Read Aníbal. Enemigo de Roma Online

Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (70 page)

—¡Con sangre! —rugió levantando la mano para agarrar las de sus hermanos.

Los tres intercambiaron una mirada feroz.

«Esto es lo que somos —pensó Hanno orgulloso—, lobos cartagineses que hemos venido a zamparnos las ovejas romanas en sus propios prados. Que los granjeros de Italia tiemblen en la cama porque no dejaremos ni un rincón de su tierra sin remover.»

Lo que más recordaba Quintus de su trayecto a Placentia era el frío extremo. El viento había seguido soplando del norte con ráfagas potentes que amenazaban con hacerles caer del caballo y, a pesar de que no lo consiguió, el aire frío le penetró hasta los huesos. Al principio, el esfuerzo y la emoción de la persecución le habían mantenido caliente, al igual que el posterior miedo que había hecho que el corazón le latiera con fuerza. Sin embargo, ahora, con la ropa empapada de sudor, pensaba que se iba a congelar. Sus compañeros se hallaban en la misma situación que él, así que apretó los dientes que tanto le castañeaban y siguió cabalgando. Después de lo que habían pasado, el silencio era la mejor opción.

Perdidos en su propio abatimiento, los veinte jinetes que había logrado reunir Fabricius solo se centraron en seguir a su líder. Encorvados sobre sus monturas, sin casco y con la capa empapada rodeándoles el cuerpo, eran la viva imagen de la desolación. Era como si adivinasen que el ejército de Aníbal había vencido sin saberlo realmente, pensó Quintus. Cuando huyeron, la batalla seguía en pleno desarrollo, pero era difícil imaginar que las legiones de Longo hubieran podido vencer con los flancos tan expuestos.

Quintus se sentía como un cobarde, pero su miedo había remitido lo suficiente como para plantearse luchar de nuevo, y por ello había cabalgado varias veces hasta la cabeza de su pequeña columna para comentarlo con su padre.

Fabricius no estaba de humor para hablar.

—¡Cállate! —gruñó cuando Quintus le sugirió que dieran media vuelta—. ¿Qué sabes tú de estrategias de batalla? —Y, cuando al poco rato su hijo lo intentó de nuevo, Fabricius estalló—: ¡Cuando la caballería rompe filas no se reúne después para luchar de nuevo! ¡Tú estabas allí! ¡Ya viste cómo corrían y lo que me costó arrancar a este grupo del campo de batalla! ¿Realmente crees que con este tiempo y a punto de oscurecer van a dar media vuelta y enfrentarse a los galos e íberos de nuevo? —preguntó mirando a Quintus, que sacudió la cabeza—. Entonces, ¿qué pretendes que hagamos? ¿Qué nos suicidemos atacando solos al enemigo? ¿Y qué sentido tiene eso? Y no me vayas a hablar ahora de «la muerte con honor». ¡No es nada honorable morir como un tonto!

Afectado por la ira de su padre, Quintus agachó la cabeza. Ahora, además de sentirse como un cobarde, se sentía como un fracasado.

Después estuvieron cabalgando largo rato sin hablar.

Por fin la diosa Fortuna echó una mano a los soldados y los guio hasta un vado del río. Cuando llegaron a la orilla este, ya casi era de noche. Quintus se volvió hacia las aguas oscuras. Jamás se había sentido tan abatido en su vida. La nieve seguía cayendo y millones de pequeñas motas blancas le nublaron la visión. Reinaba una profunda tranquilidad. Era como si el campo de batalla jamás hubiera existido.

—Quintus —dijo Fabricius en un tono más suave que antes—. Vamos, todavía queda mucho para llegar a Placentia.

Quintus dio la espalda al río Trebia y, en cierto modo, a Hanno y su amistad. Sintiéndose vacío por dentro, siguió a su padre.

Llegaron a Placentia al cabo de una hora. Quintus jamás había estado tan contento de ver una ciudad o de que un centinela le pidiera el santo y seña. No obstante, los rostros asustados de los soldados en las murallas alejaron de su mente la idea de sentarse junto a un fuego reconfortante. Seguramente habían recibido noticias de la batalla. A pesar de su temor, los centinelas abrieron las puertas enseguida al ver a Fabricius, que pronto fue informado por el oficial de los guardias de que un puñado de jinetes había llegado antes que ellos y habían dicho que todo el ejército había sido aniquilado. Dado que no había señales de Longo ni de la infantería, el temor de los soldados en la plaza fuerte no había hecho más que aumentar. Fabricius, furioso ante el daño causado por estos informes injustificados, exigió ver al oficial del fuerte.

Poco después padre e hijo estaban envueltos en mantas y bebiendo un caldo caliente en compañía del mismísimo Praxus, el comandante del fuerte. El resto del grupo había sido llevado a sus alojamientos. Praxus era un individuo robusto de cara rubicunda que apenas cabía en su sucia coraza, que había visto días mejores. Praxus caminaba nervioso de un lado a otro de la habitación mientras padre e hijo entraban en calor junto a un brasero de hierro colado. Al final Praxus hizo la pregunta que tanto le inquietaba:

—¿Debemos esperar la llegada de Aníbal mañana?

Fabricius suspiró.

—Lo dudo mucho. Sus soldados necesitarán descansar tanto como los nuestros. Tampoco debemos perder la esperanza de que llegue Longo. La última vez que vi a las legiones, seguían resistiendo.

Praxus se estremeció. La nuez se le movía de arriba abajo.

—¿Dónde está, entonces?

—No lo sé —respondió Fabricius en tono seco—. Pero Longo es un hombre muy preparado y no se rendirá fácilmente.

Praxus reanudó su paseo ante la mirada impasible de Fabricius.

—Preocuparnos no nos servirá de nada. Y este idiota es incapaz de detener los rumores. Hasta es probable que él haya iniciado alguno —murmuró a Quintus antes de cerrar los ojos—. Despiértame si hay alguna noticia.

Quintus intentó mantenerse alerta con todas sus fuerzas, pero pronto le asaltó el sueño. Si Praxus quería recuperar sus sillas junto al fuego, les tendría que despertar, pensó antes de caer dormido.

Al cabo de un rato un centinela les despertó para avisarles de la llegada del cónsul. Parecía un milagro, pero le acompañaban casi diez mil legionarios. Quintus sonrió a su padre y Fabricius le guiñó un ojo.

—Te lo dije —comentó Fabricius.

La actitud abatida de Praxus se tornó en saltitos de alegría y de pronto se sintió muy importante.

—Debo ceder mis aposentos a Longo —comentó altivo—. Será mejor que os marchéis. Uno de mis oficiales os buscará alojamiento —dijo sin mencionar el nombre del oficial en cuestión.

Fabricius hizo una mueca ante el valor renovado de Praxus y su mala educación, pero se levantó de la silla sin protestar y Quintus hizo lo mismo. Praxus apenas se molestó en despedirlos. Por suerte, el oficial que les había conducido ante él seguía en la puerta y, al oír su historia, se ofreció a compartir su alojamiento con ellos.

Apenas se habían movido de su sitio cuando oyeron el sonido de pasos que avanzaban en su dirección por un estrecho pasillo. La luz de las antorchas bailaba sobre las paredes oscuras de los edificios. Quintus sintió correr la adrenalina por sus cansadas venas. Miró a su padre, que también parecía muy interesado en el grupo, y le preguntó moviendo los labios: «¿Longo?» Su padre asintió.

—Alto —ordenó Fabricius.

El oficial que les acompañaba cumplió la orden de inmediato, pues sentía tanta curiosidad como ellos por saber quiénes eran los que se acercaban. No tardaron en ver a un gran grupo de
triarii
. Los soldados situados en el extremo de cada fila portaban una antorcha que iluminaba bastante bien al resto.

—¡Dejad paso al cónsul! —grito un oficial a la cabeza del grupo.

Al oírlo, Quintus suspiró aliviado. Sempronio Longo había sobrevivido y Roma no había perdido su orgullo.

Los
triarii
apenas ralentizaron el paso al pasar por su lado, pues uno de los dos hombres más importantes de la República no iba a esperar mientras un par de mugrientos soldados le contemplaban boquiabiertos, sobre todo en una noche como esta.

Quintus no pudo contenerse.

—¿Qué ha pasado? —inquirió, pero su pregunta se la llevó el viento.

Padre e hijo intercambiaron una mirada grave y reanudaron su camino. Poco después se encontraron con un grupo de
príncipes
. Impaciente por saber cómo había acabado la batalla, Quintus llamó la atención de un hombre bajo y rechoncho que llevaba un escudo decorado con dos lobos que gruñían.

—¿Habéis ganado? —preguntó.

El
princeps
hizo una mueca.

—Depende de lo que entiendas por ganar —murmuró—, pero Aníbal no olvidará rápido a los legionarios que han luchado en Trebia.

Quintus y Fabricius se miraron sorprendidos y complacidos a la vez.

—¿Disteis media vuelta y atacasteis la retaguardia cartaginesa? —preguntó Fabricius exaltado—. ¿La infantería aliada consiguió batir a los elefantes y escaramuzadores?

El soldado miró al suelo.

—No exactamente, señor.

Ambos le miraron sin comprender nada.

—¿Entonces qué? —preguntó Fabricius.

El
princeps
se aclaró la garganta.

—Después de romper la línea enemiga, Longo nos ordenó que abandonáramos el campo de batalla —respondió, y una sombra cruzó su rostro—. Los flancos se quebraron, señor. Me imagino que el cónsul no estaba seguro de que fueran a cambiar las tornas.

—¿Y las tropas aliadas? —susurró Quintus.

Su silencio posterior valía por mil palabras.

—¡Por Júpiter santo! —maldijo Fabricius—. ¿Están muertos?

—Quizás algunos hayan huido al campamento —admitió el
princeps—
. Solo el tiempo lo dirá.

A Quintus le daba vueltas la cabeza. Habían perdido a decenas de miles de soldados.

Su padre estaba más centrado.

—En ese caso, creo que seremos nosotros quienes recordemos a Aníbal y no al revés —observó con acritud—. ¿No crees?

—Sí, señor —farfulló el
princeps
, y miró anhelante a sus compañeros, que estaban a punto de doblar la próxima esquina y desaparecer.

—Vete —ordenó Fabricius con un movimiento de cabeza.

Aturdido, Quintus contempló cómo el soldado se alejaba corriendo.

—Quizá Praxus tenga razón y Aníbal se presente aquí al amanecer —murmuró.

—¡No quiero oírte hablar así! —interrumpió su padre con una mueca feroz—. Roma no se rinde tras una sola derrota, ¡y menos ante unos invasores extranjeros!

Quintus hizo acopio de valor antes de plantear su siguiente pregunta.

—¿Y qué pasará ahora con Aníbal?

—Por ahora nos dejará en paz —declaró Fabricius—. Se contentará con obtener el apoyo de más tribus galas durante el invierno.

A Quintus le tranquilizó el tono seguro de su padre.

—¿Y nosotros?

—Aprovecharemos el tiempo para reagruparnos y para formar nuevas legiones y unidades de caballería. Si hay algo que no le falta a Roma es hombres. En primavera ya habremos sustituido a los soldados que hemos perdido hoy. —«Y yo me habré ganado un ascenso que me permitirá mantener a los prestamistas a raya», sonrió Fabricius convencido—. ¡Ya verás!

Los ánimos de Quintus por fin mejoraron y asintió con vehemencia. Pronto volverían a enfrentarse a los cartagineses, ya fuera en las mismas condiciones o en condiciones de superioridad, y tendrían la oportunidad de recuperar el honor que, para él, habían dejado en el campo de batalla.

Roma resurgiría y arrancaría la victoria de las manos de Aníbal.

Fin

Nota del autor

Es un gran privilegio para mí disponer de la oportunidad de escribir una serie de novelas sobre la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.). Esa época me ha fascinado desde niño y yo, al igual que muchas otras personas, considero ese período como uno de los episodios más santificados de la historia. Hoy en día la palabra «épica» se usa con demasiada profusión, pero la considero justificada para referirse a esta lucha de diecisiete años de duración, cuyo equilibrio fue incierto en tantas ocasiones. Si se hubiera inclinado apenas un ápice en la dirección contraria durante varias de esas situaciones, la vida en Europa sería hoy totalmente diferente. Los cartagineses eran bastante distintos a los romanos y no en los aspectos negativos que la historia ha querido hacernos creer. Eran exploradores intrépidos y comerciantes empedernidos, negociantes astutos y valientes soldados. Si bien los romanos solían salirse con la suya a través de la guerra, el objetivo de los cartagineses era más bien obtener el poder controlando el comercio y los recursos naturales. Quizá no sea muy importante, pero empleo el término «cartaginés» en vez de «púnico», derivado del latín, para referirme a su idioma de forma deliberada. Los cartagineses no habrían empleado este otro término.

Muchos lectores sabrán pinceladas acerca de la guerra que libró Aníbal contra Roma; otros sabrán menos; unos pocos serán ávidos lectores de autores antiguos como Tito Livio y Polibio, las principales fuentes de este período. Para que conste en acta, diré que me he esforzado al máximo para respetar los detalles históricos que han perdurado. Sin embargo, en muchos casos he cambiado los acontecimientos ligeramente para que encajaran con el desarrollo de la historia, o he inventado cosas. Ese es el cometido del novelista, así como su cruz. Si he cometido algún error, pido disculpas.

La novela empieza con una descripción de Cartago en toda su magnificencia. A finales del siglo III a.C. era una ciudad infinitamente más majestuosa que Roma. Me he tomado la libertad de describir las fortificaciones que existían en la época de la Tercera Guerra Púnica (149-146 a.C.) porque no sabemos qué defensas existían en la época de Aníbal. Dado que las edificaciones increíbles e impresionantes que repelieron a los romanos en el último conflicto fueron erigidas alrededor de cincuenta años después de la derrota de Aníbal, no me pareció que utilizarlas fuera una digresión importante de la realidad.

Describir a los soldados cartagineses, tanto los nativos como los que no, es toda una proeza. Contamos con poca información histórica sobre los uniformes que vestían y el tipo de equipamiento y armas que llevaban los ciudadanos cartagineses y la gran cantidad de nacionalidades que lucharon para ellos. Sin varios libros de texto y artículos, que nombraré más adelante, habría estado perdido. Otro terreno dificultoso son los nombres cartagineses. En pocas palabras, no hay muchos, o por lo menos no muchos que hayan sobrevivido al cabo de 2.200 años. La mayoría de los que han sobrevivido resultan impronunciables o suenan fatal. ¡Y otros las dos cosas! Hillesbaal e Ithobaal no son precisamente fáciles de pronunciar. De ahí que el protagonista cartaginés se llame Hanno. Hubo personajes históricos importantes que se llamaban así, pero necesitaba desesperadamente un nombre para mi protagonista y no abundaban.

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