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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

Cada hombre es una raza (8 page)

El pescador se quedó solo, parecía que el arenal se había vuelto aún más inmenso. En su ínfimo contorno él se dejó anochecer, palpando en los dedos el sabor de las cenizas. Tantear los restos le daba un sentido de grandeza. Al menos que le cupiese deshacer, destruir todo lo que le estaba prohibido.

Los días se sucedieron sin que Maneca lo notase. Cierta noche, no obstante, se confirmó el presagio de Salima: aquel fuego había volado demasiado alto, y los espíritus estaban molestos. Porque, en la copa de los cocoteros, el viento se puso a aullar. Mazembe se acongojó, el suelo mismo tuvo escalofríos. Súbitamente, el cielo se rasgó y gruesas piedras de hielo cayeron por toda la playa. El pescador corría en el vacío en busca de refugio. El granizo, implacable, lo castigaba. Maneca no encontraba explicación. Nunca antes se había enfrentado a tales fenómenos. La tierra subió hasta el cielo, pensó. Vuelto del revés, el mundo dejaba caer sus materiales. Con angustia de huérfano, el pescador ciego cayó de rodillas, con los brazos sobre su cabeza. Ni a sí mismo se oía, sólo se notaba que llamaba a Salima, entre sollozos suyos y gemidos de la tierra.

Fue cuando sintió la suave mano que le tocaba los hombros. Alzó el rostro: alguien le enjugaba la fiebre. Primero se resistió. Después se abandonó, aniñándose en regazo materno. Preguntó:

—¿Salima?

Silencio. ¿Quién era aquella silueta tan llena de ternura? Sin duda era Salima, aquel cuerpo de mujer, esbelto y firme. Pero las manos de ésta semejaban más edad, con arrugas de numerosas tristezas.

Ella lo llevó a un refugio, tal vez su vieja cabaña. Sin embargo, el lugar parecía tener otro silencio, otra fragancia. Fuera, los vientos se fatigaban. La tempestad amainaba. Ahora las manos le lavaban el rostro, amansando la sal.

—No sé quién eres tú...

Un peine le ordenó los cabellos. En el arrullo, Maneca casi se durmió. Con un movimiento del hombro, le ayudó a que se pusiera una camisa, ropa planchada.

—Tú, seas quien seas tú, te pido: nunca uses tu voz. No quiero oír nunca tu palabra.

La identidad de aquella mujer, en el silencio, habría de perderse. Fuesen o no de Salima aquellas manos, fuese o no aquella su cabaña, en la ignorancia él habría de aceptarse. Además, él estaba al tanto de la habilidad de las mujeres para amansar a los hombres, convertirlos en niños, almas de insuficiente confianza.

Maneca fue así retomando el tiempo. Se dejaba llevar por el consuelo de aquella mujer anónima. Ella cumplía su petición, sin pronunciar jamás siquiera un suspiro.

Todas las tardes él se ausentaba camino del bosque. Cumplía una tarea clandestina, su única devoción. Hasta que una tarde, apareció frente a la compañera enmudecida y le dijo:

—Llévate esos remos. En la playa hay un barco que he hecho para que salgas de pesca.

Y prosiguió: que saliese, que asumiese el mando de aquel barco, que no se preocupara por él. Él se quedaría a la orilla del agua, dedicado a los despojos del mar.

—Ten en cuenta que ando buscando los ojos que perdí.

Desde entonces, todas las infalibles mañanas, se vio al pescador ciego vagabundeando por la playa, removiendo la espuma que el mar deletrea en la arena. Así, con pasos líquidos, él aparentaba buscar su rostro completo entre generaciones y generaciones de olas.

El ex futuro padre
y su previuda

La vida es una tela que teje la araña.

Que el bicho se crea cazador

en casa legítima poco importa.

En el contrario instante,

el se torna cautivo en trampa ajena.

Se confirma en esta historia,

que sucedió en virtuales y menudos parajes.

Era Benjamim Katikeze. Desde pequeño se había dedicado a las ausencias, paralelo al cielo. Los otros jugaban, festejando las ínfimas minucias de la infancia. Sólo Benjamim se consumía en la catequesis, entre santos e incienso. Incluso sus padres, que lo querían serio y ordenado, pensaban que se excedía.

—Ve a jugar, Ben. Aprovecha que eres niño.

Pero Benjamim, sin dar oídos, se desaniñaba. El cuerpo maduraba, más que la edad. Las noches desfilaban y se hacían cóncavas para provecho de chicos y chicas. Sólo las manos del susodicho se mantenían juntas, pegadas, inmaculadas. Ben iba más alto que las almas.

Hasta que un día apareció Anabela, anabellísima. Era un caramelo, capaz de provocar deseos en los más pacíficos ojos. Anabela se enamoró de Benjamim. El pobre ni con eso: al contrario, se internaba todavía más en habilidades de
kongolote
.

La muchacha le envió misivas, mensajes más suspirados que garabateados. En presencia de él, Anabela se desenvolvía. Pero siempre es así: cuando hay pan falta el afán. Y para mujer arrojadiza, hombre escurridizo. Pónganse las íes bajo los puntos. Ajústese.

El barrio, mientras tanto, entretenía sus mil bocas con el romance desavenido. En el bar vecino se comentaba:

—¿Mujeres? Mientras más menean el cuerpo, más cierran el corazón.

—Yo sé lo que ella quiere: parné y billetera abultada. Al fin, sólo la lluvia es buena y gratis.

—No, no se trata de dinero. Si al mismo Henrique, mulato como ella, le fue negada la mano.

Hubieran dicho. Dijeran lo que dijesen, la verdad era sólo una: Anabela, deseada por todos, sólo quería a Benjamim. Con todo, él seguía sus votos, recluido. Quería entrar al seminario, estudiar patrología. A la espera, su único empeño era la oración. Ben era bastante oractivo.

Los acosos de Anabela se hicieron más cerrados. Parecía que cuanto más inviable, más en él se empecinaba. ¿O quizá la voluntad se nutre de imposibles? Anabela llegó a visitarlo en horas provocadoras. Muchos la vieron salir de casa de Benjamim sin hurtadillas, atrevivida.

La muchacha parecía buscar el escándalo. Incluso al pronunciar el nombre de él, cometía desliz: «¿Benjamim me besa a mí?». Las gentes susurraban. ¿Hasta cuándo el chico resistiría, beato repeliendo el acto?

—No resiste. ¿Algún hombre que sea inoxidable?

Pero las apariencias son más grandes que las ocurrencias. Y el real asombro: la barriga de Anabela empezó a crecer. Anabela, Anabela.

Su padre, el respetuoso Juvenal, tomó entonces honrosas profilaxis. Al final, todos lo sabían: Juvenal era un hombre muy intrépido. Se esperaban las consecuencias. El dedo en el timbre de la casa de Benjamim anunció la tempestad:

—¿Señor Benjamim?

—Sí, soy yo.

—Vengo a saber la fecha.

—¿Qué fecha?

—La fecha de la boda.

—¿Boda? ¿De quién?

—De la suya, señor Benjamim. Su boda con mi hija Anabela.

La mandioca ya se agriaba. Ben se volvía extranjero en su propia casa. Ciudadano con apuros de supervivencia, sólo pudo balbucir. Pero el otro:

—¿Es seminarista? ¿Y? Los conozco: ¡son los peores!

Juvenal, suegro en víspera de investidura, no aceptaba argumentiras: el nasciturus era indudable, legítimo e incondicional. Y así, el hombre se fue, dejando a Benjamim a las puertas de la noche. Estaba con el pensamiento desmemoriado, sin palabra. Al fin y al cabo, no hay tristeza que pueda explicarse. Porque es una herida más allá del cuerpo, un dolor más allá del sentimiento. Y la angustia de Benjamim era una inundación que lo cubría todo. El se adivinaba bajo el manto de la oscuridad, como si la vida y la muerte le fueran simétricas. Sólo por causa de un engaño, todo su sueño se había anulado. Ya no sería cura, su única aspiración. Y tendría que casarse con alguien que únicamente le inspiraba inquietud. Sin auxilio terreno, Benjamim rezaba con tanto fervor que todos sus pantalones se rompieron a la altura de las rodillas. Incluso tuvieron que remendar las del traje de boda.

Se casaron irremediablemente. Anabela y Benjamim, y viceversa. Con ellos se emparentaron las familias, cruzándose nombres y destinos. Y los dos comenzaron a entrevivirse, mutuos testigos de sus intimidades. De día y de noche era imposible el entendimiento. El, virginal, sólo le daba ocupación a las rótulas, en las sucesivas genuflexiones. Ella siempre anhelaba acrobacias, distractividades.

Y, finalmente, su embarazo no se consumó. No por aborto o raspado. Nada de eso. Anabela se desbarrigó por misterio. Benjamim no le hizo preguntas: mejor sería ignorarlo. Y así siguió.

Anabela, entretanto, se cansó de usar su belleza sin que Ben ejerciera sus masculinas funciones. Decidió entonces consultar al vecino, un viejo enfermero jubilado, de nombre Bila.

—¿Qué pasa, vecinita?

Ella le contestó que era un asunto muy íntimo, el vecino la invitó a que entrase. Anabela, cohibida, ocupó poco asiento. Recorrió la sala con sus ojos desconfiados:

—Disculpe, señor enfermero. Pero no he conocido jamás paredes sordas.

El enfermero sonrió con benevolencia, calmando a la moza. Ella que hablara a gusto: eran paredes de máxima confianza. Anabela le confesó el motivo de su infelicidad: el seudo Benjamim. El viejo oyó palabras, lágrimas, suspiros. Por fin, hizo la síntesis:

—Es decir, él la desposó pero no ejerce la soberanía.

A ella le gustó el resumen, pero no coincidió con el siguiente comentario.

—Es una cosa que se ve, Anabela. Se ve que no es una esposa completa. Usted anda siempre muy cabizbaja.

Ella hizo una seña intentando interrumpir, pero Bila prosiguió: Me sorprende, con lo fornido que es Ben. Y luego se rió: Es como un costal de carbón, parece corpulento pero no se sostiene en pie.

—No es lo que usted piensa. Únicamente me gustaría que ayudase al pobre Ben.

—Disculpe, Anabela, pero no servirá de nada.

El divulgó sus limitaciones: como enfermero nada sabía, como vecino menos aún podía.

—Esas cosas no le incumben a un hospital.

Bila se levantó. Sacó un pañuelo y se limpió el rostro. Después, se acercó a la ventana y atisbo hacia ningún lado. Se acomodó la chaqueta antes de hablar.

—La cura de esos males sólo se encuentra en la tradición. Pero ustedes, los de la ciudad, ya la empiezan a negar...

—Yo no niego nada. Ben es el que nunca aceptaría debido a la religión.

—Pero ¿qué? ¿Amar a la mujer legítima va contra alguna religión?

—No, pero eso de usar hechizos...

—Déjeme a mí, Anabela. Convenceré a Ben, que lo conozco desde hace mucho tiempo.

El enfermero le explicó el procedimiento: el marido en apuros empezaría a bañarse en agua de raíces.

—¿Es para lavar su
chissila

?.

Anabela dudó, quería los detalles. ¿
Chissila
? Sí, era el origen de la mala suerte del marido. Las raíces lavarían al pobre Ben del mal de ojo. Después, prosiguió Bila, vendría la vacuna.

—En ese momento entra usted como enfermero.

El vecino lo negó. Era una vacuna tradicional, hecha con polvos del fuego, cenizas de hueso de león.

—¿León? ¿Dónde se encuentran leones en estos tiempos?

—Son leones antiguos, coloniales. Calidad garantizada.

Quien aplicaría la vacuna sería una vieja hechicera que él conocía, con artes capaces de inflamar de pasión un hormiguero de termitas. Iban a consultarla incluso cooperantes. La hechicera, decía el vecino, era varias veces internacional. Pero Benjamim se tendría que trasladar, con alma y equipaje, a la residencia de la vieja.

—Un curso de capacitación, como dicen por ahí.

Tendría que pasar por la prueba final con la propia hechicera. Si Bejamim aprobaba, nunca más desperdiciaría la oportunidad con la hermosa Anabela.

—¿Mi Benjamim durmiendo con la vieja?

No había alternativa, dijo el enfermero. Las heridas de la boca se curan con la propia saliva. Ella argumentó sus temores:

—He oído decir que hay hombres que sólo pueden hacerlo con viejas, sobre todo las de edad muy avanzada. Con las jóvenes no lo consiguen.

Anabela volvió a casa llena de dudas. Una pesadilla la persiguió durante muchas noches. Soñaba que, al dormir, se convertía en vieja, cubierta de arrugas y de escamas. Envejecía en el preciso momento en que conciliaba el sueño. Su marido desconocía esos cambios, ora bella, ora monstruo. Cierta vez, sin embargo, el sueño se desarrolló así: después de consumar los amores, ella se durmió mientras él la contemplaba con pasión. Entonces, ante los ojos del hombre se dio la espantosa transfiguración. La piel lisa se agrietó, el cuerpo fresco se resecó. El se quedó atónito, casi a punto de desexistir. Fue a ver al vecino, consultó a Bila.

—Necesito que un hechicero anule el hechizo que pesa sobre Anabela.

Bila le contestó con una pregunta: ¿cómo sabía él si Anabela no era, de hecho, una vieja que se hacía joven durante el día?

—¿Y qué diferencia hay?

—Una gran diferencia, Ben. Si su mujer fuera esa que usted vio dormida, entonces se quedará con una vieja arrugada para toda la vida.

—Pero yo quiero deshacer el hechizo.

—Está bien. Pero después no diga que no le advertí.

Aún en el sueño, Anabela se veía despertando en una mañana brumosa. Al mirarse en el espejo se descubría arrugada, parecía una difunta arrepentida. Rompía el espejo hasta ver su rostro astillado. Pero en cada pedazo de vidrio se volvía a ver encarrujada. Se lavaba con agua tibia, se alisaba con cremas de hierbas. Nada, las arrugas porfiaban, invencibles. Y cuando intentaba salir del cuarto, las piernas, entumecidas, no le respondían.

Anabela despertaba de la pesadilla, bañada en sudor. Corría al espejo para comprobar su aspecto. El espejo la devolvía suave y tersa. Ella suspiraba con el consuelo de la realidad.

Los malos sueños continuaron incluso después de que Benjamim hubo partido hacia la casa de la hechicera. Anabela no lograba imaginar qué argumentos habría usado el enfermero para convencer a su marido. Pero la verdad es que Benjamim preparó una pequeña maleta y, sin decir palabra, se ausentó. Permaneció tres semanas en la curación. Anabela contó desesperada los días con los dedos. ¿Volvería normal? ¿O traería nuevos hábitos por la convivencia con la vieja? Finalmente, él llegó. Anabela permaneció con los ojos muy abiertos, sin preguntarle nada. Benjamim estaba pálido, más trastornado que retornado. Se sentó en la cama y miró prolongadamente a su esposa. Ella se interrogaba sobre esa actitud. ¿Qué alma estaría por detrás de aquel hombre?

Se quedaron callados por un rato. Ben le hizo una seña para que se aproximase. Anabela se incorporó, sintiendo que ya la inundaba el volcán del deseo. Se arrodilló frente a su marido:

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