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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

Cada hombre es una raza (7 page)

La piel de la princesa estaba pegadita a mi cuerpo, yo transpiraba el sudor de ella. La señora estaba en mis brazos total, abandonada. Empecé a soñar que, en realidad, estaba huyendo conmigo. ¿Quién era yo sino ese tal Antón? Sí, yo me reconocía como el auténtico escritor de la carta. ¿Fui un intruso? Tal vez, pero en aquel momento estuve de acuerdo conmigo mismo. Finalmente, si la vida de la señora ya no tenía validez, lo que importaba era ayudarla en sus delirios. Quizás esas locuras pudieran sanar la herida que le sustraía el cuerpo. ¿Pero se ha dado cuenta, padre, de qué papel estaba haciendo? ¿Yo, Duarte Fortín, encargado general de los criados, huyendo con una blanca, princesa para colmo? Como si algún día ella pudiese quererme a mí, a un tipo de mi color y con las piernas desiguales. No hay duda, tengo alma de lombriz, me arrastraré por el otro mundo. Mis pecados piden muchísimas oraciones. ¡Rece por mí, padre, rece mucho por mí! Porque lo peor, lo peor todavía no se lo he contado.

Yo cargaba a la princesa por un camino desviado. Ella no se dio cuenta de ese desvío. Llevé a la señora hacia la margen del río, la acosté sobre la yerba blanda. Fui al río a buscar un poco de agua. Le mojé la cara y el cuello. Ella sintió escalofríos, aquella máscara de polvo empezó a deshacerse. La princesa respiraba con dificultad. Miró alrededor y preguntó:

—¿La esteción?

Decidí mentir. Le dije que estaba allí, justo al lado. Estábamos bajo aquella sombra sólo para escondernos de los demás que esperaban en el patio de la estación.

—No deben vernos, es mejor esperar el tren en este escondrijo.

Ella, pobre, me agradeció los cuidados. Dijo que nunca había visto un hombre tan bondadoso. Pidió que la despertara cuando llegase la hora; estaba muy cansada, necesitaba reposo. Me quedé mirándola, apreciando su presencia tan próxima. Vi los botones de su vestido, adiviné todo el ardor que había debajo. Mi sangre acuciaba. Al mismo tiempo yo sentía miedo. ¿Y si el patrón me pillaba allí, en medio del césped con su señora? Bastaba con apuntarme con el hocico oscuro del fusil y disparar. Fue ese temor de ser fusilado lo que frenó. Me quedé solamente mirando a aquella mujer en mis brazos. Fue entonces cuando el sueño, una vez más, empezó a huir de mí. ¿Entiende, padre? Ella tenía la piel blanca que era la mía, su boca me pertenecía, sus ojos azules eran míos. Era como si yo fuese un alma distribuida en dos cuerpos contrarios: uno macho, otro hembra; uno negro, otro blanco. ¿Lo duda? Sepa, padre, que los opuestos son los más iguales. ¿No lo cree? Escuche: ¿el fuego no es lo que más se parece al hielo? Ambos queman y, en los dos, sólo mediante la muerte el hombre puede entrar.

Pero si yo era ella, estaba yo muriendo entonces en mi segundo cuerpo. Así, me sentí debilitado, desapercibido. Caí a su lado y nos quedamos los dos sin movernos. Ella, con los ojos cerrados. Yo, evitando la somnolencia. Sabía que si cerraba los ojos, nunca jamás los volvería a abrir. Yo ya estaba muy dentro de mí, no podía bajar más. Hay momentos en los que nos parecemos mucho a los muertos y esa semejanza da fuerzas a los difuntos. Y no nos perdonan que nosotros, los vivos, seamos tan parecidos a ellos.

¿Y sabe cómo me salve, padre?: metiendo los brazos en la tierra caliente, como hacían los mineros moribundos. Fueron mis raíces las que me ataron a la vida, fue eso lo que me salvó. Me levanté todo sudado, con mucha fiebre. Decidí salir de allí, sin tardanza. La princesa todavía estaba viva e hizo una seña para que me detuviera. Desprecié su petición. Volví a casa con la misma congoja que sentí cuando abandoné a los sobrevivientes en la mina. Cuando llegué, le dije al patrón: encontré a la señora ya muerta, en un árbol cerca de la estación. Lo acompañé para que él mismo lo confirmase. En aquella sombra, la princesa todavía respiraba. Cuando el patrón se agachó, ella le aferró los hombros y le dijo:

—¡Antón!

El patrón oyó aquel nombre que no le pertenecía. Aún así le besó la frente, cariñoso. Fui a buscar la carreta y, cuando la levantamos, ella ya estaba muerta, fría como las cosas. De su vestido cayó, entonces, una carta. Yo intenté recogerla pero el patrón fue más rápido. Miró con sorpresa el sobre y después observó mi rostro. Me quedé cabizbajo, temiendo que él me preguntara. Pero el patrón estrujó el papel y lo metió en su bolsillo. Nos fuimos en silencio hasta la casa.

Al día siguiente, huí a Gondola. Hasta ahora sigo allí, en el servicio de trenes. De vez en cuando, vengo hasta Manica y paso por el viejo cementerio. Me arrodillo junto a la tumba de la señora y le pido disculpas ni yo sé de qué. No, tal vez lo sepa. Le pido perdón por no haber sido aquel hombre que ella esperaba. Pero eso es sólo un fingimiento de culpa, usted sabe hasta que punto es mentira que yo me arrodille, porque mientras estoy allí, frente a la tumba, solamente me acuerdo del sabor de su cuerpo. Por eso le confieso esta amargura que me roba el gusto por la vida. Ya falta poco para irme de este mundo. Incluso le he rogado permiso a Dios para morir. Pero parece que Dios no escucha mis ruegos. ¿Cómo dice, padre? ¿No debo hablar así, desahuciado? Pero es así como yo me acuerdo de mí, viudo de mujer que no tuve. Es que ya me siento tan poca cosa. La única alegría que me entusiasma, ¿sabe cuál es?: salir del cementerio e ir a pasear entre el polvo y las cenizas de la antigua mina de los rusos. Aquella mina ya cerró, murió con la señora. Yo me encaminó allá solo. Después me siento en un viejo tronco y miró hacia atrás, hacia esos caminos que he pisado. ¿Y sabe entonces qué veo? Veo dos huellas diferentes, pero ambas salidas de mi cuerpo. Unas de pie grande, pie masculino. Otras son marcas de pie pequeño, de mujer. Ese es el pie de la princesa, de esa que camina a mi lado. Son huellas, padre. Estoy completamente seguro. Ni Dios puede negar esta certidumbre. Dios puede que no me perdone ningún pecado y así me arriesgo al destino de los infiernos. Pero a mí no me importa: allá, en las cenizas de ese infierno, he de ver el rastro de sus pasos, que avanzan siempre a mi izquierda.

El pescador ciego

El barco de cada uno está en su propio pecho.

Refrán macua

Vivimos lejos de nosotros, en distante fingimiento. Nos desaparecemos. ¿Por qué nos preferimos en esa oscuridad interior? Tal vez porque lo oscuro junta las cosas, cose los hilos de lo disperso. En el cobijo de la noche, lo imposible gana la suposición de lo visible. En esa ilusión descansan nuestros fantasmas.

Escribo todo esto incluso antes de empezar. Escritura de agua de quien no quiere recuerdos, el definitivo destino de la tinta. Todo por Maneca Mazembe, el pescador ciego. El caso fue que él se vació ambos ojos, dos pozos bebidos por el sol. Cómo perdió la vista es cosa de no creer. Existen esas historias que, cuanto más se cuentan, menos se conocen. Muchas voces, al final, sólo producen silencio.

Sucedió un día de pesca: Mazembe se perdió en el sinfín. La tempestad había asustado al pequeño
concho

y el pescador se ilimitó, desnortado. Pasaron las horas, llamadas por el tiempo. Sin red ni reservas, Mazembe tuvo fe en la espera. Pero el hambre comenzó a anidar en su barriga. Decidió lanzar el hilo, ya sin esperanza: el anzuelo carecía de cebo. Y nadie conoce un pez que se suicide por gusto, mordiendo un anzuelo vacío.

Durante las noches, el frío se encaprichaba. Maneca Mazembe se cubría a sí mismo. No existe mejor cobijo que el cuerpo, pensaba. ¿O acaso los bebés, dentro del vientre, sufren de frío?

La semana transcurrió, llena de días. El barco se mantenía, sobremarino. El pescador resistía, sobrevivo. Cuando le daba hambre, se palpaba las costillas en la moldura del cuerpo:

—Ya no me aparezco siquiera.

Así son las cosas: el juicio adelgaza más rápido que el cuerpo. Con esa delgadez creció la decisión de Maneca. Sacó el cuchillo y retuvo el gesto con firmeza. Se arrancó el izquierdo. Dejó el otro para los restantes servicios. Y clavó el ojo en el anzuelo. Era ya un órgano extraño, desenterrado. Pero se estremeció al contemplarlo. Parecía que aquel ojo desamparado lo seguía mirando, con pesarosa soledad de huérfano. Y así aquel anzuelo, entrando en su ajena carne, le dolió más que la herida de cualquier aguijón.

Arrojó el hilo y esperó. Adivinaba ahora el tamaño de un pez, ahogándose en el aire. Sí, porque no todos los días un pez puede morder un manjar semejante. Y se rió de sus propias palabras.

El pez, al cabo de muchos «vaya vaya», llegó, gordo y plateado. Pero ¿cuándo se ha visto un pez delgadito? Nunca. El mar es generoso, más que la tierra.

Así pensaba Mazembe mientras se vengaba de los ayunos. Asó el pescado en pleno barco. Cuidado, un día arderá el
concho
, contigo adentro. Era la advertencia de Salima, su esposa. Ahora, con el estómago colmado, sonreía. Salima, ¿qué sabía Salima? Delgaducha, su delicadeza era la de los juncos sumisos, incluso bajo una suave brisa. No se sabía qué fuerzas sacaba de sí misma cuando alzaba muy alto el palo del pilón. Y con el arrullo de Salima, Maneca se enterneció hasta dormirse.

Pero no se mide el árbol por el tamaño de la sombra. El hambre, pertinaz, regresó. Mazembe quería remar y no podía. Ya ninguna fuerza le respondía. Se decidió, entonces: se arrancaría el derecho. Así, de nuevo, practicó la cirugía. La oscuridad envolvió al pescador. Mazembe, biciego, sólo a sus dedos confiaba la visión. Volvió a lanzar el hilo al mar. No dudó al sentir el estirón, anunciando el pez más grande que jamás había pescado.

En el transitorio alivio del hambre, sus brazos recobraron fuerzas. Su alma había regresado del mar. Remó, remó, remó. Hasta que el barco chocó, lo oscuro al encuentro de lo oscuro. Por el modo del mar, entre murmullos de olas infantiles, intuyó que había llegado a una playa. Se levantó y gritó pidiendo ayuda. Esperó varios silencios. Por fin, oyó voces, gente que llegaba. Se sorprendió: aquellas voces le eran familiares, las mismas de su propia aldea. ¿Tal vez sus brazos habían reconocido el camino de regreso sin ayuda de los ojos? Lo recogieron muchas manos que lo ayudaron a bajar.

Había llantos, sobresaltos. Todos lo querían ver, nadie lo quería mirar. Su llegada esparcía alegrías, su aspecto sembraba horrores. Mazembe había regresado despojado de aquello que nos constituye: los ojos, ventanas donde se nos enciende el alma.

Desde entonces, Maneca Mazembe jamás se hizo a la mar. No porque quisiese hundirse en aquel exilio, despojado del mar. El insistía: sus brazos habían probado conocer los atajos del agua. Pero nadie lo autorizaba. Su mujer se negaba muy mucho a entregarle los remos.

—Tengo que ir, Salima. ¿Qué vamos a comer?

—Más vale pobre que viuda.

Ella lo tranquilizó, habría de recoger almejas, cohombros, conchas de comer y vender. Así entretendrían la miseria.

—También yo puedo pescar, Maneca, en el barco...

—Nunca, mujer. Nunca.

Mazembe se enfureció: que nunca más se le ocurriese mentar esa idea. Era ciego pero no había perdido su estatuto de macho.

Pasó el tiempo. En las largas mañanas, el ciego se pertrechaba de sol. En el oleaje, sus sueños imaginadaban. Hasta que, cada mediodía, su hija lo atraía hacia la caricia de una sombra. Ahí le servían comida. Sólo sus hijos podían hacerlo. Porque el pescador se había entregado a una única guerra: esquivar los cuidados de Salima, su dedicada esposa. Aceptar su amparo era, para Mazembe, la más dolorosa rebajeza. Salima le ofrecía ternura, él la rehusaba. Ella lo llamaba, él le respondía con un rezongo.

Pero, al ahondarse el tiempo, el hambre se hizo fuerte. Salima se arrastraba, más puntual que las mareas, recogiendo cáscaras de miseria, demasiada concha y poco de comer.

Salima entonces le anunció a su marido: por mucho que le costase, embarcaría al día siguiente. Iría a pescar, su cuerpo escondía poderes que él ignoraba. Mazembe se negó, desesperado. ¡Nunca! ¿Cuándo se ha visto a una mujer que pesque, dirigiendo un barco? ¿Qué dirían los otros pescadores?

—Aunque tenga que amarrarte a mi pie, Salima. Tú no vas al mar.

Dicho esto, gritó llamando a sus hijos. Bajó camino de la playa. Toda su flacura se hacía tensa en el arco del cuerpo. La marea estaba baja y la embarcación se había tumbado con la barriga en la arena, perezosa.

—Vamos, chicos. Vamos a arrastrar este barco hasta arriba.

Él y sus hijos empujaron el barco hasta lo alto de las dunas. Lo llevaron a donde nunca llegaban las olas. Mazembe sacudía las manos, riñendo a su mujer.

—Tú, Salima, no me provoques.

Y, volviéndose hacia el barco, dictaminó:

—Ahora vas a ser casa.

Desde entonces, Maneca Mazembe vivió en el barco, marinoterrestre. Él, junto con la embarcación, parecía una tortuga patas arriba, incapaz de regresar al mar. Y, en esa soledad extensa, Mazembe se echó al abandono.

Hasta una mañana incierta. Salima se acercó al barco, se quedó contemplando a su marido. Su estado era de total desaliño, con cara de muchas barbas. La mujer se sentó, acomodó en sus brazos una olla de arroz. Dijo:

—Maneca, hace mucho tiempo que no me pegas.

Quién sabe, conjeturó ella, si la amargura del hombre no se debía a la abstinencia. Tal vez precisaba sentir sus lágrimas, exclusivo propietario de sus sufrimientos.

—Mazembe, puedes pegarme. Yo te ayudo: me quedo quietecita, sin moverme para nada. El pescador, silencioso, recorría los atajos del alma. Conocía las tretas de las mujeres. Por eso cambió de tema:

—Ni sé qué hora es. Ahora nunca sé.

Salima insistía, casi suplicante. Que le pegara. El hombre, al cabo de mucho tiempo, se incorporó. Tropezó con el cuerpo de ella, le sujetó el brazo, en lazo acusador. Salima esperó la conyugal violencia. La mano de él bajó pero fue para coger la olla. Con un movimiento brusco arrojó por tierra el alimento.

—Nunca más me traigas comida. No necesito nada tuyo. Nunca más.

La mujer se sentó entre el arroz y la arena, el mundo deshecho en granos. Miró a su marido que regresaba al barco y vio cómo se emparentaban el hombre y la cosa: éste, carente de luz; aquél, añorante de las olas. Cuando ya se iba, Salima se detuvo al oír que la llamaba.

—Mujer, te pido que me traigas fuego.

Ella se estremeció. ¿Para qué el fuego? Un hondo presentimiento la hizo negarse. Llorando, obedeció. Le acercó un leño ardiendo.

—No lo hagas, Maneca.

El ciego sujetó la antorcha como si fuera una espada. Después, prendió fuego al barco. Salima gritaba, alrededor de las llamas, como si éstas ardiesen dentro de sí. Aquella locura de él era una incitación a la desgracia. Por eso, ella le sacudió la vieja camisa para que él escuchase su decisión de partir, de llevarse a sus hijos para nunca más volver. Y la mujer se fue, sin dejar siquiera que sus hijos se despidieran de su viejo padre, en estado de hechizo, que maldecía sus vidas.

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