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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (13 page)

—Ten.

Le doy también un paquete, Ricky lo mira confuso y lo gira entre las manos.

—¿Es para mí?

«Claro —me gustaría decirle—. ¿Para quién, si no?». Pero sonrío y me limito a asentir con la cabeza. Y él lo desenvuelve encantado y a toda velocidad. Al cabo de un instante, la tiene en las manos: una gorra.

—Qué bonita. Azul oscuro, como a mí me gusta. ¿La has hecho tú?

—¡Venga ya! —Me río—, ¡Las iniciales, sí!

Y se las señalo en el borde: R. y G. Ricky Giacomelli. Pero, en realidad, estoy mintiendo. ¡A ver quién es la guapa que sabe hacer una cosa así! ¿Bordar? Si me pincho nada más coger una aguja. Peor que las rosas del jardín… Ahora bien, no sé cuantas veces tuve que recoger la cocina antes de tener el valor de pedirle a mi madre que me bordase esas iniciales en la gorra. Y no era tanto por los platos que había que fregar, sino por las preguntas que sabía que me haría sobre las iniciales: «¿Para quién es? ¿Por qué se lo regalas? ¿Qué habéis hecho?». «¡Cómo que qué hemos hecho, mamá! Eso es asunto nuestro». Entre otras cosas, porque no hay nada peor que no tener el valor de admitir ni ante uno mismo que no tienes ni idea de lo que hacer… No te imaginas absolutamente nada.

Ricky se la pone.

—¿Cómo estoy?

—Genial.

Sonrío y nos quedamos mirándonos en la puerta. Después él coge un bombón.

—¿Te gusta el chocolate fondant?

—Sí, mucho.

Y me lo pasa. Él lo coge de avellanas. Los desenvolvemos juntos mirándonos, sonriéndonos y haciendo pelotas con el papel de aluminio dorado. Luego él me coge la mía de las manos y rodea con ella la suya, formando una pelota dorada más grande, la deja caer y le da una patada al vuelo que le hace describir una parábola en el aire antes de salir volando por la ventana abierta de la escalera.

—¡Gooool!

Se hace el gracioso y levanta las dos manos mientras yo aplaudo divertida.

—¡Muy bien! ¡Campeón!

Pero acto seguido todo vuelve a quedar envuelto en el silencio de la escalera. En esa tarde invernal, a un paso de esa lluvia sutil que cae un poco más allá, donde ha ido a parar esa pequeña pelota de fútbol improvisada. De manera que nos miramos en silencio. Ricky se quita la gorra. Juega con ella entre las manos, ligeramente avergonzado, ahora sí. Mira hacia abajo, se mira las manos, a continuación de nuevo mis ojos. Y yo hago lo mismo. Acto seguido se acerca, su cabeza se ladea hacia mí… Como si… Como si… Sí, me quiere besar. Yo también me aproximo a él. Justo hoy, el primer beso. San Valentín, la fiesta.

—¡Qué monos! ¡Dos enamorados a punto de besarse!

Mi hermana, ¡qué idiota!

—¡Sólo nos estábamos despidiendo!

—Sí, sí… En ese caso, daos prisa, porque mamá ha dicho que la comida ya está lista.

Por suerte, se va.

Nos miramos por un instante, cohibidos. Luego Ricky intenta resolver la situación.

—¿Vienes esta noche?

—¿Adónde?

—A casa de Bretta, celebra una fiesta.

—¡Ah, sí, es verdad! ¡Lo había olvidado por completo!

Después nos callamos y permanecemos así en la puerta, mirándonos en silencio.

—¡A la mesa!

Mi hermana vuelve a pasar, y se ríe. Juro que la odio.

—Bueno, adiós. Nos vemos esta noche.

Cierro la puerta.

Ricky sale corriendo, feliz, se pone la gorra. Y sonríe. Esta noche la vuelvo a ver. ¡Pero resulta que no está pensando en mí sino en Rossana! ¿Sabéis quién es? La madre de Bretta. Pues sí, eso fue lo que descubrí la noche de la fiesta. Y lo que hizo que mi mundo se hundiese. Una desilusión increíble. Más tarde comprendí que el mundo de los hombres no puede hundirse. Está hecho así.

Ahora os contaré lo que sucedió, qué era lo que estaba sucediendo desde hacía ya varias semanas sin que yo lo supiese. Recogí indicios, detalles, e incluso Bretta me contó algo. Pero jamás, repito jamás, habría creído que Riccardo, ese chico tan romántico y encantador que me había regalado el banco con los dos corazones enamorados, pudiese ir tan lejos.

Riccardo vive en un ático, en el último piso de nuestro edificio y, justo enfrente de él, está el edificio de Bretta, que en realidad se llama Gianfranco. De dónde salió Bretta es algo que nunca he llegado a entender. Pero ésa es otra historia. Y, si he de ser franca, demasiado difícil para mí. En cualquier caso, un día Riccardo estaba estudiando en su habitación. Era una de esas tardes aburridas donde no consigues que nada te entre en la cabeza. Estaba allí, anochecía y estudiaba sentado a la mesa que está frente a la ventana, todavía bien iluminada, por lo que no había encendido las luces de la mesa, cuando, de repente, en el edificio de enfrente, en el apartamento de Gianfranco, o sea, de Bretta, para que nadie se confunda, se enciende una luz. Es un instante, pero da la impresión de que está a punto de ocurrir algo. Esa habitación vacía, esa luz encendida, no entra nadie, la espera va creando un lento suspense. Y de repente Rossana entra en el cuarto. Está desnuda, completamente desnuda, no lleva nada puesto. Acaba de ducharse. Se seca el pelo frotándolo con una toalla. Riccardo no da crédito a sus ojos. Se levanta de la mesa y cierra la puerta de su dormitorio, pese a que no hay nadie en casa, con la única intención de sentirse más seguro. Y sigue mirándola.

Ella, Rossana, la madre de su amigo, no es especialmente guapa, pero tiene un pecho considerable. Y, además, no sé, el hecho de…, sí, en fin, de espiarla en alguna forma, bueno, eso lo excita aún más. Rossana arroja la toalla sobre la cama y desaparece al salir de la habitación.

Riccardo espera que regrese sentado a la mesa. Pasan varios segundos, minutos, pero su deseo permanece intacto. De manera que, al cabo de un rato, no puede contenerse más y se le ocurre una idea. Va al dormitorio de su madre, todavía no tiene móvil, pero sabe que en el teléfono fijo de casa de Bretta no pueden ver quién efectúa la llamada, de modo que teclea el número. A continuación corre de nuevo a la mesa de su habitación y se sienta, jadeante y aún más excitado. Segundos después vuelve a ver a Rossana entrando en la habitación. Todavía está desnuda, aunque tiene el pelo un poco más seco. Se precipita hacia el teléfono, levanta el auricular pero, como no podía ser de otro modo, al otro lado de la línea no hay nadie.

—¿Dígame? ¿Dígame?

Riccardo sonríe, a continuación cuelga el teléfono sin dejar de mirarla mientras ella sacude la cabeza, desnuda. Se alborota el pelo y abre el armario sin saber qué ponerse. Se queda ahí, su cuerpo aparece de cuando en cuando, desnudo y rosado, por la puerta entornada. Se ve su espalda que huele a lo lejos a gel de baño y a crema. Y esa toalla húmeda y tirada sobre la cama, y esa sensualidad que sale por la ventana entreabierta. Rossana abandona la habitación. Riccardo vuelve a teclear el número. Y ella entra de nuevo como antes. Se acerca al teléfono. Riccardo está otra vez en su puesto, junto a su mesa, contemplándola mientras responde, todavía desnuda.

—¿Dígame? ¿Dígame? —Rossana espera un segundo mirando el auricular mudo—. ¿Con quién hablo?

Luego se vuelve hacia él con el pecho desnudo, prominente, aún más prominente a la luz de esa habitación. Riccardo sonríe en la penumbra, en el silencio de su dormitorio sólo se oye el ruido de una cremallera que se abre, la de sus pantalones. A continuación, un suspiro excitado que se pierde entre sus movimientos y los de la mujer que tiene enfrente. Ella se inclina, se pone con parsimonia las bragas que ha sacado de un cajón del armario demasiado bajo para no ser, si cabe, aún más excitante. Y la historia se prolonga durante varias semanas, cuando Riccardo se queda solo en casa.

A Rossana le gusta darse una ducha al final del día, y no le preocupa deambular desnuda por la casa. Está sola a menudo y a menudo se ve obligada a responder a ese teléfono mudo. Por su parte, Riccardo está siempre ahí, en la penumbra de su habitación, mirándola. Sonríe. Imagina que está en casa de ella, en la habitación de al lado. Sentado en esa cama. Si ella se aleja y se enciende la luz del salón o del baño, Riccardo teclea su número de teléfono para hacerla regresar al dormitorio, para poder admirarla en su completa desnudez. Ella, tan abundante, tan plena, con ese pecho a decir poco generoso. Y todo parece proceder de forma casi perfecta, rayana en el aburrimiento. Hasta esa noche.

14 de febrero, San Valentín, la fiesta de los enamorados. Y también el cumpleaños de Bretta.

—¡Hola! ¡Hola! ¿Cómo estás?

Se besan uno detrás de otro, la pandilla de chicos y chicas que entran en casa de Bretta. Están Anto, Simo, Lucia y todas las chicas y los chicos de los dos edificios. Bretta los ha invitado a todos. Riccardo ha acudido también y saluda educadamente a Rossana, la madre de Bretta.

—Buenas noches, señora…

—Hola, Riccardo, ¿cómo estás?

—Bien, gracias, ¿y usted?

Y se sonríen, muy educados en sus respectivos papeles. Riccardo la mira mientras se aleja embutida en un vestido largo, la observa avanzar lentamente entre los invitados. La madre de Bretta saluda a los demás y, si bien su caftán es oscuro, Riccardo puede entrever esas curvas que conoce tan bien. A saber si se habrá puesto el sujetador de encaje burdeos o el otro, el negro transparente… Pero de repente alguien lo rapta o, mejor dicho, lo devuelve a la realidad.

—¿Nos sentamos juntos, Ricky?

Lo miro risueña pensando todavía en el banco con los dos corazones que me ha regalado, en el bombón que nos hemos comido juntos, en ese silencio embarazoso pero a la vez tan romántico… ¡Y también en mi hermana, que es una auténtica gilipollas!

—¡Claro! Vamos, sentémonos en seguida juntos, antes de que los demás ocupen los asientos.

De manera que poco después nos encontramos sentados a la mesa. El resto del grupo llega en un abrir y cerrar de ojos, como si hubiésemos dado el pistoletazo de salida para la cena.

—Venga, yo me siento aquí.

—Yo presidiré la mesa.

—No, aquí va Maria.

—Y aquí Lucia.

Al final, después de algún que otro rifirrafe, acaban de sentarse todos. Cuento. Somos dieciocho. Y yo estoy exultante. Riccardo está a mi derecha. De repente, aparta el mantel.

—Mira —me dice indicándome su bolsillo izquierdo.

Nooo…, ¡qué encanto! Lleva la gorra azul que le he regalado. Con mis letras. Bueno, con las de mi madre, sólo que él no lo sabe. Le asoma por el bolsillo. Me sonríe, le aprieto la mano bajo el mantel y justo en ese momento llega la madre de Bretta.

—Aquí os traigo la primera tanda de comida. A ver, he freído algunas cosas riquísimas: croquetas de arroz, carne y mozzarella, flores de calabaza… Empezaremos con las aceitunas a la ascolana. Yo os serviré en los platos, ¿eh?…

De manera que pasa por detrás de nosotros y sirve a cada uno su ración en el plato.

—Aquí tienes, una aceituna para ti, otra para ti, otra para Lucia… —Que está sentada casi al lado de Riccardo, al que, extrañamente, se salta cuando le llega su turno—. Bien, ésta es para ti, Carolina. Ésta para ti… y ésta para ti, Adele. —Y acaba la ronda.

Todos se comen su aceituna rellena. Yo sólo muerdo la mitad…

—¿Quieres un trozo?

La acerco a la boca de Riccardo, que, sin embargo, niega con la cabeza.

—No, gracias, no me apetece.

De modo que me la acabo de un bocado, ¡Debe de haberle dicho que no le gustan! En ese preciso momento llega de nuevo Rossana con otra fuente.

—¡Aquí están las croquetas de arroz con carne y mozzarella! —dice, e inicia una nueva ronda—. Una para ti, otra para ti… —Las croquetas están calientes, las coge con una servilleta de la fuente para no quemarse y las va colocando en los platos que tenemos delante—. Ésta para ti, ésta para ti, Lucia… Se salta una vez más a Riccardo—. ¡Y ésta para ti, Carolina!

En ese momento. Riccardo se vuelve hacia ella risueño.

—Perdone, Rossana, pero es la segunda vez…, bueno, que no me ha puesto nada en el plato.

Rossana se para y se vuelve hacia él esbozando una sonrisa.

—¿Y?… Ya hago un
striptease
para ti todos los días, ¿no?

Riccardo se pone colorado como un tomate, los otros enmudecen y se miran sin acabar de comprender lo que quiere decir esa frase. Bretta y Stone, en cambio, se ríen y miran a Riccardo, a quien le gustaría desaparecer bajo la mesa en ese mismo momento. Sin embargo, la cena prosigue, él permanece en silencio, no habla con nadie y, claro está, no prueba bocado. El resto de la velada lo pasa en un rincón de la sala con una extraña sonrisa en los labios, mirándonos mientras nos entretenemos con un juego de preguntas sentados a la mesa. De vez en cuando me vuelvo, lo miro y le dedico una sonrisa para animarlo un poco, pero, al igual que los demás, tampoco sé muy bien qué decirle, si invitarlo a jugar con nosotros o no. Él me devuelve la sonrisa, aunque parece muy triste. Nosotros nos estamos divirtiendo un montón, mientras que él no ve la hora de que la velada concluya. A partir del día siguiente, Riccardo siempre tiene la persiana de la habitación donde estudia bajada. En casa de Bretta no han recibido más llamadas y, como no podía ser de otro modo, nuestra
love story
empezó y acabó ese 14 de febrero.

Regreso al presente. A verlos jugar todavía en el patio. ¡Como si el tiempo no hubiese pasado! ¡Es más, consiguen meter un gol a Stone, y Ricky abraza a Bretta! Si uno espiase a mi madre de esa forma, le partiría la cara, jamás lo volvería a abrazar. A saber cómo lo descubrieron. Ésa es una de las cosas que nunca sabré. De manera que dejo a mis amigos en el patio. Quizá para siempre. Los añoraré un poco. Cómo nos divertíamos jugando por la tarde después de haber hecho los escasos deberes que nos ponían en el colegio. Nuestros pasatiempos preferidos eran el escondite inglés, la rayuela y la goma. Con la goma era muy buena; con la rayuela me las arreglaba; el escondite inglés, en cambio, me aburría. Lo que más me divertía era el escondite. Una vez conseguí llegar a casa pasando por el jardín de nuestros vecinos. Está lleno de plantas, de ortigas y de zarzas. Pero yo los atravesé todos, ¡ni que fuera Rambo! Y al final… ¡salvé a todos mis compañeros! Fui el ídolo de la tarde. Quizá porque todos habían sido descubiertos y yo era la última que podía salvarlos, y eso fue lo que hice. ¿Y sabéis quien la llevaba? Riccardo. Todavía no sabía nada de esa historia. Y pensar que todas las noches escribía su nombre en mi diario… Todavía no tenía móvil para esconderlo todo. Bueno… A veces la vida te ofrece el modo de vengarte sin que tú lo sepas.

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