreció un cuchillo a Simon, algo de aspecto peligroso con punta afilada. Simon lo cogió y lo acercó a su muñeca. Lo hizo descender.
—¿Sabes? —dijo—. El dolor no me gusta nada. Y tampoco los cuchillos...
—Hazlo —rugió Camille.
—Tiene que haber otra manera.
Camille se levantó de su asiento y Simon vio que tenía los colmillos completamente extendidos. Estaba rabiosa de verdad.
—Si no dejas de hacerme perder el tiempo...
Se oyó una leve implosión, el sonido como de algo enorme partiéndose por la mitad. En la pared de enfrente apareció un gran panel brillante. Camille se volvió hacia allí y abrió la boca sorprendida al ver de qué se trataba. Simon se dio cuenta de que lo había reconocido, igual que él. Sólo podía ser una cosa.
Un Portal. Por el que estaban entrando una docena de cazadores de sombras.
—Muy bien —dijo Isabelle, guardando el botiquín de primeros auxilios con un gesto enérgico. Estaban en una de las muchas habitaciones vacías del Instituto, concebidas para albergar a los miembros de la Clave que estuvieran allí de visita. Todas estaban sencillamente equipadas con una cama, un tocador y un armario, y disponían de un pequeño baño. Y, claro estaba, todas tenían un botiquín de primeros auxilios, con vendas, cataplasmas e incluso estelas de recambio—. Creo que ya tienes suficiente
iratze
, pero algunos de estos moratones tardarán un poco en desaparecer. Aunque esto... —Pasó la mano por las marcas de quemaduras que Clary tenía en el antebrazo, donde le había salpicado la sangre de demonio— ... seguramente no desaparecerá del todo hasta mañana. Si descansas, de todos modos, se curarán más rápido.
—No tiene importancia. Gracias, Isabelle. —Clary se miró las manos; tenía la derecha vendada y la camisa todavía rasgada y manchada de sangre, aunque las runas de Izzy habían curado las heridas de debajo. Suponía que podría haberse aplicado ella misma las
iratzes
, pero resultaba agradable tener a alguien que se ocupase de ella, e Izzy, a pesar de no ser la persona más cariñosa del mundo, podía ser muy aplicada y amable cuando se lo proponía—. Y gracias por presentarte allí y salvarme la vida de lo que quiera que fuera aquello...
—Un demonio Hydra. Ya te lo he dicho. Tienen muchas cabezas, pero son bastante tontos. Y antes de que yo apareciese no lo habías hecho del todo mal. Me ha gustado lo que has hecho con el
athame
. Una buena idea estando bajo aquella presión. Eso forma parte de ser un cazador de sombras tanto como aprender a llenar de agujeros todo tipo de cosas. —Isabelle se dejó caer en la cama al lado de Clary y suspiró—. Seguramente me acerque a ver qué encuentro sobre la iglesia de Talto antes de que regrese el Cónclave. Quizá nos ayudará a comprender de qué va todo esto. Lo del hospital, los bebés... —Se estremeció—. No me gusta nada.
Clary le había contado a Isabelle todo lo que podía sobre los motivos que la habían conducido a la iglesia, incluso lo del bebé demonio del hospital, aunque había fingido ser sólo ella la implicada y había mantenido a su madre al margen de toda la historia. Isabelle había puesto una cara de asco tremenda cuando Clary le había explicado que el bebé parecía un recién nacido normal y corriente excepto por aquellos ojos negros tan abiertos y las garras en lugar de manitas.
—Creo que estaban intentando crear otro bebé como... como mi hermano. Creo que experimentaron con una pobre mundana —dijo Clary—. Y que no fue capaz de asumirlo cuando el bebé nació y se volvió loca. Pero... ¿quién podría hacer una cosa así? ¿Alguno de los seguidores de Valentine? ¿Tal vez alguno de los que no fueron capturados está ahora intentando continuar su obra?
—Tal vez. O quizá simplemente se trate de un culto de adoración al demonio. Hay muchos cultos de ese tipo. Aunque me cuesta imaginarme por qué alguien querría crear más criaturas como Sebastian. —Su voz cobró un matiz de odio al pronunciar aquel nombre.
—En realidad se llamaba Jonathan...
—Jonathan es el nombre de Jace —dijo Isabelle muy tensa—. No pienso llamar a ese monstruo con el nombre de mi hermano. Para mí siempre será Sebastian.
Clary se vio obligada a reconocer que Isabelle tenía cierta razón. También a ella le había costado pensar en él como Jonathan. Suponía que aquello era no hacerle justicia al verdadero Sebastian, pero nadie lo había conocido. Resultaba mucho más fácil asociar el nombre de un desconocido al malvado hijo de Valentine que llamarlo por un nombre que lo hacía parecer más cercano a su familia, más cercano a su vida.
Isabelle continuó hablando despreocupadamente, aunque Clary sabía que su cabeza no dejaba de funcionar, considerando varias posibilidades.
—Me alegro de que me enviaras aquel mensaje de texto. Adiviné por tu mensaje que algo iba mal y, francamente, estaba aburrida. Todo el mundo estaba fuera con esos asuntos secretos del Cónclave y yo no había querido ir, porque Simon iba a estar presente y ahora lo odio.
—¿Que Simon está con el Cónclave? —Clary se quedó pasmada. Al llegar al Instituto se había dado cuenta de que estaba más vacío de lo habitual. Jace, evidentemente, no estaba, aunque tampoco esperaba que estuviese... no sabía por qué—. He hablado con él esta mañana y no me ha mencionado que fuera a hacer algo con ellos —añadió Clary.
Isabelle se encogió de hombros.
—Se trata de algo relacionado con el politiqueo de los vampiros. Es lo único que sé.
—¿Crees que Simon estará bien?
Isabelle respondió exasperada:
—Ya no necesita tu protección, Clary. Tiene la Marca de Caín. Por mucho que le peguen, le disparen, lo ahoguen y lo apuñalen, no le va a pasar nada. —Miró fijamente a Clary—. Me he fijado en que no me has preguntado por qué odio a Simon —declaró—. ¿Tengo que entender por ello que estabas al corriente de que me ponía los cuernos?