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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (17 page)

—¿Ves a donde te he traído?

—Sí, es precioso…

Ahora el Chatenet azul metalizado avanza lentamente por la plaza. El tubo de escape ruge sin armar tanto estruendo. Gibbo aparca en un espacio libre, no muy lejos de un muro con vistas a la ciudad.

—¿Bajamos? —le digo.

—Claro.

Echamos a andar, llegamos junto al muro y me apoyo en él; está congelado.

—Mira, Caro… Mira los coches que corren ahí abajo. ¿Los ves, con los faros encendidos? Bonito, ¿no?

—Sí, quizá sean todos microcoches, ¡pero ninguno es tan bonito como el tuyo!

—Eres un cielo.

—Te lo digo en serio.

Después nos quedamos en silencio, contemplando la zona de la ciudad que queda a nuestros pies.

—Hace frío, ¿eh?

—Un poco.

Me rodeo el cuerpo con los brazos.

—Es que aquí hay un montón de árboles. —Gibbo sonríe—. Sí, ésta es una zona verde, al menos en un setenta por ciento. ¿Sabes que son las plantas las que producen este frío porque oxigenan el aire cada cuatro minutos al sesenta por ciento? Por eso, en los sitios donde hay plantas hace más frío.

—Ah, no lo sabía. —En realidad creo que ni siquiera sé un uno por ciento de lo que sabe él—. Pero sí sé lo que me gustaría tomar ahora, Gibbo.

—¿Qué?

—¡Un chocolate!

—Vamos a ver si hay algún sitio abierto por aquí.

—Vamos… ¡Me encantaría! ¿Sabes el que me pirra? El de Ciòccolati, es chocolate negro fondant. —Miro el reloj—. Pero a esta hora seguro que ya está cerrado.

Gibbo sonríe y camina con cierta chulería.

—¿Y si te lo preparase yo directamente en el coche?

—Anda ya, el de Ciòccolati…

—Sí, precisamente el de Ciòccolati.

—¿Y cómo piensas hacerlo? No me digas que es un coche mágico.

—Ni más ni menos. ¿Qué me dices?

—¡Venga, enséñamelo!

Me dirijo hacia el microcoche. Él me detiene.

—¡No, no le tengo!

—¿Ves? ¿Lo sabía?

—¿Ah, sí? ¿Estás segura?

—Al ciento por ciento, casi como de esa historia de los árboles, que al final resulta que si hace frío es por culpa suya…

Gibbo se ríe.

—En ese caso, apostemos…

—Vale, lo que quieras.

Gibbo arquea las cejas. Me preocupo.

—¡Eh, sin exagerar!

—Decides tú, entonces.

—No, tú.

Reflexiona por un instante.

—Bien, en ese caso, si te preparo en el coche un chocolate caliente…

—Negro fondant como el de Ciòccolati…

—Negro fondant como el de Ciòccolati, tú…

Se queda pensativo por unos segundos, me escruta.

—¿Yo?

—Tú me das un beso.

Me callo.

—¿Un beso… beso?

—Claro, ¿acaso el chocolate no es chocolate chocolate?

Permanezco en silencio. ¿Quiere un beso? Sonrío mientras lo pienso.

—Pero si acabas de asegurar que no tengo chocolate en el coche… ¿qué más te da? No puedes perder.

Lo está haciendo adrede. Es un farol. O tal vez no.

—Gibbo, dado que sabes hacer todos esos cálculos, ¿qué probabilidades tengo?

—Bueno, teniendo en cuenta que no debe ser un chocolate cualquiera, sino un chocolate fondant tipo Ciòccolati…

—Ah, claro, ¡eso es fundamental!

—En ese caso, yo tengo un treinta por ciento de posibilidades de ganar, y tú un setenta.

Abre los brazos. Lo miro por un instante a los ojos. Lo observo con detenimiento. Quiero comprobar si está mintiendo. Tiene el semblante tranquilo de alguien que no oculta nada.

—Bien. Acepto.

Subimos al coche. Gibbo sonríe y pulsa un botón, tac. No me lo puedo creer. Debajo del salpicadero se abre un pequeño cajón con un cazo, agua, una plancha eléctrica, un cable conectado al encendedor y… una infinidad de sobres diferentes de Ciòccolati: ¡con leche, avellanas y chocolate fodant! Y no sólo eso, porque también los tiene con distintos porcentajes de cacao: setenta y cinco, ochenta y cinco y noventa por ciento.

—¡Esto no vale!

—¡Sí, claro, nunca vale cuando gana el otro!

—¡Pero tú lo sabías!

—Y tú podrías haber dicho que no…

Gibbo abre en seguida la botella de agua, la vierte en el cazo y lo pone encima de la plancha. A continuación conecta el cable con el enchufe al encendedor y arranca el motor.

—No puedes decir que te he obligado.

—Eso es cierto…

Gibbo coge los sobrecitos.

—¿Setenta y cinco, ochenta y cinco o noventa?

—Ochenta y cinco.

Echa el chocolate en el cazo y lo mezcla con una cucharilla. ¡Si hasta tiene una cucharilla! El chocolate está listo en un abrir y cerrar de ojos.

—Pero me hiciste creer que no tenías.

—No, eso sí que no. Me preguntaste si tenía un coche mágico, y yo te contesté que no, que no lo tenía. —Sirve el chocolate en dos tazas—. Y es cierto. —Me pasa la mía—. Mi coche no es mágico, sólo está bien preparado.

Miro la taza.

—Nooo, no me lo puedo creer. ¡Si tiene escrito mi nombre!

—Sí.

Esboza una sonrisa y bebe su chocolate. Y yo me bebo el mío, está delicioso.

—Mmmm, qué rico. Te ha salido realmente bien.

Guardamos silencio por un momento. Gibbo pone otro CD con una música preciosa. Creo que es Giovanni Allevi, me parece que he oído esa canción en un anuncio. Intento beberme lo más lentamente posible el chocolate, pero ya no me queda casi en el fondo.

Gibbo se da cuenta, me coge la taza de las manos y la vuelve a poner en el cajoncito. Acto seguido me pasa un pañuelo.

—Ten.

—Gracias… ¿¡Pero es que las tazas llevan los nombres de todas las chicas que suben en este coche!?

—No, sólo hay una taza. —Se aproxima a mí—. Y lleva tu nombre.

—¿Sí?

Se acerca más.

—Sí.

Se acerca más aún. Sonrío.

—Se ha hecho tarde, debería volver a casa.

—Pero antes tienes que pagar la apuesta.

Me vuelvo y miro por la ventanilla. Cambio de idea, me vuelvo de nuevo, lo miro y sacudo la cabeza.

—¡No me lo puedo creer! Pero Gibbo… si es que somos amigos desde siempre.

—No. Desde hace ochocientos veinticuatro días, desde que nos conocimos, y me gustas desde hace ochocientos veintitrés días.

Llegados a este punto, ya no hay nada que hacer.

—Pero podrías habérmelo dicho, ¿no?…

No me deja acabar. Me besa. Me resisto por un instante, pero luego me abandono… Al fin y al cabo, he perdido, es justo pagar las apuestas y, además… sabe a chocolate, ¡está rico!

Nos separamos al cabo de un rato.

—Ya está. Ya he pagado la apuesta… —Simulo estar un poco enfadada— ¿Podemos irnos?

—Faltaría más.

Gibbo arranca el motor, dobla una curva y se dirige hacia mi casa. Dios mío, ¿qué pasará ahora que nos hemos besado? ¿Cambiará nuestra relación? Ya no seremos amigos.

Lo miro por el rabillo del ojo y veo que sonríe.

—¿Qué te pasa? ¿En qué piensas?

Se vuelve hacía mí. Ahora parece realmente divertido.

—¡Imagínate cuando se entere Filo!

—¿Por qué? ¿Acaso piensas decírselo?

—No, no —se disculpa—. ¡Pero quizá llegue a saberlo!

—¿Y cómo? Si ninguno de los dos dice nada, no veo que haya muchas posibilidades… —Lo escruto—. Eh, ¿no será que también has apostado algo con él?

—Pero ¿qué dices?

—Que has apostado que esta noche me besarías. Mira que si es eso te conviene decirlo cuanto antes porque, como lo descubra, no volveré a hablarte en la vida.

Gibbo suelta el volante, alza la mano izquierda y se lleva la derecha al pecho.

—Te juro que no es así.

—¡Sujeta el volante!

—Vale, vale. —Vuelve a agarrarlo—. Pero ¿me crees?

Lo observo durante unos instantes, me mira fijamente intentando convencerme.

—Bien, te creo. A pesar de que antes me has engañado.

—Pero eso era distinto…

—¿Por qué?

—¡Porque quería besarte!

—Imbécil.

—Venga, estaba bromeando, no discutamos…

—Vale.

Exhala un suspiro. Yo también. Confiemos en que no se entere Filo. Una vez me pidió un beso y yo me negué alegando que no quería arruinar nuestra amistad.

Luego, de repente, siento curiosidad.

—Perdona, pero si en lugar del chocolate te hubiese pedido un capuchino, que, en cualquier caso, también me gusta mucho, no habría tenido que besarte.

Gibbo se queda perplejo.

—¿Quieres saber la verdad?

—¡Pues claro!

Abre de nuevo el cajoncito y lo hace girar sobre sí mismo. Detrás hay todos los cafés y descafeinados posibles.

—Vale, me rindo… —Me atuso el pelo—. ¡Llévame a casa, anda!

Por suerte, pone a Lenny Kravitz,
I'll be waiting
, y eso mejora un poco la cosa. «Él rompió tu corazón, te arrebató el alma, estás herida por dentro, sientes un vacío en tu interior, necesitas algo de tiempo, estar sola, entonces descubrirás lo que siempre has sabido: soy el único que te ama realmente, nena, he llamado a tu puerta una y otra vez».

¿Y ahora? ¡¿Qué se supone que debo hacer ahora que nos hemos besado?! No, no me lo puedo creer, puede parecer absurdo, pero he de reconocer que ha sido bonito. Es que congeniamos mucho, nos divertimos un montón juntos, nos lo contamos todo… ¿Y si a partir de ahora las cosas no fuesen tan bien entre nosotros? Quiero decir que me vería envuelta en un buen lío. Sobre todo… ¡porque él siempre me echa una mano en matemáticas!

—Ya está, hemos llegado.

—Aparca un poco más adelante.

Gibbo llega al final de la via Giuochi Istmici y a continuación se para.

—Tienes que hacerme un favor. Sonríe.

—Por supuesto, lo que quieras.

¡Sonríe demasiado! Socorro. Espero que no crea que ahora somos novios… Bueno, prefiero no pensar en eso.

—En ese caso, debes bajar y vigilar que no viene nadie, ¿vale?

—¿Y tú?

—Yo me quedaré en el coche.

—¿Haciendo qué?

Como no podía ser de otro modo, Gibbo no puede entenderlo.

—Una cosa.

—Pero ¿qué cosa?

Tiene razón. El coche es suyo y, de todas formas, después me verá bajar.

—Tengo que cambiarme. Salí de casa vestida de otra manera.

—Ah…

Ahora parece haberlo comprendido, se apea del coche y se aleja. Después se detiene y se queda de espaldas. Pero como no quiero sorpresas, bajo la ventanilla.

—Eh, ni se te ocurra volverte.

Gibbo se vuelve sonriendo.

—No, no, tranquila.

—¡Pero si has girado la cabeza!

—Porque me has llamado.

—Bueno, pero que sea la última vez.

Empiezo a ponerme los pantalones bajo la falda.

—¿Ni siquiera si me llamas?

—No, ni siquiera en ese caso. Y, de todas formas, no pienso llamarte.

Aun así, se vuelve de nuevo.

—¿Segura? ¿Y si pasa algo?

—Venga…, ¡deja de mirar!

Gibbo me obedece. Ahora viene la parte más difícil. Preparo la camiseta, después echo un vistazo en su dirección y me quito el top. Gibbo no se mueve. Menos mal. Está quieto al final de la calle, de espaldas. Pero justo en ese momento… Toc, toc. Alguien golpea el cristal y me sobresalto.

—Caro, pero ¿qué estás haciendo?

Estoy medio desnuda con la cabeza a medias dentro de la camiseta. La saco sonriendo.

—¡Nada!

Por suerte, es Rusty James. Me pongo a toda prisa los zapatos y me apeo.

—¿Cómo que nada?

—Te he dicho que nada, me estaba cambiando. —Lo meto todo dentro de la bolsa—. Es que mamá no quería que saliese así, y por eso…

Gibbo se acerca al ver que estoy con alguien.

—Es Gustavo, ¡me ha acompañado a casa! —Naturalmente, no le cuento todo lo demás—. Te presento a mi hermano Giovanni.

—Hola.

Se saludan sin darse la mano.

—Bueno, me voy a casa, nos vemos mañana en el colegio.

—¿A qué hora irás?

—Oh, a primera hora.

—Vale, adiós.

—Adiós…, Gibbo.

Sube al coche y se aleja a toda velocidad. El tubo de escape es una sinfonía absurda en medio de la noche.

—Veo que tiene un Aixam que pasa desapercibido…

—Es un Chatenet…

—Te estás volviendo tan puntillosa como papá. —R. J. me mira risueño—. Espero que no hayas salido de verdad a él porque, de lo contrario, jamás nos llevaremos bien. Nos iremos distanciando a medida que te vayas haciendo mayor…

Al oír eso me invade una tristeza incomprensible. ¿Sabéis cuando sientes algo sin un motivo aparente? Y eso que, hasta ese momento, me había divertido mucho. De modo que le doy un empujón.

—No lo digas ni en broma.

Y me coloco a su lado. Me apoyo en él, quizá así me abrace como sólo R. J. sabe hacerlo. Y, de hecho, lo hace y yo me siento protegida. Levanto un poco la cabeza y lo miro.

—No nos distanciaremos nunca, ¿verdad?

Rusty James sonríe.

—Como la luna y las estrellas…

Le devuelvo la sonrisa.

—Siempre en el cielo azul, ¡Como yo y tú!

Nos echamos a reír. No sé cómo nos lo inventamos, se nos ocurrió una noche de verano. Estábamos mirando el cielo en busca de alguna estrella fugaz y, al final, dado que no veíamos ninguna, nos inventamos esa poesía. Que luego yo incluí en una redacción y el profe Leone me la corrigió y yo le expliqué…, traté de aclarárselo, de hacerle comprender que «Yo y tú» era un error, sí, pero también una licencia poética para que rimase. En fin, que al final me puso un suficiente, a pesar de que, en mi opinión, esa redacción se merecía mucho más.

—Caro, ven, quiero decirte algo.

Nos sentamos en un banco de la via dell’Alpinismo, justo al lado del colegio, donde hay un pequeño parque para los perros. Me preocupo. Cuando R. J. hace eso es porque hay una gran novedad.

La última vez que nos sentamos juntos quiso contarme que había roto con su novia. Debbie, se llama, y es una tía enrollada y también muy guapa. R. J. siempre ha tenido novias guapas, pero ésta parecía que iba a durar más que las otras.

Debbie se reía mucho, estaba siempre contenta, me gastaba bromas y me decía que R. J. y yo éramos como dos gotas de agua. Y luego me sentaba sobre sus piernas y charlaba conmigo y me hacía carantoñas. Y una vez, cuando fue a ver a su padre, que vive en Nueva York, me trajo una camiseta Abercrombie superchula.

Echo de menos a Debbie, y no por esa camiseta, sólo que no puedo decírselo a R. J., si decidió romper con ella debía de tener sus motivos.

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