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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

Cada hombre es una raza (3 page)

Tenía el cuerpo hecho polvo por las fatigas que le impusieron. El me miró, suspiró hondo. Después se acostó y cerró los ojos.

—Tío, ¿va a dormir así? Al menos quítese el uniforme.

—Cállate la boca. Si me cansé con el uniforme, debo también descansar con él.

Me mandó calentar té. No quería dormirse con el estómago despierto. Así como estoy, no distingo las espaldas de la barriga, se lamentaba.

—No puedo hacer el té, tío. No hay hojas.

—No importa, lo tomamos así: té de agua.

Pero cuando el agua hirvió el ya dormía. También yo me dormí cuando atisbé sombras. De la silueta salió una mujer con el pareo sobre su espalda. Protegió el rostro con su brazo, tosió por el humo que subía de la hoguera. Cuando advirtió mi presencia, apuntó hacia el suelo:

—¿El que está ahí es Gueguê?

Asentí. Ella se preparaba para sacudir al durmiente pero yo, presintiendo el enojo, me adelanté:

—No lo despierte, señora. El está un poco enfermo.

Ella volvió la cabeza. Sus mejillas enteras se encendieron con la luz. Entonces vi que no era una señora. No pasaba de ser una muchacha de mi edad. Era bella, con ojos como para despertar deseos y el cuerpo a flor de piel.

—Me llamo Zabelani.

Era dueña de su nombre. Hablaba con un susurro, parecía una voz nacida de alas, no de garganta. Mi tío debía de estar despierto pero no se movió. Estaba quieto con la apariencia de un difunto. La chica decidió sentarse. No imaginaba yo aquella habilidad para sentar tan redondo cuerpo en una mínima cajita de madera. El asiento se balanceaba sin rechinar.

—Y tú ¿quién eres?

—Soy sobrino de Gueguê.

Hizo una pausa, como ausente. Restregándose los brazos me pidió que alimentara la hoguera. El fuego tiene frío, dijo:

—¿Vienes a quedarte con nosotros? —le pregunté.

Sí, ése era su propósito. Ella me explicó: venía huyendo de los terrores del campo. El mundo allá se acababa, en flagrante suicidio. Sus padres habían desaparecido en un anónimo paradero, raptados por salteadores. Todo aquello lo contaba sin el desliz de la más breve lágrima.

—Ahora vengo a quedarme aquí, Gueguê es mi tío también.

Preparé un estera, le di una cobija. Se durmió inmediatamente. La mañana estaba avanzada y ella dormía aún. El tío Gueguê contemplaba el cuerpecito ovillado y movía la cabeza:

—Esta niña te hará perder el juicio, muchacho.

Sentenciaba: bastan dos árboles para obstruir el camino. Vosotros dos juntos me vais a traer problemas. Mientras desayunábamos, él me aconsejaba con vagas expresiones. Es el mar, decía, el que hace la redondez de las islas. La belleza de esa niña, sobrino, eres tú quien la pone. Las mujeres son muy extensas, uno las viaja, uno siempre se pierde en ellas.

—Pero, tío: ni siquiera he mirado a esta niña.

Gueguê proseguía. Que frecuentase la cantidad y la variedad. Pero que nunca, nunca me pusiese en gastos con ninguna mujer. Tanto por la arras como por las modernas tradiciones, yo debía de evitar los anillos. La mejor familia ¿cuál es? Son los desconocidos parientes de los extraños. Sólo ésos valen. Respecto a los otros, intrafamiliares, nacemos ya con deudas. El tío Gueguê negaba los valores de la tradición, el lazo de la familia, avecinando las existencias.

Los días pasaron. Casi dejé de ver a mi tío. El salía muy temprano, ocupado en sus secretos. No debían de ser cosas válidas, seguro. Entretanto yo paseaba con Zabelani. Con el andar del tiempo, yo reconocía el aviso de Gueguê. Aquella chica me obligaba a urgentes aplazamientos. Con ella yo sentía vértigos: yo quería mucho, pero poco sabía. Todo mi cuerpo soñaba pero temía las ocasiones. ¿Sería aquel amor un estado de infinita llegada? ¿O será que, de nuevo, Fabião Gueguê lo ratificaba: la mujer de nuestra vida es siempre futura?

En la tarde de un sábado, llevé a Zabelani hacia uno de esos lugares solamente míos. Caminábamos por debajo de los cocoteros, vagábamos por entre sus cuellos oscilantes. La brisa animaba las copas: yendo y viniendo de aquí para allá. En el pastizal, los bueyes erraban mientras las garzas soltaban súbitos destellos blancos en el paisaje. Siempre de espaldas, ella se fue acercando, acurrucando. Hasta que todas sus formas se acomodaron a mi cuerpo. Yo sentía que la piel llegaba a los nervios. Entonces ella dejó caer la falda y, con las pausas de la luna, rodó hasta enfrentarme. El instante fue profundo, casi eterno. Además del río, sólo se oía nuestra respiración.

Cuando regresamos, el tío Gueguê me llamó hacia un rincón. Yo esperaba sus reproches, pero él se demoraba, masticando un brizna de hierba.

—¿Estás follando con esa vieja?

—Tío, no hables así...

—Claro que sí —y escupió—: ¡Putas!

Y enseguida ordenó a Zabelani preparase sus cosas. Se la llevaba de ahí, la separaría de mí, la pondría en un lugar sólo por él conocido. Pero solté toda mi furia, toda con un griterío. Mi tío me desconocía. Maldije sus bribonadas, su acostumbrada fuga del trabajo. Incluso lo quise agredir, pero él me agarraba los brazos. A decir verdad, yo profería más llanto que palabras. El bajó mis manos, sujetándome a mí mismo. Cansado de lloriquear, me calmé. Nos sentamos, una triste sonrisa llegó a su rostro. El enojo había recogido su malestar, el aire se reblandecía.

—¿Sabes, hijo mío? Te lo voy a decir: el trabajo es una cosa muy infinita.

El endulzaba su entendimiento —que aquello, en él, ni pereza era—. El sólo estaba sacando partido de los deleites del mundo sin desperdiciarlos. Que no juzgara mal sus ahorros: en esta vida sufren quienes están presentes. La ventaja del ausente es que nunca se altera.

—Mira, sobrino: un buey. Dentro del agua ¿un buey nada? No, él sólo holgazanea en la corriente. La destreza del buey es llevar el agua a trabajar en su viaje.

Sonreí, somnoliento. Esa es la garantía del llanto, dar un cansancio total. Después, ya no nos importa. Gueguê se iba a llevar a aquella que amaba. Pero yo ya no me oponía. Rendido a mis párpados, me quedaba sólo un rayo de luz en el alma.

—Eso, sobrinito: duerme. Porque mañana, muy temprano, te voy a enseñar como se las puede arreglar uno en esta vida.

Gueguê me despertó muy temprano. Ordenó que me lavara y me preparase. Miré alrededor: ya se habían llevado a Zabelani. Me contuve, sin valor para preguntar. Ni la cara de Gueguê podía darme ánimo. Me senté, lo escuché. Su plan era sencillo: tú vas a casa de tía Carolina, asaltas el gallinero, robas gallinas. Después, prendes fuego a la trasera.

—Pero, tío...

—Vete, no tardes.

El agregó: quello era el comienzo. Seguirían otras cosas. Yo debía generar confusión, divulgar el miedo. Gueguê se sentía ancho, crecía dentro del uniforme, lleno de poder.

—Pero, tío, un señor, un miliciano, como puede...

—¿Tú piensas que la milicia existe mientras hay paz?

Yo me negué. Primero sufrí sus amenazas. Si yo no la hacía, debería atenerme a las consecuencias. Que no me olvidase que él custodiaba el destino de Zabelani. Después, escuché sus promesas: si yo aceptaba, no habría de qué lamentarse.

Partí, me fui sin mí. Realice maldades, tantas que ya no me recordaba las primeras. Al cabo de vastas crueldades, yo ya me temía. Porque lo hacía casi con gusto, me enorgullecía.

De esas maldades me quedaba una sorpresa: yo nunca sentía arrepentimiento. Era acostarse y dormir. Al final, ¿dónde estaba mi conciencia? El tío respondía:

—No hay buenos en este mundo. Hay sólo malvados con pereza.

Sea Gueguê y hágase su palabra. Porque, al fin y al cabo, ¿acaso puede haber bondad en un mundo que ya no espera nada? Siempre me lo repetí: existen los que quieren, existen los que esperan. En el barrio ya no había ahora ni querer ni espera.

Finalmente, se explicaba el sueño de mi madre. Aquello ni sueño fue, fue un espejismo de sueño. Yo, a fin de cuentas, había nacido sin principios, sin ningún amor. ¿Cómo pretendía mi madre instruir mi tardío corazón? Tal vez Zabelani pudiera aún endulzar mi carácter. Pero mi tío no quería oírme hablar de eso. Los amores debilitan al hombre, a ti te serán dadas otras tareas, más difíciles misiones. Pasado un tiempo, mi tío me entregó un fusil. Miré el arma, olí el cañón, el perfume de la muerte.

—Te llevas un lienzo, te tapas la cara. No deben saber quién eres.

Gueguê no era castigado por la conciencia. Todo era ligero como su vigente risotada:

—Los tipos van a entrar en pánico.

Con el arma, me hice ducho en maldades. Asaltaba corrales, vaciaba comedores. Cuando no robaba, enmascarado, era un agregado de la milicia. Era a la vez, por turnos, policía y ladrón. Para tal efecto, el tío me colocaba el brazal rojo. Así, ya podía yo esparcir castigos. Me agradaba muchísimo controlar la carretera. Sacar las gallinas de los cestos, exigir las guías de expedición, desamarrar los cabritos. Y poner pegas a los documentos.

—¿Esa foto es tuya?

—Claro que sí, por favor.

—Pero es que está muy clara.

—No es mi culpa, el fotógrafo me la tomó así.

Yo gozaba con aquellos tartamudeos. Enredaba las cosas:

—¿No me dirá que tiene vergüenza de su raza?

Al final, decretaba sanciones: acarrear piedras, cavar fosas, limpiar terrenos. Poco a poco por obra mía y de Gueguê, había nacido una guerra. Allí ya nadie era dueño de largas circunstancias. Casa, coche, propiedades: todo se había tornado demasiado mortal. Tan pronto había, tan pronto ardía. Entre los más viejos ya se había esparcido la añoranza del pasado.

—Valía más la pena...

Y todos suspiraban: si hubiera al menos una ley. No importa cuál, con tal de que atendiese a la persona en sus humanos anhelos. Algunos se amargaban haciendo balance de sus sacrificios:

—¿Fue para eso para lo que luchamos?

Hasta que, cierta tarde, surgió un aviso para mí. Fue una señal, breve pero dictada letra por letra. Yo venía por el sendero de los pantanos. Por ahí, un grupo de hombres pescaba el
ndoé
.

Siempre me ha gustado ayudar en ese trabajo, es la única pesca que se hace en la tierra y no en el mar, los hombres traen lanzas y las clavan en el suelo, en busca de los hoyos donde vive el pez
ndoé
durante la seca. Es bonito verlo: de repente, salta el pez, color plata, al oscuro fango. El
ndoé
es un animal acuático que sale al aire, respirando fuera y dentro.

En aquel momento, no obstante, yo sentía un apretón en le pecho. Me senté. Era como si la muerte hablara dentro de mí, con sus chiflidos sordos. Los hombres habían atrapado un pez. El animal se contorsionaba, iluminado en los zigs, brillaba en los zags. Del
ndoé
no se puede esperar que se ahogue: es necesario cortarle la cabeza. Así lo hacía aquella gente, poniendo al pez sobre una piedra. Esta vez, todo aquello me huía de los ojos, la realidad no me daba hospedaje. Mientras la sangre se escurría en el lodo yo recibí la señal. Ahí, en pleno fango: la bota militar. La misma que yo había rechazado, la misma que mi tío había tirado en los pantanos. Parecía escapar de su tamaño, casi fuera de sí. Sobre ella se derramaba la sangre, un rojo de bandera.

Los pescadores vieron la bota, la recogieron, la examinaron. Me miraron, se encogieron de hombros y la arrojaron. La bota vino a caer junto a mí, pesada y grave. Entonces la recogí y, en un charco de agua, la lavé por dentro y por fuera. La mimé como si fuera un niño. Un niño huérfano, como yo. Después, escogí una tierra que estuviera muy limpia y oficié un digno funeral. Mientras inventaba la ceremonia me llegaron los toques de la banda militar, el tremolar de mil banderas.

Era tarde ya cuando volví a casa. Yo quería contarle a Gueguê aquel entierro. No pude, nunca. El me empujaba, con su ansia cargada, apenas llegué:

—Dame mi parte, ¿dónde está mi parte?

No entendí. Pero el hervía con todo el humor de su enojo, ya no hablaba ninguna lengua.

Me exigía. Revisó mis cosas, metió la mano en mi bolsa. No encontró lo que buscaba.

—Pero, tío, se lo juro, no hice nada.

El agarró su cabeza con ambas manos. Dudaba de sí, dudaba de mí. Repetía: un bribón no le toma el pelo a otro bribón. Viéndole así vencido, me decidí a darle consuelo. Mi corazón titubea cuando acaricié su hombro. Gueguê cedió, aceptó mi verdad. Entonces explicó: había en el barrio otros sucesos sanguinarios. Otros alborotadores aumentaban, soldados de nadie. En todos lados se propagaban los asaltos, conspirateos, animaldades. La muerte se había vuelto tan frecuente que sólo la vida causaba asombro. Para no ser notados, los sobrevivos imitaban los difuntos. Al carecer de víctimas, los bandoleros retiraban los cuerpos de las sepulturas para volverlos a matar.

—¿No andarás con ellos, sobrino? ¿No te habrás unido a esas bandas?

Lo negué. Pero ni la voz me salió. La garganta se me había anudado, tartamudeaba silencios. ¿Cómo podría ser yo capaz de tanto crimen? Mi tío se quedó inmóvil, mirando mi respuesta. No me creía.

—Entonces, dime: ¿qué enterrabas hoy allá en los pantanos?

—Enterraba la bota.

El se sorprendió: ¿la bota? Si ella ya estaba hundida en el profundo olvido, ¿qué veía yo en aquella bota?, ¿qué diálogo tenía yo con ese trasto? Se quedó enumerando dudas, una, otra y otra más. Me pidió que prometiera olvidarme de aquella basura. Lo prometí.

—Tío, quiero saber ahora: ¿dónde queda la casa de Zabelani?

El titubeó, yo insistí. Era urgente recoger a aquella chica, salvarla de los bandidos. Puede que ya sea tarde, quién sabe, vacilaba Gueguê. Estos son peligros que rebasan tus fuerzas, sobrino.

—Tío, hágame el favor, dígame dónde.

El se iba por las ramas: aquel tiempo no era para contemplar amores. ¿Cómo podía enamorarme de ella en un lugar tan mortífero?

—Tío, vamos a salvar a Zabelani.

En fin, él pareció darse por vencido. Maldecía ya mi insistencia, ¿puede alguien advertirle a una lagartija que la piedra está caliente? Oye, sobrino, no tienes remedio. Si tu madre te viese.

—¡Nunca más me hable de mi madre!

Gueguê se abismó. Yo había comenzado a odiar aquella ausencia. La sombra de mi madre me traía un peso insoportable. No se puede sufrir nostalgia de una persona que nunca existió, yo debía matar aquella ausencia. Ser nativo de mí mismo, asumir mi entera natalidad.

—Esa muchacha, tío. Esa muchacha, ahora, es mi única madre.

El tío se levantó, me dio la espalda. ¿Escondía lágrimas? Respeté su retiro, no observé. El entró en la casa, trajo el arma. Agarró mi mano y puso en ella algunas balas.

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