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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (23 page)

Me sonríe.

—Bueno, a la gente le gustan los ricos y los guapos, pero hay más, Carolina, no es exactamente como tú dices…

Pero bueno, ¿qué le pasa a ese tipo? ¿Será amigo de Moccia?

—Como quiera, pero eso es lo que yo pienso… Además, he visto la película con Scamarcio…

—¿Y te gustó?

—El sí, la película, en fin…

Una chica guapa pasa por nuestro lado; debe de ser colega suya. También lleva la tarjetita colgada, se llama Chiara.

—Hola, Sandro, han llegado las nuevas Moleskine; si las buscas, las he puesto detrás de la primera caja.

—Bien.

Veo que Sandro se ruboriza. Después seguimos caminando. Se vuelve un instante a mirarla. Ella anda a buen paso, es alta, tiene las piernas largas y fuertes y el pelo castaño que se desliza hacía una falda negra, mientras que en la parte de arriba lleva un chaleco burdeos como el de él. Por lo visto, es una especie de uniforme.

—Es mona…

Sandro me mira.

—Pues sí…

—Es muy mona.

Me mira de nuevo, pero en esta ocasión no dice nada, es más, trata de cambiar de tema.

—¿Sabes qué libro podría gustarte?
Loca por las compras
, de Sophie Kinsella. Según la autora, comprar desenfrenadamente es todo un arte.

—Alguien que me sugiere cómo derrochar el dinero me irrita ya de entrada.

Sandro suelta una carcajada.

—Sí. tienes razón, te entiendo.

Llegamos delante de las pilas de libros sobre los que hay un cartel que dice «Narrativa». Lo miro.

—¿Usted lee mucho?

—Bastante, me gusta leer y, además, creo que para poder hacer bien nuestro trabajo debes saber de verdad lo que vendes, conocer las historias, qué quería decir un determinado escritor… No puedes limitarte a tener una idea somera del argumento de un libro leyendo simplemente la contracubierta, los fragmentos que encuentras cuando lo abres al azar o, aún peor, lo que dicen los periódicos o los críticos; o escuchando las vaguedades que quizá te haya contado un vendedor. Un libro es un momento especial en el que varios personajes cobran vida de repente; leyendo lo que piensan, lo que dicen, lo que sienten, lo que viven y sufren puedes entender si un escritor es bueno o no. Porque todas sus palabras forman parte de esos personajes a los que ha dado vida. Aunque sólo para el que los lee de verdad están realmente vivos.

Me mira y, al final, sonríe. Debe de tener unos treinta años.

—Caramba…, qué palabras tan bonitas. Quiero decir que los conceptos que ha citado son geniales… Tiene suerte.

—¿Por qué dices eso?

—No lo digo yo. Lo dice siempre mi madre. Que tiene suerte el que disfruta con su trabajo.

Justo en ese momento vuelve a pasar su colega Chiara.

—Eh, ya veo que estáis a gusto, vosotros dos. No paráis de charlar. Qué bonito…

Acto seguido, se aleja. Sandro se queda extasiado, la mira y esboza una sonrisa. Ay… Preveo líos. O felicidad.

—Es usted doblemente afortunado.

Sandro me sonríe.

—Y tú eres muy lista. Toma… —Coge un libro de un estante—. Éste te lo regalo yo.

Vuelvo a casa muy contenta. Ahora Sandro me cae bien. Al principio pensaba que era uno de esos tipos raros a los que les gustan las niñas, y no porque yo sea muy pequeña, pero, en fin, si un tío de treinta años se obsesiona con una chica como yo, no debe de ser muy normal. En cualquier caso, yo nunca estaría con alguien de esa edad. Pero es un gran trabajador al que le gusta lo que hace y, al final, he comprendido que lo suyo es pura simpatía. Es más, se ha tomado muy en serio mi desesperado y vano intento de encontrar a Massi… Pero incluso llegué a pensar por un instante que él podía ser un joven de treinta años al que no le gustan las niñas como yo…, sino los hombres. No sé por qué se me ha ocurrido esa idea tan extraña. Quizá porque me parece raro que hoy en día la gente dedique su tiempo a los demás sin albergar segundas intenciones. Pero luego, después de ver cómo mira a Chiara, ya no tengo ninguna duda. No es sólo que le gusten las mujeres, ¡está perdidamente enamorado de esa chica! A saber si habrá hecho algo, yo qué sé, algún intento, aparte de babear detrás de ella como un estúpido. No hay nada peor que los demás nos vean embobados ante la belleza del amor, ¡Qué narices! En la vida no sucede a menudo. Yo lo sabía y, de hecho, cuando llegó Massi estaba más que preparada para poner todas mis cartas en juego. El destino, sin embargo, me puso la zancadilla. Ojalá no me hubiesen robado el móvil, quién se lo iba a imaginar. Basta, no quiero darle más vueltas.

Estoy en el autobús que me lleva de vuelta a casa. Hasta he encontrado un asiento libre. El libro que me ha regalado Sandro es, a decir poco, divertido. Piensas en algo, lo abres y encuentras la respuesta en la página. Es el
Libro de los oráculos
. Y es genial. Por lo general te haces una infinidad de preguntas a ti misma y nunca encuentras la respuesta y, sobre todo, te falta valor para preguntar a otra persona porque, sí supiesen lo que estás pensando, la mayoría de la gente se troncharía de risa. En cambio, tener en las manos un libro como ése es perfecto. Porque, sobre todo… ¡no puede reírse de ti! Bien, la primera pregunta me parece obvia, pero no me queda más remedio que hacerla. ¿Volveré a ver a Massi? Cierro los ojos. Apoyo las manos en el libro para transmitirle un poco de confianza y, sobre todo, para que sienta de verdad las ganas que tengo de volver a verlo… No, quiero que lo entienda bien. A continuación abro los ojos y también el libro, más o menos por la mitad. Y, por la frase que preside el centro de la página, parece haberme leído la mente: «No desesperes, sucederá pronto».

¡Bien! Mejor dicho…, ¡genial! Es lo que quería oír. Gracias, libro. Tú sí que sabes escuchar mis oraciones. Bueno, otra pregunta, ¿no? Para ser un poco más precisos… ¿Qué quieres decir con eso? ¡Porque «pronto» puede significar días, semanas, o incluso meses y años! Y, en fin, me gustaría poder interpretar bien ese «pronto». De modo que pienso en ello, cierro los ojos, apoyo la mano en la cubierta para volver a transmitirle toda mi curiosidad y abro de nuevo el libro por la mitad. Esta vez, la respuesta me la tomo más en serio; «Hay que ser prácticos».

¡Que me lo digan, a mí! ¡Yo sería en seguida práctica con Massi! Anda que no soy ordinaria. Pero, querido libro, ¿qué quieres decir? ¿Que tengo que seguir buscándolo, que debo esforzarme más? ¿O ser práctico quiere decir olvidarse de Massi y buscar a otro, más fácil? En fin, que me asaltan mil dudas. De manera que, cuando estoy a punto de retomar la lectura, entiendo que sólo tengo una certeza: ¡me he saltado mi parada! Toco de inmediato el timbre para la parada siguiente, ¡sólo que está lejísimos de casa!

—Perdone… —le digo al conductor—. ¿Puede dejarme aquí, por favor? Me he pasado mi parada. Se lo ruego.

Me responde sin mirarme siquiera.

—No podemos, es el reglamento…

—Gracias, ¿eh?

Se lo agradezco, pero en realidad pienso algo muy diferente. Vaya lata, resoplo y vuelvo a la puerta central. Claro que no pueden, ¿acaso no lo sé? ¡Por eso se lo he pedido con tanta amabilidad! Pero ¿qué clase de respuesta es ésa? Costaría tan poco ser un poco más afable con el prójimo. Nada, qué coñazo…, tengo que esperar a la siguiente parada. Y, además, ¿no podrían ponerlas más cerca? Una mujer que ha oído la pregunta que le he hecho al conductor se inmiscuye en mis pensamientos.

—No pueden abrir cada vez que alguien se lo pide; de lo contrario, ¿para qué servirían las paradas?

Me mira como si me dijese «¿cómo es posible que no lo entiendas?». Me gustaría responderle: «Con respecto a las paradas, tal vez esté de acuerdo, pero ¿para qué sirven, en cambio, los plastas como usted? ¡Pero si ya lo sabía! A qué viene su comentario, ¿eh? ¿Acaso aporta algo?».

Sin embargo, en ese mismo instante, el autobús se detiene, me pego a las puertas y, en cuanto éstas se abren, salto apresuradamente y echo a correr como un rayo en dirección a casa.

Llamo al interfono.

—¿Quién es?

—Yo.

Subo corriendo la escalera. Llamo a la puerta, me abre Ale.

—Hola. —Después recorro a toda prisa el pasillo—. Ya he vuelto, mamá.

Pero ¿qué pasa aquí? En la cocina no hay nadie. Las puertas de cristal del salón están cerradas. Ale pasa por mi lado.

—Están allí… Creo que tienen para un buen rato… Yo voy a comer.

Y se encamina hacia la cocina. Quizá me reúna con ella, pero primero quiero saber lo que está pasando. Soy demasiado curiosa. De modo que me acerco. Oigo la voz de mi madre.

—Pero tal vez cambie de idea.

Mi padre grita como de costumbre.

—Ya está, es por eso… ¡La culpa es tuya por defenderlo siempre!

Veo la escena a través de un resquicio. Están los dos y, entre ellos, mi hermano Rusty James.

—¿Se puede saber por qué discutís? ¿Por qué gritas, papá? ¿Por qué te enfadas siempre con mamá? Ella no tiene la culpa. La decisión es mía. Tengo casi veinte años…, puedo tomar mis decisiones, ya sean más o menos acertadas, ¿no?

—¡No! ¿De acuerdo? ¡No, porque son equivocadas! —Mi padre vuelve a alzar la voz—. Siempre son equivocadas… ¿Está claro? ¡Dejas la universidad! ¿Qué puede haber de bueno en eso?

—Que no me gusta estudiar medicina.

—Ah, claro, tú quieres pasión. Quieres ser escenógrafo.

—Guionista.

Mi hermano sacude la cabeza y se sienta en el brazo del sillón. Mi padre vuelve a la carga.

—Ah, claro… ¿Y todo el dinero que me he gastado para que pudieses estudiar, para que te licenciases en medicina, para ofrecerte un puesto el día de mañana? ¿Adónde ha ido a parar? Perdido, todo el dinero echado a perder. Pero ¿a ti qué más te da, verdad?

Mi hermano exhala un suspiro.

—Te lo devolveré, ¿de acuerdo? Te restituiré todo lo que te has gastado conmigo. Así saldaremos nuestras deudas.

Veo que papá se aparta de la mesa, se acerca a él, aferra su cazadora, tira de la manga y casi lo hace caer del sillón cuando lo sacude con rabia.

—Oye, no seas arrogante conmigo…

Rusty James casi se resbala. Vuelve a levantarse y se planta delante de él. Mi padre es más bajo, pero acaban de todas formas uno frente al otro y le agarra la pechera.

—¿Lo has entendido, eh? ¿Lo has entendido? —grita cada vez más fuerte, con la boca desmesuradamente abierta, sujetándolo por el cuello de la cazadora y con su cara a un milímetro de la de Rusty. Sus gritos son cada vez más fuertes—, ¿Lo entiendes o no?

Espero que no suceda nada malo. Parece una de esas escenas de una película en que al final uno tiene un cuchillo o una pistola, o en que entra un tipo diciendo «manos arriba» y, de todas formas, dispara y al final siempre hay alguien que acaba muerto en el suelo. Pero eso pasa en las películas. Mientras que aquí… Papá y Rusty están cada vez más cerca, papá lo sujeta por el cuello de la cazadora. Rusty permanece inmóvil, duro, después empieza a empujarlo con el pecho para que retroceda. También mi padre empuja, sus pies resbalan en el parquet del salón, en la alfombra, que está muy desgastada. Mi padre da unos pasos hacia atrás, Rusty lo empuja y él se resiste en vano. Mi hermano sonríe. Mi padre alza una mano de la pechera, se la pone en la mejilla y Rusty James gira la cara hacia el otro lado como un caballo que patea, que escapa de su dueño, rebelde, rabioso, encabritado, falta poco para que se enzarcen.

—¡Quietos, quietos! —Mi madre se interpone entre ellos. Antes de que sea demasiado tarde, antes de que acaben en los periódicos, antes de que ese estúpido juego se convierta en otra cosa—. ¡Quietos! —Menos mal…, si no, habría tenido que entrar yo en el salón… Bueno, seguramente lo habría hecho—. Basta…, no riñáis, no hagáis eso…

Rusty James se aparta. Respira profundamente. Jamás lo he visto así. También mi padre respira, pero lo hace entrecortadamente. Como si le faltase el aliento, como si se hubiese esforzado demasiado en ese extraño juego, se mire como se mire violento, de empujarse. Luego recupera el habla, se peina los cuatro pelos que se le han movido del sitio, y se sacude cuando empieza a hablar.

—Yo no le pago la comida y la cama para que luego no haga nada en esta vida —dice a continuación, casi jadeando—. Yo me levanto todas las mañanas al amanecer y voy a trabajar al hospital para abrirle camino, para que él pueda acabar la universidad y llegar a ser médico. ¿Y él, mientras tanto, qué hace? El muy arrogante escupe en el dinero que le he dado, en la comida, en nuestra casa…

—Yo jamás he escupido…

—¡Lo estás haciendo ahora! ¡Deberías tener más respeto! ¡Deberías tener al menos el valor de reconocerlo! ¿Que no va contigo? En ese caso, no aceptes comer y vivir aquí para después hacer lo que te viene en gana… Deberías tener el valor de marcharte… —Mi padre lo mira sonriendo, casi desafiándolo. Después se deja caer sobre una de las viejas sillas del salón. Y sigue mirándolo y sonriendo, con una expresión socarrona, poco menos que desdeñosa, con malicia, como sólo mi padre puede hacerlo—. Claro…, qué tonto…, te falta valor…

Y entonces Rusty James hace algo inesperado. De repente se lleva la mano derecha atrás, al bolsillo de sus vaqueros. Dios mío, ahora sacará un cuchillo o, peor, una pistola, como decía antes. Pero no.

Extrae un sobre. Es una carta. Hago un esfuerzo por ver de qué se trata. En ella puede leerse «Para mamá». De hecho, se la da.

—Ten, es para ti. —Y, mientras se la tiende, mira por última vez a mi padre—. ¿Lo ves? Sabía de antemano lo que ibas a decir. Eres muy previsible.

Y esta vez es él el que se ríe mientras se marcha. Sólo que su risa transmite tristeza, amargura, decepción, no auténtica alegría. Apenas me da tiempo a esconderme. Me precipito hacia la otra habitación mientras él sale a toda prisa, cruza el pasillo y se dirige a la puerta de entrada. Oigo el portazo. Después vuelvo de inmediato a mi sitio, al escondite desde el que he presenciado hasta ese momento toda la escena. Mi madre ha abierto el sobre, ha sacado la carta y la está desdoblando. Me acerco aún más a la puerta. Así está mejor. Mi madre empieza a leer con ojos temerosos, de arriba abajo, rápidamente, a derecha e izquierda, devorando las palabras como si estuviese buscando algo, algo que sabe de antemano. Y mi padre la mira, quizá molesto, entorna los ojos, en cierto modo denotado por el hecho de que Rusty James se lo haya imaginado todo. A continuación, da un manotazo a la mesa.

—¡Digo yo que me la podrías leer! Así quizá tenga la impresión de que pinto algo en esta casa, ¿eh?

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