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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

Cada hombre es una raza (4 page)

—Esta vez te llevas las balas, las verdaderas.

Entonces, me dio el domicilio de Zabelani. Nos quedamos todavía un rato cogidos de la mano. Hallé extraño a Gueguê, aquella gran emoción suya. Mi tío parecía despedirse.

Corrí por dolorosas arenas, sospechando que el tiempo ya se me había anticipado. De hecho, así fue. Los vecinos de Zabelani me contaron: a la chica ya se la habían llevado esa noche. Quemaron la casa, robaron las cosas de valor. ¿Podían los bandidos, sólo por su iniciativa, haber hecho aquella canallada?

—Díganme, amigos míos: ¿ustedes sospechan quién fue?

Alguien guió a esos bandidos, dijeron los presentes. No era desconfianza: vieron quién había sido. Era uno de esos milicianos. No había mostrado el hocico, pero debía de ser un amigo, un familiar. Porque Zabelani, al ver al sujeto, salió por su propia voluntad, con los brazos abiertos. Y, además, ¿qué extraño podría conocer el escondrijo de la chica? Eran ellos. Volví a casa con el alma a rastras. Mis pies se contenían como si pospusieran la orden de toda mi rabia. Pasé por el pantano, allá dónde dormía la bota, en su subterránea morada. Llegué a nuestro patio, ya había oscurecido. Dentro, brillaba un candil, mi tío no dormía. Me paré en la entrada, grité su nombre. El apareció en la puerta, arrastrando las zapatillas. El candil quedó atrás, él sólo tenía contornos. El resto era sombra, ni rostro se le veía. Mi tío desaparecía en su misma silueta, eso me ayudó a ganar fuerzas. Levanté el arma, apunté con la neblina de las lágrimas. Gueguê habló entonces. Sus palabras no obtuvieron traducción, tanto se nublaban mis sentidos.

—Dispara, hijo mío.

Mis ojos se apartaban de mí. Mi odio, al contrario, me instruía: aquél era el momento justo. En breves segundos, repasé toda mi vida. Gueguê acompañándome en el tiempo, almohada única de mis hondos desánimos. ¿Algún pájaro desbarata su nido?

Pero mi tío, cada vez más firme y obstinado, me rogaba con una humildad que yo desconocía:

—Dispara, sobrino. Soy yo el que te lo pido.

El tiro me ensordeció. No oí, no vi. Si acerté, si corté el hilo de su vida, eso lo dudo todavía hoy. Porque en el momento, mis ojos se llenaron de mucha agua, toda la que me había faltado en anteriores tristezas. Y huí a la carrera para nunca más volver ahí.

Ahora pienso: no merece la pena conocer el destino de aquella bala. Porque fue dentro de mí dónde sucedió: yo volvía a nacer de mí mismo, renovaba mi antigua orfandad. A fin de cuentas, disparaba contra todo aquel tiempo, matando ese vientre donde, en nosotros, renacen las fallecidas sombras de este viejo mundo.

Rosalinda, la ninguna

Es necesario que comprendan:

nosotros no tenemos capacidad para acomodar

a los muertos en el lugar de lo eterno.

Nuestros difuntos desconocen su condición definitiva:

desobedientes, invaden nuestra vida cotidiana,

se inmiscuyen en el territorio donde la vida

debería dictar su exclusiva ley.

La consecuencia más seria de esta promiscuidad

es que la propia muerte,

al no ser respetada por sus inquilinos,

pierde la fascinación de la ausencia total.

La muerte deja de ser la más incurable

y absoluta diferencia entre lo seres.

Rosalinda era mujer de retaguardia, provista de asentaderas. Señora de mucha pulpa, carnes aquende y allende la ropa. Sufría de tanto volumen que se sentaba en su propio peso, superlativa. Había sido esbelta, de esas mujeres que expresan el amor. Esbeltez con éxito en sus tiempos. Pero al quedarse viuda, se dejó estar, se echó a perder. Rosalinda, ahora, se cansaba de tantas horas: mascaba
mulala
,

reteniendo la saliva naranja. Las mujeres gordas no se enojan con la vida: hacen recordar a los bueyes que nunca esperan tragedias.

En el desgranar de las tardes, ella se sumía en una triste rutina. Visitaba el cementerio y eso lo hacía todos los días. La tumba del marido fallecido, Jacinto, quedaba muy al fondo del cementerio. Condecía con el lugar que él siempre había tenido en la parte trasera de la vida. Con paso menudo, Rosalinda vagaba entre las moradas subterráneas; vacilando como si penara en su propia sombra. Ya en el lugar, ella en sí se arrodillaba, dominando las piernas. Y allí se dejaba estar, en la compañía única del difunto.

Así se fueron postrando las fechas, años sudados, años sumados. Rosalinda se antepasaba, de tantos que eran ya los parientes envueltos en el gran sueño. Sólo quedaba ella, con sus retroactivos pensamientos. Junto a la tumba, ella hacía memoria:

—Jacinto, gran cabrón.

Con un gesto tierno, ella alisaba la arena, acariciando recuerdos. Que Dios la castigara, que Dios la enfermara. Pero ¿quién explicaba aquella añoranza del sufrimiento, el dulce sabor de amargos recuerdos?

—Tú me amarraste la vida, me trataste a golpes.

Ella tenía razón: Jacinto sólo había jurado fidelidad a las botellas. Si es que partió, su alma debió haber viajado en forma de botella. Para colmo, él se había multiplicado en amores, repartiéndose entre muchas mujeres. Cuando llegaba a casa, en la noche impropia, ya sus labios estaban ciegos. A esta hora, decía él, sólo sé leer en las copas. Hablaba así sólo para lastimarla. Porque él se había matriculado en la escuela nocturna, cumpliendo su promesa de cambiar de vida. Asistió a las clases pero sólo pocas noches. Laurindiña: te estoy explicando. La vida no merece tanto sacrificio. No soy un hombre de escuela, las letras me cansan demasiado. Yo soy un fruto, Laurinda. Un fruto, la misma cosa que el anacardo. ¿Alguien le enseña al fruto a transformarse en maduro? Contesta, Laurinda. ¿Alguien le explica algo al anacardo? Nadie. El sólo recibe lecciones de la tierra. Entonces, un hombre únicamente tiene que quedarse encima del suelo, beneficiarse de las raíces completas. No es como esos que dejan la tierra, se van al extranjero, acaban por sentir el suelo que pisan. Esos son leña seca: un poquito de fuego y arden al punto.

Rosalinda ya sabía. Aquella era la charla previa a los mamporros, prefacio de la paliza. Apenas surgiera el fondo de la botella, las palabras daban lugar a los puntapiés. Después, él salía, harto de ser marido, cansado de ser gente.

Jacinto, en fin, sólo le daba dispendio al corazón de la dulce Laurinda. Incluso en el lecho de muerte, los ojos de él, recién fallecidos, insistían en atisbar el mundo. Ya nada veían. El silencio reinaba en la sala, ni una palabra osaba moverse. Pero cuando alguien se dispuso a cerrarle los párpados al difunto, una voz ordenó:

—¡No le cierren los ojos!

El asombro hizo que todos sintieran escalofrío. Rosalinda bajo el rostro, evitando el resquemor de la vergüenza.

—Ese hombre todavía está esperando a alguien.

Y fue así como Jacinto se quedó atónito, con la vista abierta, atento a los encuentros del porvenir. Incluso conociendo su eterna infidelidad, Laurinda le destinó la ropa más perfumada. Tal como lo había hecho en vida, cuidando de su apariencia, antes de que él saliera:

—¿Vas a encontrarte con las mujeres, así desaliñado? Deja que te arregle bien.

¿La boca es el escondrijo del corazón? En este caso, ni siquiera eso. Ella engrandecía al marido con sincera voluntad. Que las otras no pensaran que ella no cumplía con sus deberes de esposa. Que en el gozo de Jacinto ellas respetasen la mano de su obra vanidosa. Ahora, al interrumpirse su vida, Rosalinda recordaba todo con benevalentía. En su tránsito al otro mundo, ella le perdonó todo: mujeres, copas, largas ausencias. La bondad le había surgido ya desde el primer rezo, al borde de la tumba. Mientras oraba, su alma se derretía. Después de los amenes, descubrió que estaba enamorada, como quien se estrena en la estera de la vida. Al final, Jacinto, mi Jacinto.

—Amor verdadero es más que único.

Muerto sin cura, amor sin remedio. Al fin y al cabo, ¿cuánto tiene la viudez de orfandad?, ¿cuánto se desnuda la existencia, dejando a la persona con el ombligo en la mano? Los otros se sorprendían de la gorda Rosalinda. Entonces, ¿sólo después de fallecer su hombre ella lo coronaba en el trono de su corazón? Sí. Sólo ahora también ella disponía totalmente de Jacinto, sólo ahora él le pertenecía entero, exclusivo. Al final, aquellos ojos que él se había llevado abiertos de par en par estaban destinados únicamente para ella. Sólo para mí, se congratulaba Rosalinda. El nunca más se repartiría entre regazos ajenos. Jacinto estaba garantizado en un imaginario juramento. Sólo un retrato podía ser así de fiel.

El triste consuelo se confirmaba en ella: la muerte de Jacinto no era más que matrimonio que siempre había soñado. Las otras, las rivales, se esfumaron, tipejas y momentáneas. De repente, ellas no eran más que soplo de labios olvidados. Mujer perversa no se preserva. Laurinda, ahora, concebía: la vida que juntos dilapidaron fue un simple enlace, cosa de inacabado juicio. Y aceptaba, sin amargura, el recuerdo de sus viejas injurias:

—Tu nombre, Rosalinda, son dos mentiras. Al final, ni rosa ni linda.

Con una sonrisa, rememoraba. Suspiraba abriéndose en una marea del alma. En el tardío presente, toda ella se dedicaba a Jacinto, en un subterráneo amorío. La gorda se derramaba como zumo de fruto caído. Ya no se arrodillaba. Ese gesto viudo. Ahora ella se embellecía, iluminando su reciente matrimonio.

Pero un día Rosalinda, mientras compraba flores, vio llegar a una moza bella y alegre. La extraña se aproximó a la tumba de Jacinto y allí se postró, mostrando su tristeza. Rosalinda se sintió rara. Sus ojos se nublaron, menos viendo que adivinando. Aquélla era una joven muy concreta, reconcentrada. Se veía que nunca había usado pareo, nunca haía requerido de
mulalas
.

—Esa debe ser Doriña, la última de él.

La viuda se puso más cerca pero sin dejarse ver. No pisaba fuera de las huellas. Se detuvo en la tumba vecina, se quedó atisbando, emboscada en sus propios ojos. La otra exhibía un puñado de lágrimas, poco peso de añoranza. Rosalinda maldijo a la llorojica.

—Y tú, Jacinto, ahí bajo el suelo, apuesto a que te estás riendo. Bien que gozaste en vida hideputa: ahora, se acabaron las bromas.

Rosalinda se decidió, presta y resuelta. Se dirigió al servicio funerario y solicitó que cambiaran el lugar del ataúd, que cambiaran el «aquí yace».

—¿Usted pretende trasladar los restos mortales?

Y, en el acto, el funcionario le mostró los abundantes papeles que la rebasaban. La viuda insistió: sería sólo un pequeño cambio, unos pocos metros. El empleado le explicó: estaban las jurisdicciones, las autorizaciones. La viuda desistió. Pero solamente fingió darse por vencida. Pues había concebido una idea. Volvió al atardecer, trayendo a Salomão, su sobrino. Al ver de qué iba la cosa, el chico se asustó:

—Pero, tía, ¿qué es lo que vamos a hacer? ¿Desenterrar a mi tío Jacinto?

No, lo sosegó ella. Sólo quería cambiar las inscripciones de las tumbas vecinas. Incluso así, Salomão temblaba más que la lucecita del candil. La viuda tomó la delantera, abriendo el hoyo ella misma.

—Yo siempre dije: lumbre que se pide nunca enciende.

Jacinto, translapidado, debía de estar sorprendido de aquellas andanzas. Ahora, yo sólo sé cuál es tu verdadera inscripción, so golfo. Rosalinda sacudió los polvos mortales, se administró el debido perdón. Que Dios atenuase la pena por haberle mentido a la intrusa. La otra paraviuda, que le dedicara sus mocos al vecino, el de la muerte anexa. Porque aquellos ojos de Jacinto, aquellos ojos que la tierra se abstenía de comer, sólo a ella, Rosa y Linda, estaban destinados.

Sucedió como ella lo había previsto. Al día siguiente, la intrusa apareció y descargó sus sentimientos en la tumba errada. Rosalinda se nutría de risas, mientras espiaba la equivocación. Ella se santiguaba, más para sí misma que para Dios:

—En vida me engañaron. Ahora me toca a mí.

Rosalinda, la esposa póstuma, se vengaba. Y fue por etapas el ajuste. Así que un día pensó: antes, yo nunca lo logré. Siempre fui nada. Pero ahora siento mis poderes. Rosalinda se llenaba de esa creencia, ella se metía más allá de la muerte, allá donde ya no había ningún destino. Y así, creía entender un juicio sin dimensión. Por las ruinas del cementerio, Rosalinda soltaba sonoras risotadas.

—Vamos, Jacinto, vamos a beber licor de anacardo.

Echaba licor en un vaso invisible, se complacía con ocultas caricias. Cada tanto lo reñía:

—Deja los libros, marido mío. ¿Para qué quieres estudiar ahora?

Y empujaba a nadie. Sus risas, inauditas, por algún tiempo estremecieron los mudos rincones del cementerio. Poco después, los encargados de la seriedad temieron sus desórdenes. La viuda desconocía los métodos de la tristeza, sus carcajadas alteraban el sagrado reposo de la almas.

Y se llevaron a la mujer gorda, aquella que fue viuda antes de haber sido esposa. Se la llevaron hacia un lugar sombrío en donde se convirtió en ausencia. Rosa, por fin, acabó siendo ninguna.

El baobab que soñaba pájaros

Pájaros,

todos los que en el suelo no conocen su morada.

Ese hombre será siempre sombra: no habrá memoria suficiente para salvarlo de la oscuridad. En verdad, su astro no era el Sol. Ni su país era la vida. Tal vez por ello vivía con las prevenciones de un extraño. El vendedor de pájaros no tenía siquiera el amparo de un nombre. Lo llamaban el pajarero.

Todas las mañanas pasaba por los barrios de los blancos cargando sus enormes jaulas. El mismo fabricaba aquellas jaulas, de material tan ligero que no parecían servir de prisión. Parecían jaulas aladas, volátiles. Dentro de ellas, los pájaros aleteaban sus colores repentinos. En torno al vendedor, había una nube de píos, tantos que hacían mover las ventanas.

—Mamá, ¡mira al hombre de los pájaros!

Y los niños inundaban las calles. Las alegrías se entremezclaban: el griterío de las aves y el trino de las criaturas. El hombre sacaba una armónica e interpretaba sonámbulas melodías. El mundo entero se volvía fábula.

Por detrás de las cortinas, los colonos reprobaban esos abusos. Les infundían sospechas a sus pequeños hijos: ¿quién era ese negro? ¿Alguien tenía referencia de él? ¿Quién había autorizado a esos pies descalzos a ensuciar el barrio? No, no y no. Que volviera el negro a su debido lugar. Pero los pájaros son tan encantadores, insistían los niños. Los padres se oponían: estaba dicho.

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