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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (16 page)

—¡Aquí está la tarta!

Alguien grita y todos se apiñan alrededor de una mesa. La tarta tiene un montón de velitas altas en el centro, de todos los colores, que forman el número catorce. Debajo puede leerse: «¡Felicidades, Michela!». La homenajeada se acerca, y todos se apartan para hacerle sitio y ella se detiene en el espacio libre que han dejado justo delante del pastel. A continuación esboza una sonrisa mientras nos mira a todos, los invitados, sus amigas, sus amigos, algunos familiares, varios camareros con los platos listos y los cubiertos más allá, y su madre, que tiene ya la cámara de fotos en la mano: que está muy emocionada y que la hace bailar un poco delante de ella mientras trata de encuadrar… «¡a esa magnífica hija!». A continuación, Michela mira a todo el mundo.

—¿Puedo?

—¡Venga! ¡Venga! —grita alguien.

Alguien saca el móvil y hace una fotografía para aparentar interés. Luego Michela inspira, sopla las velitas y consigue apagar las últimas después de recuperar el aliento y haber soplado una segunda vez, aunque fingiendo que era la primera.

—Espera, espera, repítelo… He apretado antes de tiempo. —Su madre, faltaría más.

—Mamá, uf… —Michela piensa lo mismo que nosotros—. Venga, mamá, así no vale, si lo hago otra vez resultará falso…

Pero al ver a la madre tan disgustada alguien se saca al vuelo del bolsillo de los pantalones un encendedor, revelando a todos que ya fuma, pero brindando a esa madre una segunda y última oportunidad.

—¡Ya está, encendidas, venga!

—Mamá, no te equivoques otra vez porque no vuelvo a soplar, ¿eh?

—Está bien.

—¿Me has entendido? Mira que no volveré a hacerlo…

—¡Sí, ya te he dicho que sí…, Michela! ¡Si no perdieras tanto tiempo discutiendo en lugar de soplar, a estas alturas lo habrías hecho ya!

Michela sopla de nuevo las velitas y su madre, por suerte, consigue por fin inmortalizar el momento. Luego Michela se dirige al disc-jockey. Salta a la vista que está loquita por él.

—Eh, Jimmy, ¿me pones la que tanto me gusta, por favor?

Por su parte, Jimmy no parece muy interesado por el producto Michela.

—¿Cuál?

—Venga, esa que dice: Nananana…

Prueba a canturrear algo.

—Ah, ¿por qué no te presentas al concurso ese de televisión, «La Corrida»? Hay más posibilidades de que ganes ese programa que yo entienda de qué canción se trata.

—¡Anda ya! —Michela sonríe como si nada, sin imponer su papel de homenajeada, y prueba de nuevo con la melodía—. Nananana… —Jimmy cabecea— ¡Me estás tomando el pelo! Has entendido de sobra cuál es, venga, ¡es la de los Negramaro!

—Ah…, ¡podrías haberlo dicho antes!

Así que Jimmy pone el disco, que, en efecto, no se parece en nada a la extraña cantilena de Michela. Casi como una señal, los camareros empiezan a repartir los platos con pedazos de tarta entre los chicos más hambrientos. Yo estoy al lado de Clod en el preciso momento en que llega el suyo. Y después el mío.

—Por favor, señorita, es para usted.

—Gracias.

Resulta cómico cuando la gente mayor que tú, hasta el punto de que podrías ser su hija o, como mucho, su hermana pequeña, te habla de usted.

Mmm…, qué bien huele. Chocolate negro, amargo en su punto justo. Corto un poco con la cuchara. Por dentro está tibia y va rellena de una crema, también de chocolate, que chorrea. Por el aroma que desprende debe de estar para chuparse los dedos. Pero es que, claro, ahora lo recuerdo, la han comprado en Ciòccolati, el sitio en el que yo…, como no me habían invitado a la fiesta… Mientras me llevo la cucharilla a la boca, me viene a la mente. ¡Nooo! ¿Cómo es posible que no lo haya pensado antes?

—¡Detente, Clod! —Ya ves. Me mira en el preciso momento en que se mete un trozo en la boca—. No te la comas…

A ésa no hay quien la pare… ¿Qué puede detener a alguien como Clod en uno de sus momentos favoritos? De hecho, se encoge de hombros como si dijese: «¿Y por qué debería hacerlo?», y se lo traga de golpe, un único bocado, enorme; lo mastica dos veces a toda velocidad y con una sonrisa mofletuda y complacida lo hace desaparecer del todo. A continuación sacude ligeramente la cabeza y me sonríe.

—¿Por qué no tenía que comérmela? Está deliciosa.

—¿Ah, sí?… Pues porque está llena de guindilla.

Me mira y hace un ruidito con la boca, como si dijese: «¿Se puede saber de qué estás hablando?».

—¿Te acuerdas? Te dije que de una forma u otra vendríamos a esta fiesta… ¡Quién podía imaginar que nos invitarían gracias a Alis!

Apenas concluyo la frase. Clod pone los ojos en blanco, abre la boca y emite una especie de alarido, pero como si se hubiese quedado sin aliento.

—¡Ahhhh, quema! ¡Quema! ¡Es terrible!

Voy sin perder tiempo a por un vaso de agua y se lo llevo corriendo.

—Ten, ten, bebe… —Clod me lo arrebata de las manos y lo apura de un sorbo.

—No digas nada, por favor. —Me tiende el vaso vacío sacudiendo la cabeza—. Más, más… —Me precipito a buscar más agua, como si tuviese que apagar un incendio. La verdad es que le arde la garganta, como a todos los demás.

—¡Socorro!

—¡Ahhh!

—¡Quema! Pero ¿qué es esto? Quema muchísimo.

—¡Nos quieren envenenar!

La madre de Michela, la fotógrafa desmañada, se acerca a la tarta, pasa el dedo por encima y a continuación la prueba como la mejor de las niñas caprichosas. Cuando comprende de qué se trata, tuerce de improviso la boca.

—¡Guindilla! —Y a continuación, pronuncia una afirmación aún más grave—: Mañana me van a oír los de Ciòccolati.

Sólo pienso en una cosa: los de Ciòccolati., ¿comprenderán que he sido yo?

Clod me mira torciendo la boca.

—¿Se puede saber cuánta has puesto?

—¡Muchísima! Me sentó muy mal que fuésemos las únicas a las que no habían invitado a la fiesta.

—Ya…

Cabecea. Le doy un empujón.

—Mira que la mitad la eché por ti, eh.

Mientras tanto, los demás siguen gritando.

—Agua, ya no queda agua… ¿Podéis traer más?

Los camareros llegan, a toda prisa, uno detrás de otro, como si surgieran de la nada, transportando varias botellas de agua, unas más frescas que otras, se las pasan a los invitados, alguno bebe directamente de ellas, otros, más educados, la sirven en vasos a los sedientos y desesperados que parecen estar gritando «pica a rabiar». Y en medio de la cola que se organiza, para beber, entre la multitud que rodea las mesas y los camareros con las botellas, veo a Matt. Lleva de la mano a la tipa que, por todo nombre, me ha dicho que es «su novia». Tiene la lengua fuera y se da aire con la mano, como si esa especie de abanico improvisado pudiese servir para algo. ¡Bien! Me había olvidado por completo de ellos, es evidente que siempre hay una razón para dar un escarmiento. Y de esta forma se me ocurre una nueva máxima que debo escribir en la agenda: «La venganza nunca cae en saco roto».

—Eh, ¿vienes conmigo?

Gibbo me coge de la mano. Por lo visto, ésta es la noche de los raptos.

—¿Adónde?

—Afuera, es una sorpresa. —Miro alrededor—. Venga, que esta historia de la guindilla, en lugar de animar la fiesta, la ha convertido en un funeral. ¡Hasta el disc-jockey se ha quemado la garganta! Mira qué espanto de música… ¿Sabes cuánto tardará en volver a ser divertida? Al menos cuarenta minutos…, siempre y cuando se reanude, claro. Me gustaría saber a quién se le habrá ocurrido echar guindilla en la tarta… A menos que sea un error del pastelero…

Me gustaría decírselo, pero quizá sea mejor que la historia no circule demasiado.

—¿Por qué lo dices?

—Porque ha sido genial.

¿Veis?, se lo podría haber dicho.

—¿Y por qué ha sido genial?

—Porque me ha brindado la posibilidad de escaparme contigo.

Y me coge de la mano y tira de mí para que lo siga. En un abrir y cerrar de ojos estamos fuera de la casa.

—Párate aquí y cierra los ojos.

—¿Por qué?

Lo miro preocupada. Él me sonríe y abre los brazos.

—¡Te lo he dicho, es una sorpresa!

Reflexiono por un momento. Gibbo no es, desde luego, la clase de chico que me besará si cierro los ojos. E incluso en el caso de que lo fuese… Después de la desilusión de Matt, no estaría mal. Esta noche está guapo: lleva unos vaqueros ajustados con una vuelta alta, una sudadera Abercrombie azul oscuro y una gorra de cuadros celestes, blancos y azules. Pero qué digo, ¡está guapísimo! En cualquier caso, jamás lo haría o, al menos, no a traición. Cierro los ojos. Siento que se acerca, después me coge la mano. Me sobresalto por un instante.

—Ven, sígueme.

Permanezco con los ojos cerrados.

—Eh, no me hagas caer. ¡Y procura que no pise ningún «regalito»!

Gibbo se echa a reír.

—Jamás he visto una calle tan limpia. Tengo la impresión de que aquí limpian unos barrenderos especiales.

Aminora el paso.

—¿Estás lista? Hemos llegado. ¡Abre los ojos!

Hasta ese momento los había mantenido cerrados de verdad, en primer lugar porque me gusta ser sincera, bueno, siempre que sea posible, claro está, y en segundo lugar porque me encantan las sorpresas. Y ésa es, a decir poco, una sorpresa fantástica, en fin, especial, ¡increíblemente especial! Una de esas sorpresas para las que no bastan las palabras.

—Entonces, ¿te gusta?

—¡Te has comprado un microcoche! ¿Si me gusta, dices?

Lo rodeo devorándolo con los ojos. Es el que vimos al llegar. Claro, ¿de quién podían ser si no todos esos números? Además, es metalizado, azul oscuro con reflejos azul claro.

—¿Pediste tú que lo hicieran así?

—¡Por supuesto! ¿Te has fijado en las bandas blancas y celestes que parten de las ruedas delanteras y llegan hasta las de detrás?

—¡Superguay!

—Y eso que aún no lo has visto por dentro.

Pulsa un botón y de inmediato destellan cuatro luces.

—¡Si hasta tiene alarma!

—Claro, ¡con todo lo que le he metido, si me lo robaran sería como si desvalijasen una tienda de electrodomésticos!

—¡Qué exagerado!

Pero, en efecto, cuando abre la puerta se encienden unas luces frías, azul claro, que iluminan el coche por debajo.

—Caramba, se parecen a las luces que salían en esa película…


A todo gas
… la vimos en tu casa y recuerdo que te gustaron mucho. Por eso las he puesto.

Esbozo una sonrisa. No me lo acabo de creer. Sea como sea, me gusta el mero hecho de que lo haya dicho. De modo que subo. Gibbo se sienta a mi lado.

—¿Estás lista?

—¡Por supuesto!

Gibbo arranca y partimos. ¡Sólo que pensaba que haríamos unos cuantos metros para probarlo y, en cambio, no se detiene!

—¿Adónde vamos?

—A dar un paseo de ensueño.

—¿Y Alis y Clod?

—Ya las verás mañana en el colegio.

Pues sí, tiene razón.

—A fin de cuentas, la fiesta se ha acabado ya, venga.

—Vale, pero detente un momento, tengo que recoger una cosa del coche de Alis.

Gibbo da media vuelta mientras yo le mando un mensaje. Un segundo después, ella sale por la verja.

—¿Qué pasa? Me apeo al vuelo.

—Tengo que coger la bolsa que he dejado en tu coche.

—¿Te marchas? ¡No me digas que Matt ha cambiado de opinión!

Gibbo baja en ese momento de su nuevo coche.

—Ah, Gibbo…

—Hola.

—Hola.

Alis abre el coche y me da la bolsa.

—Oh, por lo visto, después de lo de Lore, no hay quien te pare…

—Venga, vamos a dar una vuelta.

—Sí, sí, ahora resulta que se llama «vuelta».

—Estrena coche.

—¡Cualquier excusa es buena!

—¡Es cierto!

Gibbo se acerca.

—¿Te gusta? Es mi nuevo Chatenet. ¿Quieres venir con nosotros?

La miro y le sonrío como diciendo «¿Ves?». Y a continuación subo de nuevo con Gibbo, que arranca a toda velocidad.

—Mira.

Pulsa un botón y se alza una pantalla.

—¿También tiene televisión?

—Claro, y mira aquí.

Pulsa otro botón y aparece el vídeo de Elisa.

—¡No! ¡No me lo puedo creer! ¡La adoro! Es increíble, absurdo, genial, una casualidad del destino, ¡lo están emitiendo en MTV!

—¡De eso nada! ¡Es el DVD! —Abre una bolsa y lo saca—. Toma, es para ti, ¡sabía que te encantaba!

—¡Gracias! —lo aprieto contra el pecho—. Es lo más bonito que podrías haberme regalado.

Y bailo moviendo la cabeza al ritmo de la música mientras canturreo: «Cuántas cosas que no sabes de mí, cuántas cosas que no puedes saber…, cuántas cosas para llevarnos juntos a ese viaje…». Acto seguido, observo con más detenimiento el interior del coche.

—Caramba, es genial.

Está tapizado con números de color azul oscuro con sombras y brillos. Tiene dos altavoces pequeños delante y un
woofer
enorme detrás. Además de la tele delante.

—¿Que tamaño tiene?

—Quince pulgadas, como la pantalla de un ordenador grande. Y he hecho poner cristales tintados al coche, ¡así puedes verla también de día!

Me mira rebosante de orgullo mientras sigue conduciendo.

—¡Es ideal! ¡Me encanta!

Le sonrío, y Gibbo se siente feliz. Ojalá tuviese yo un coche como ése, incluso básico, sin todos esos accesorios, es decir, con todo lo que le ha puesto es como si se hubiese comprado dos. ¡La verdad es que podría regalarme uno! Gibbo parece leer mis pensamientos.

—Bueno, Caro, ¡ahora podré pasar a recogerte con el coche siempre que quieras! Incluso puedo acompañarte a casa.

—Pero si vivo a un paso del colegio.

—¿Y eso qué tiene que ver? Paso a recogerte, te llevo a desayunar y después te acompaño al colegio.

—Ah, sí, me gusta la idea. En ese caso, ¿sabes adónde tienes que llevarme? A tomar un capuchino al Bar Due Pini.

—Por supuesto, nos lo tomaremos allí.

Luego Gibbo dobla una curva cerrada. Me aferró al asidero de la puerta y él se echa a reír, acelera, conduce como un rayo, con la música a todo volumen mientras el tubo de escape arma un buen escándalo. Luego me mira con aire astuto.

—Se nota que lo he cambiado por un Aston, así corre más.

—Se nota, se nota…

Tenemos que subir más la música para entender la letra. Gibbo entra en el Trastevere, enfila una callejuela que hay a mano derecha. San Pancrazio. Gira a toda velocidad varias curvas y en menos que canta un gallo llegamos al Gianicolo.

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