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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (25 page)

—Me he comprado una de esas enormes neveras americanas.

—¡Me he tomado un café con el cantante de Finley!

Hoy he acompañado a mi madre al cementerio. Cada vez que voy, Clod y Alis tienen que consolarme después. Quizá con un helado y un paseo. Me entristece de una forma… Mi madre se dedica a colocar las flores que le compra al florista del quiosco de enfrente. Yo nunca sé qué decir. Todas esas personas recordando su dolor. Es algo que no acabo de entender porque, por suerte, todavía no he perdido a nadie. Mis abuelos, Lucí y Tom, aún viven, y las personas que más quiero siguen a mi lado. Quizá por eso me siento inquieta allí. Lo sé, podría no ir, pero mi madre me lo pide siempre, me dice que le haga compañía, ya que, de lo contrarío, tendría que ir sola. Mi padre jamás va al cementerio. Mucho menos Ale. Antes la acompañaba Rusty James, pero ahora me lo ha pedido a mí y, además, siento tener que dejarla sola. Allí están varios de sus tíos. La ayudo a coger la escalera, le tiendo las flores, cojo agua y se la paso. Y ella se pone a arreglarlo todo. Mientras la espero, doy una vuelta y leo las inscripciones y las oraciones de las lápidas más antiguas. Hay algunas muy breves y suenan un poco extrañas. También observo esas fotografías completamente descoloridas en las que apenas se pueden reconocer los rasgos de las caras. Y esos nombres que ya casi no se usan, unos nombres tan remotos como esas vidas… Luego mi madre me llama y nos marchamos. Así, igual que hemos llegado.

Noviembre ha sido un mes extraño, un mes de tránsito, uno de esos que no olvidaré fácilmente en mi vida. Por primera vez me he sentido…, digamos…, mujer. Gracias a mi hermano. Era un viernes. Los viernes resulta un poco extraño estar en el colegio. Quizá porque se siente la proximidad del sábado y del domingo, y por eso el jaleo suele ser mayor.

—¡Venga, no le hagas eso! ¡Le vas a dar un susto de muerte!

Pero Cudini hace oídos sordos. Menudo tipo. Es delgado a más no poder y alto como una jirafa. Lleva siempre unas sudaderas preciosas, dice que se las regala su tío de América, uno que viaja constantemente por trabajo. La de hoy es increíble, militar, azul mezclado con gris y verde, traída directamente de Los Ángeles. El tío de Cudini compra de todo en el extranjero y lo lleva a Italia: películas para la televisión, objetos para las boutiques, cuadros para los amigos, vestidos para las chicas, camisetas y vaqueros para las tiendas de tejanos, y cerveza para los bares. Y, además de todos los regalos que le hace, tiene siempre un billete de avión a punto para su sobrino. A Cudini le gustan las sudaderas y, por encima de todo, le gusta gastarle esa broma a la profe Fioravanti, la de tecnología. Lo llama «el caetemuerto». ¡Cuelga la capucha de la sudadera en la percha de clase y después se deja caer a peso «muerto», como dice él! Y cuando llega la profe Fioravanti, bueno, pues se organiza una buena.

—¡Aquí está, aquí está, ya viene!

Alis entra corriendo en clase. Se divierte como una loca vigilando a ver si se acerca alguien.

—¡Venga, vamos, sentaos ya!

Volvemos a nuestros pupitres y cuando la profe Fioravanti entra parecemos una clase modélica. Se detiene justo detrás de Cudini, que está colgado de la percha.

—¿Qué pasa? ¿Cómo es que estáis tan callados? ¿Qué ha pasado? ¿Debo preocuparme?…

Antes de que le dé tiempo a acabar, Cudini empieza a patear, a moverse, a forcejear gritando «¡Ah! ¡Ah!». Chilla como un loco, como un cuervo golpeado, como un ave rapaz, que se aleja volando en un valle cualquiera, mientras agita los brazos y las piernas colgado por la capucha de la sudadera, y sacude con fuerza la percha contra la pared.

—Ah, ah…

La profe Fioravanti se sobresalta.

—¡Socorro, ¿qué ocurre?! —Se lleva la mano al corazón—. ¡Qué susto! Pero ¿qué es esto?

Y entonces ve esa especie de murciélago humano pegado a la pared que grita y se debate haciendo ruido.

—Ah, ah, ah… —brama Cudini.

Entonces la profe Fioravanti coge su carpeta y lo golpea varias veces en la espalda, con fuerza, intentando aplacar a ese extraño animal. Víctima de todos esos golpes en la espalda, Cudini al final se tambalea, no consigue mantenerse en pie y pierde el apoyo. Se queda colgado de la percha sólo por la sudadera y, al final, se suelta. La sudadera se estira, la capucha resiste, lo sujeta todavía un poco…, pero luego Cudini se precipita hacia adelante arrastrando el perchero de madera consigo, arrancando las sujeciones, y cae al suelo con gran estruendo.

—¡Ay!

Cudini rueda por el suelo y la percha se le viene encima. Todos nos echamos a reír, organizamos una buena algarabía, algún que otro chalado se sube al pupitre, todos gritan, arman jaleo, e imitan las voces de extraños animales.

—¡Hia, hia!

—¡Glu, glu!

—¡Roar, roar!

—¡Sgrumf, sgrumf!

La profe Fioravanti sigue pegando con su carpeta a Cudini incluso ahora que está en el suelo, con el perchero encima.

—Toma, toma, toma…

—¡Ay, ay, profe! ¡Que soy yo!

Por fin consigue quitarse el perchero de encima y se retira la capucha de felpa, dejando la cara a la vista.

—¡Cudini! ¿Eres tú? ¡Pensaba que se trataba de un ladrón!

Él se levanta dolorido.

—Ay, ay… Me han gastado una broma, mis compañeros me colgaron ahí…

—¿Cómo es posible que siempre te gasten la misma broma a ti? ¿Y que tú caigas una y otra vez? ¡Y pensar que no te tenía por un idiota!…

Llegados a ese punto, Cudini no puede añadir nada más. Ha recibido la nota que se merecía, y ha tenido que pasarse la tarde ayudando a enyesar la pared y a colocar de nuevo el perchero en su sitio. Y, lo peor de todo, ha debido presentar la cuenta del albañil a sus padres. Por lo visto, su padre no ha empleado la carpeta de la Fioravanti para zurrarlo, sino que lo ha hecho directamente con los pies. En cualquier caso, Bettini, el amigo de toda la vida de Cudini, ha grabado la broma del «caetemuerto» con su móvil usando el zoom. Y luego lo ha colgado en www.scuolazoo.com. ¡Y según parece ha entrado en la lista de los mejores! El caso es que jamás nos habíamos reído tanto como hoy. Pero lo que más me ha sorprendido es lo que ha sucedido a la salida.

—¡Hola, Gibbo! Hola, Filo.

—Eh, Clod, ¿hablamos luego?

—Claro, ¿qué piensas hacer?

—Alis pensaba ir a dar una vuelta por el centro.

Y justo en ese momento, piiii, piiii, oigo el claxon. Y no puedo por menos que reconocerlo. ¡Es mi hermano! Hacía una semana que no lo veía ni hablaba con él. Y lo sentía. Es decir, en un principio pensé que volvería a casa en seguida después de la pelea con mi padre, o quizá pasados uno o dos días. En cambio, ha resistido fuera una semana, no sé dónde ha dormido, ¡y además ha ido a recoger sus cosas! ¡Rusty James es genial! Quiero decir que, por un lado, lo he echado de menos, pero por otro me gustan las personas que son consecuentes con lo que dicen.

—¿Qué haces?

Me sonríe subido a su moto, una preciosa Triumph azul con el tubo de escape plateado, cromado y un sillín largo de piel negra.

—¿Vienes conmigo? —Me ofrece un segundo casco—. Tengo una sorpresa para ti.

Esboza una sonrisa increíble. No puedo remediarlo. Rusty James me gusta muchísimo. Siempre está moreno, tiene la tez oscura y los dientes muy blancos, que hacen que su piel resalte aún más. Puede que porque siempre va por ahí con la moto. O porque, como dice mi madre, «El sol besa a los guapos». Bah, no sé. Sea como sea, corro hacia él, le quito el casco y me lo pongo a toda velocidad. A continuación me agarro a él y monto al vuelo, apoyo los pies sobre el estribo y,
voilà
, paso la otra pierna al otro lado, como si montase a caballo. Me abrazo con fuerza a su cintura. Y Alis y Clod, y también las otras chicas me miran. Rusty gusta a rabiar…, ¡más incluso! Todas querrían tener un hermano así, o un amigo o un novio, en fin, de una manera o de otra, todas querrían estar ahora en mi lugar… ¡Pero la afortunada soy yo!

—¡Adióóósss!

Consigo saludarlas liberando el brazo derecho en su dirección. Pero es un instante. Rusty ha puesto primera y la moto se precipita hacia adelante. Apenas me da tiempo de volver a abrazarlo y ya estamos volando en medio del tráfico. El viento en el pelo. Me miro en el espejito que hay delante. Tengo los ojos entornados y las puntas de mi pelo, con mechas de un rubio claro, sobresalen del casco. Encuentro las gafas Ray-Ban dentro de mi bolsa. Me las pongo con una sola mano, lentamente, la patilla tropieza al principio con el pelo, después detrás de la oreja, pero al final consigo colocármela. Ahora el viento me molesta menos y puedo ver bien la calle. Lungotevere. Dirección centro. Nos estamos alejando del colegio, de casa…

—Eh, pero ¿adónde vamos? —grito para que me oiga.

—¿Qué?

—¿Adónde vamos?

Rusty James sonríe. Lo veo por el retrovisor, nuestras miradas se cruzan.

—¡Ya te he dicho que es una sorpresa!

Y acelera un poco más y yo lo abrazo con más fuerza, y de esa manera escapamos, lejos de todo y de todos, perdidos en el viento.

Un poco más tarde, Rusty James frena, reduce las marchas y se desvía hacia la izquierda. Baja siguiendo el curso del río. Se levanta sobre los estribos para saltar un último y pequeño escalón. Lo imito para evitar el golpe del sillín en las nalgas. Sonríe al verme.

—¡Eso es!

A continuación saltamos los dos, volvemos a sentarnos y él acelera de nuevo, reduce las marchas, acelera, dando gas, avanza a lo largo de una pista para bicicletas, del río, que ahora está más cerca.

—Ya está. —Frena poco después—. Hemos llegado…

Apaga el motor en marcha y avanza los últimos metros en medio del silencio del campo que nos rodea. Sólo algunas gaviotas en lo alto interrumpen con sus graznidos el tranquilo fluir del Tíber.

Rusty James pone el caballete y luego me ayuda a bajar.

—¿Estás lista? Aquí está…

Y me enseña la preciosa barcaza que tenemos delante.

—A partir de hoy, cuando me busques, puedes encontrarme aquí.

—Caramba…, ¿de verdad es tuya? ¿La has comprado?

—¡Eh! Pero ¿por quién me has tomado? Sube, venga.

Me deja pasar.

—No, no, primero tú.

—Está bien.

De modo que sube primero a la pasarela que une la barcaza con la orilla.

—Quizá un día la compre, a saber. Por el momento la he alquilado, e incluso he conseguido que me hagan un buen precio.

No se lo pregunto. Ya he sido lo bastante tonta como para pensar que podría habérsela comprado. Sin embargo, él se encarga de satisfacer mi curiosidad.

—Me la han dejado por tan sólo cuatrocientos euros al mes.

«¡Sólo!», pienso. Es la cantidad que yo consigo ahorrar en todo un año. Pero que diga eso significa que es un precio fantástico y que debo mostrarme entusiasta.

—Bueno…, me parece bien.

—¿Bien? Es magnífica. Veamos, ésta es la sala.

Y me enseña una habitación grande con una mesa en el centro y unos sillones viejos abandonados en un rincón. Todo se ve muy viejo y cochambroso, pero no quiero que él note que pienso eso.

—Es muy grande…

—Sí, es un poco antigua, hacía mucho que estaba deshabitada. Ven, ésta es la cocina.

Entramos en una habitación blanca, muy luminosa. Tiene una cristalera en lo alto y al fondo una escalera que conduce a la cubierta superior. En el centro hay unos hornillos grandes, de hierro, y no están oxidados.

—¿Ves? —Abre una puerta—. Aquí va la bombona de gas.

—¡Como en la playa!

Lo decimos al unísono y nos echamos a reír. Y luego yo lo miro por un instante en silencio. Entonces Rusty James extiende la mano derecha.

—Sí, ya sé lo que estás pensando, venga, hagámoslo…

De manera que los dos aproximamos nuestra mano derecha, acto seguido entrelazamos los meñiques, sonreímos y hacemos ese extraño columpio con los dedos unidos.

—Uno, dos y tres… ¡Floc!

Y los soltamos.

—¡Bien! —Mi hermano rompe a reír—. ¡Así se cumplirá lo que hemos deseado!

Y, claro está, no le digo cuál es mi deseo, si no, no se hará realidad, y tampoco os lo digo a vosotros. Aunque os lo podéis imaginar, ¿no?

—Ven, éste es el dormitorio… —Abre una puerta que está al fondo—. Con baño… ¿Qué te parece?

Separo los brazos del cuerpo y me encojo de hombros.

—Bueno, la verdad es que no sé qué decirte. Es… es… preciosa, —y a continuación me dirijo de nuevo a la sala—. Es enorme, ¡tienes muchísimo espacio!

—Sí, aquí quiero poner una mesa para mí. Aquí dos cuadros, aquí un pequeño armario… —Rusty deambula por la sala, señalándome cada rincón—. Aquí unas cortinas blancas, aquí más oscuras, aquí una lámpara de pie, aquí el mueble para la televisión. Aquí un sofá grande para verla y aquí una mesa baja donde meteré algunas cosas…

Lo sigo, me gusta, parece tener las ideas claras sobre cómo debe disponer las cosas, los colores y las luces.

—En este lado, por donde sale el sol, quiero poner unas cortinas azul celeste, y aquí fuera unas flores. —Se detiene. Parece serenarse—. Necesitaré un poco de tiempo para encontrar todas esas cosas, además de, naturalmente, un poco de dinero.

Me mira y me inspira ternura. Por primera vez lo veo más pequeño de lo que en realidad es. Pero esa impresión dura apenas un instante.

—Pero eso no será ningún problema… Tengo algo de dinero ahorrado, sigo escribiendo y proponiendo por ahí mis cosas, antes o después me saldrá algo. De los sofás, los muebles y las mesas es mejor no hablar ahora… ¡cuestan una fortuna!

—Bueno, pero está ese sitio, ¿cómo se llama?, lo anuncian siempre en los carteles de la autopista, ¡donde todo es muy barato! Ah, sí, Ikea. ¡El único problema es que tienes que montarlo tú todo!

—¿Sabes que me has dado una idea buenísima, Caro? Espera, voy a hacer una llamada…

Saca el móvil del bolsillo y pulsa varias teclas. No me lo puedo creer. ¿Rusty James tiene también el número de Ikea?

—Mamá… —Me mira risueño—. Hola, estoy aquí con Caro. Quería decirte que volverá más tarde… Sí, quizá coma conmigo, ¿vale? No, no, en McDonald's, no, ¡te lo prometo! ¿Eh? ¿Que cuándo nos vemos…? —Me mira y guiña un ojo—. Pronto, muy pronto… Tengo que enseñarte una cosa… Eh, sí, ¡en cuanto esté lista, nos vemos! Está bien, sí, te llamaré pronto. Adiós, mamá. —Cuelga—, ¿Has visto? ¡Hecho! Júrame que no le dirás nada. Quiero darle una sorpresa e invitarla cuando todo esté arreglado.

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