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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Carolina se enamora (8 page)

En fin, que me siento culpable, hasta el punto de que me bajo una parada antes y echo a correr como una loca para llegar a tiempo al colegio, antes de que cierren la verja. Entro casi resbalando mientras Lillo, el portero, la está cerrando.

—¡Buenos días! Corre, corre, Carolina… ¡que hoy hay lío!

¡Dios mío! ¡Él también lo sabe! ¡¿O lo habrá dicho por decir?! No lo pienso, sino que sigo subiendo a toda prisa los escalones, de dos en dos, y también de tres en tres, aunque esto lo logro sólo una vez, porque luego casi tropiezo en el segundo intento y llego jadeante al pasillo que conduce a mi clase. Aminoro el paso por un instante. Vuelvo a pensar en lo que me ha dicho Lillo. ¿A qué se refería? ¿Hoy hay lío? ¿Por qué me habrá dicho eso? ¿Me pillarán la revista? ¿Qué otra cosa puede suceder si no? De forma que, por si acaso, decido llamar a Jamiro. Tecleo a toda velocidad el número de su móvil, pero nada, lo tiene apagado. Uf, pero ¿es que mi cartomántico de confianza duerme hasta tarde? ¡¿Se puede saber para qué le sirven a uno las predicciones astrológicas pasado el mediodía?! ¡La mañana es la base de nuestra vida! Por desgracia, de cómo vayan las cosas en el colegio depende mucho lo que pueda ocurrir por la tarde y, aún más, si cabe, si existe o no la posibilidad de salir por la noche. De repente siento necesidad de ir al baño, y cuando salgo de él me siento mucho más ligera. Quizá porque me he quitado un peso fundamental, aunque no fisiológico, sino… digamos espiritual. El que tenía en mi conciencia. He dejado la revista en lo alto, detrás de la cisterna del baño. ¡Sé cómo es porque una vez ayude a mi hermano R. J. a arreglar la de casa! Fue muy divertido. ¡Él hacía de fontanero y yo era su ayudante, y al final nos empapamos por completo porque se rompió una tubería! Pero no sabéis que risa, fue una de esas cosas que nunca se olvidan. Pese a que el agua salpica y causa daños y coges cubos y trapos e intentas encontrar una solución, al final resbalas, te caes y te apoyas o te agarras a una cortina y la arrancas o la rompes o cualquier otra cosa, y después, quizá se vuelca sin más un cubo que acababas de llenar de agua y te echas a reír como una tonta. Y algo le pasa también a él. Y os reís aún más. Y os miráis y os parece que todo esté diseñado para haceros reír, y entonces te ríes, te ríes sin cesar, y da la impresión de que el destino está de tu parte, sí, que vale realmente la pena reír sin parar. Creo que todavía hoy ésa sigue siendo una de las cosas que recuerdo con mayor placer, porque los dos pasamos una tarde de ésas en las que, de verdad, la barriga se tensa y te duele de lo mucho que te has reído. En esos instantes no hay nada más hermoso que esa risotada, te olvidas de todo lo que te ha salido mal y te sientes de verdad reconciliado con el mundo. Y entonces dejas de reírte, sueltas aún alguna que otra risita nerviosa, pero después te sientes casi satisfecha y exhalas un largo suspiro, como de alivio. Pues bien, eso es vivir, partirse de risa con una persona a la que quieres y que te hace sentirte querida, ¡Y, si bien confío en que me sucedan cosas mejores, sé que la historia del cubo del agua será uno de los recuerdos más bonitos de mi vida!

Sea como sea, entro corriendo en clase, justo a tiempo, porque en ese momento llega el profe de la primera hora. No. ¡No me lo puedo creer! No me acordaba. ¿Os dais cuenta del absurdo? ¡Es don Gianni! Habría pasado la clase de religión con el pecado justo a mi lado. Le habría bastado mirarme, notar mi rubor, y se habría producido el desastre, seguro que habría hecho un registro en toda regla.

—Eh, Clod…

—¿Qué pasa?

—Llama a Alis.

—¿Qué quieres decirle?

—Una cosa que quiero contarte también a ti.

—Vale… ¡Alis!

Alis se vuelve y ve que la estamos escrutando.

—¿Qué queréis? De comer ahora ni hablar.

—No —la miro negando con la cabeza— ¡Nada de eso! En cuanto suene la campana del recreo tengo preparada una cosa increíble para vosotras. No bajéis en seguida, quedaos en este piso porque tengo que enseñaros algo.

De modo que las tres primeras horas pasan en un abrir y cerrar de ojos. No lo resistía más, veía que, de vez en cuando, Alis y Clod me miraban tratando de entender. Pero yo como si nada. He logrado contenerme y, al final, ha llegado la hora del recreo.

—Venid, venid conmigo…

Cruzamos los pasillos casi pegadas a la pared, parecemos las protagonistas de esa serie que me gustaba tanto, «Los ángeles de Charlie» o, aún peor, y para no salirnos del tema, las de «Sexo en Nueva York», con alguna que otra diferencia, claro… ¡Nosotras somos más jóvenes!

—Aquí. Entrad aquí.

Miro sólo un segundo alrededor y, al ver que no hay nadie, las empujo una detrás de otra al interior del cuarto de baño.

—Ah, pero ¿qué pretendes hacer? —Clod parece preocupada—. ¿Tienes drogas?

—¡Anda ya! —Alis se encoge de hombros—. Como mucho querrá escribir algo en la pared, como hace de vez en cuando la gente… Y quiere que la ayudemos.

—No… Tengo que enseñaros una cosa.

Subo a la taza del váter y asomo la cabeza por detrás de la cisterna. Introduzco una mano, la llevo hasta el fondo y busco, hurgo cada vez más de prisa. Después bajo de nuevo al suelo.

—¡Nada! ¡Qué capullos! Alguien me la ha mangado.

—¿El qué? ¿Qué tenías ahí detrás?

Se lo cuento todo, la confirmación de Matt, la fiesta, los Ratas encerrados en la habitación, el descubrimiento de la revista pornográfica, el escondite de esta mañana en el baño y, al final, el robo. Me escuchan con curiosidad, pero al final las veo indecisas.

—¿Qué pasa? ¿No me creéis?

Las miro a las dos.

—Oh, sí, sí…

Pero ¿sabéis cuando la gente te dice las cosas por decir, sin creérselas ni siquiera un poco? Clod, en cambio, ya está pensando en algo distinto.

—Oye, ¿qué os parece si salimos? Dentro de un momento se acaba el recreo.

De modo que poco después bajamos por la escalera que conduce al patio.

—En cualquier caso, os aseguro que estaba ahí…

Al final damos por zanjado el asunto y nos concentramos en el recreo. Clod se pone las botas como suele tener por costumbre, se sumerge en un paquete de patatas Chipster y se olvida de inmediato de la historia del baño, de la revista y de todo lo demás. Después de haber mordisqueado una pizza pequeña y de haberla desechado porque no le gustaba, Alis me da una palmada en el hombro.

—Venga. Caro, no tiene tanta importancia.

Y se aleja dejándome con la duda de si se habrá creído de verdad la historia de la revista porno. Sólo se una cosa: he evitado en lo posible cruzarme con Biondi y con Matt, que lo han largado todo, y con el resto de los Ratas, que, a buen seguro, están al corriente. Además, otra de las cosas que me impresionan esa mañana… Cuando salgo del colegio, Lillo, el portero, me saluda con una sonrisa.

—¡Adiós, Carolina!

Jamás lo ha hecho. Y, además, es particularmente extraño, da la impresión de que está cansado aunque a la vez alegre y satisfecho. ¿Habrá sido él quien me ha robado la revista?

A mis espaldas, mientras sigo hojeando el libro, aparece Sandro, el dependiente de la librería.

—Bueno, entonces ¿qué? ¿No te lo llevas?

Me lo dice casi con aire de desafío, como si no tuviese valor… Pero ya ves tú lo que me importa a mí. Al final elijo otro y ni siquiera le contesto. Hago como si nada. No lo tengo en cuenta en absoluto. ¡Si no soporto responder y tener que dar explicaciones a mis padres, así que menos aún a ese tipo! Deambulo libremente entre las estanterías. A continuación decido escuchar un CD de James Blunt,
All The Lost Souls
. Me pongo los cascos y elijo el tema que quiero. Me veo reflejada en el espejo de la columna. Empieza la canción. Sonrío. Sola, independiente, con todo el día por delante para mi sola… Ah, qué bonito. Ahí está, comienza.
Shine on
. Me encanta cuando dicen: «¿Nos están llamando para nuestro último baile? Lo veo en tus ojos. En tus ojos. Los mismos viejos movimientos para un nuevo romance. Podría usar las mismas mentiras de siempre, pero cantaré. ¡Brillaré, simplemente, brillaré!». Es así. De modo que cierro los ojos. Y me dejo llevar por la melodía y me doy cuenta de que me estoy balanceando un poco… Y sigo el ritmo. Pero, cuando vuelvo a abrir los párpados, veo a un tipo reflejado en el espejo que me mira. Tiene los ojos de un azul intenso, el pelo oscuro, es alto, delgado y mayor que yo. De repente me sonríe y el corazón me da un vuelco. Bajo la mirada, me he quedado sin aliento. Dios mío, ¿qué me pasa? Cuando vuelvo a alzar la vista, él sigue allí. Ahora sus ojos me parecen incluso más bonitos. Ladea la cabeza y sigue escrutándome así, con su preciosa sonrisa y una mirada descarada. Parece muy seguro de sí mismo. Y a mí no me gustan los tipos demasiado seguros de sí mismos. Pero es guapísimo. No me lo puedo creer. Ha hecho que me ruborice. Bajo los ojos de nuevo. Dios mío, ¿qué me está sucediendo? No me lo puedo creer. No es posible. Pero, cuando los levanto de nuevo, él ha desaparecido. Puf, Se ha desvanecido. ¿Lo habré soñado? De ser así, ¡qué sueño tan maravilloso!

Me acerco a la caja.

—Buenos días… Me llevo éste.

Se acerca de nuevo Sandro, el dependiente.

—Ah,
Perdonadme por tener quince años
, de Zoe Trope… —Lo coge y le da vueltas entre las manos—. Es un buen libro. ¿Sabes que, sin embargo, no se sabe con certeza si el autor es un hombre o una mujer? Se trata de un seudónimo, alguien se oculta ahí detrás. —Sonríe y me lo tiende—. Pero no está mal.

—Gracias…

¿Se puede saber qué quiere ese tipo? No lo entiendo, ¿debe echar por tierra mi elección como sea? No lo comprendo. Quizá el libro encierre un mensaje oculto, o tal vez Zoe Trope, o quienquiera que escriba en su nombre, le haya birlado la novia a ese Sandro. Bah.

Pago. Salgo y echo a andar. Me paro delante de un escaparate. Esos zapatos le encantarían a mi madre. Parecen cómodos. Son bajos, elegantes, aunque también un poco deportivos, negros y brillantes. Mi madre trabaja todo el día en una gran tintorería. Es un trabajo pesado, siempre estás en contacto con la plancha y el vapor. Hace calor. Se suda y se trabaja un montón. Planchas y lavas la ropa. Las mismas cosas que, después, le toca hacer también en casa, sólo que ahí no te pagan. Mientras que allí, si las cosas no están listas cuando toca o salen mal, te las cargas. Hay clientes maleducados. Al menos, eso es lo que me cuenta. Yo sólo he estado una vez donde ella trabaja, cuando era pequeña, un día que no supo con quién dejarme. Yo la miraba, no se paraba nunca. Dice que así se mantiene en forma gratis: Los zapatos cuestan ochenta y nueve euros y yo los estoy ahorrando, ya casi he alcanzado esa cifra. Luego, de improviso, oigo una voz alegre.

—Es éste, ¿verdad?

Veo el CD de James Blunt. Y oigo también la música, justo la canción que tanto me gusta. Parece cosa de magia. Me asusto, me ruborizo, sonrío a mi vez. Y él está allí, reflejado en el escaparate, detrás de mí, casi abrazándome. La música sale de su teléfono móvil. Después aparece sobre mi hombro sonriendo. Casi me olfatea. Me rodea, me mira y no dice nada, aunque no deja ni por un momento de sonreír.

—Toma, lo he comprado para ti. —Y me lo mete en un bolsillo del bolso, dejándolo caer—. Me ha dado la impresión de que te gustaba.

Sonríe nuevamente y apaga su móvil. Yo permanezco en silencio. Me recuerda a una escena de aquella película que vi una vez en casa a escondidas y que había mangado de la videoteca de R. J. con Clod y Alis. ¿Cómo se titulaba? Ah, sí.
Nueve semanas y media
. Ella es Kim Basinger, va al mercado y ve una bufanda que le gusta un montón, pero que cuesta demasiado. Entonces él se la compra y de repente se acerca a ella por la espalda y se la echa sobre los hombros mientras la abraza. Y ella sonríe. Me gustó esa escena. Él es Mickey Rourke. Y ese tipo es un poco como él. A pesar de eso, cojo el CD del bolso y se lo devuelvo.

—Gracias, pero no puedo aceptarlo.

—Te lo ha dicho tu madre, ¿eh? Eso sólo vale para los caramelos que te ofrecen los desconocidos. ¡Éste no tienes que comértelo!

Me lo tiende de nuevo.

—Puedes escucharlo cuando quieras… —me dice risueño.

Es amable. Parece simpático. Debe de tener unos veinte años, quizá diecinueve. Y me gusta más que Mickey Rourke. Y ya no parece tan seguro de sí mismo como cuando nuestras miradas se han cruzado en el espejo. Sonríe y me escruta. Parece más tierno. Me gustaría llamarlo «tiernoso»…, pero no es cuestión de arruinarlo todo nada más empezar, ¿no? De modo que permanezco callada y vuelvo a meter el CD en el bolso. Y echamos a andar. No sé por qué, me siento más mayor. Quizá porque él lo es y se ha interesado por mí. Y charlamos.

¿Qué haces?, ¿qué no haces?… Miento un poco y me doy importancia.

—Estudio inglés, y además he hecho una prueba porque me gusta cantar… —añado confiando en no tener que demostrárselo nunca, puesto que desentono bastante.

—¿Has estado alguna vez en el Cube?

—Oh, sí, voy de vez en cuando —le respondo, ¡confiando en que no me pregunte cómo es! En parte me siento culpable, y en parte no.

Compramos un helado.

—Elige tú primero.

—De acuerdo. En ese caso, doble de nata, castañas y pistacho.

—Yo también.

¡Me pirra! Tenemos los mismos gustos… Bueno, la verdad es que sólo me gusta la castaña, pero lo elijo idéntico al suyo para que parezcamos simbióticos.

—No, no, esto lo pago yo, es lo menos que puedo hacer.

Y él vuelve a meterse la cartera en el bolsillo. Y dice vale, y sonríe, y me deja actuar. Y yo abro el pequeño estuche Ethic y cuento el dinero, sólo tengo unas pocas monedas. ¡Nooo! Justo lo que me faltaba, pero al final cuatro, cuatro con cincuenta, ¡cuatro con noventa! Lo he conseguido, menos mal… De otra forma, habría quedado de pena. Y, sin saber por qué, miento sobre mi edad o, mejor dicho, me añado algunos meses.

—Catorce años…

Por un momento parece perplejo, como si mi edad no lo convenciese. Busco su mirada, pero se hace el sueco.

—¿Qué ocurre?

—¿Qué?

—No, es que tenía la impresión de que…

Pero no me da tiempo a terminar.

—¡Ven, vamos!

Y me coge de la mano y echamos a correr entre la gente. Turistas extranjeros, gente de color, alemanes, franceses, y algún que otro italiano. Yo casi tropiezo, pero él me arrastra con su increíble entusiasmo.

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