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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (68 page)

—¡Sí, señor! —Bostar y Safo se sonrieron como no lo habían hecho en siglos y se apresuraron a obedecer la orden.

A partir de ese momento, el tiempo se volvió borroso y se convirtió en una masa informe de imágenes que Bostar solo recordaría después de forma fragmentada: el escalofrío de exultación que recorrió a sus tropas cuando Mago hizo la señal de avance con el brazo; el ascenso al margen del río y cuando se quedó pasmado ante el colosal combate que tenía lugar a su izquierda: ¿quién estaba ganando? ¿Hanno seguía vivo?; Mago agarrándole del brazo y diciéndole que se centrara; ordenando a sus hombres que soltaran el escudo de la espalda y prepararan las armas; organizando las falanges en configuración abierta; viendo al millar de númidas dividirse en dos grupos, uno a cada lado de la infantería, y el grito de Mago señalando al enemigo con la espada.

—¡Por Aníbal y por Cartago!

Y la carrera. Bostar jamás olvidaría la carrera.

No se lanzaron a correr a toda velocidad porque el campo de batalla se encontraba a casi un kilómetro de distancia y, si llegaban exhaustos, perderían la ventaja que habían ganado. Por lo tanto, avanzaron a un trote rápido dejando estelas de vaho a su paso. El aire frío retumbaba con el galope de los caballos y con las pisadas de las botas y las sandalias sobre el gélido frío. Nadie habló. Nadie quería hablar. Todos tenían la vista fija en la escena que se desplegaba ante sus ojos. Entre toda la confusión, había una cosa muy clara: no había señal de la caballería enemiga, lo que significaba que los jinetes galos e íberos la habían dispersado. En los flancos romanos, la infantería aliada luchaba contra los elefantes, los escaramuzadores y los númidas. Esto ya era un hito de por sí. Bostar deseaba gritar de alegría, pero no dijo nada. La batalla todavía no había acabado. Cuando se aproximaron al centro se dieron cuenta de que la lucha era encarnizada. Los legionarios en esa zona estaban por delante de sus flancos, lo que significaba que habían empujado hacia atrás a los galos que formaban el centro de las líneas de Aníbal.

Habían llegado justo a tiempo, pensó Bostar.

Mago tuvo el mismo pensamiento.

—¡Al ataque! —gritó—. ¡Al ataque!

Bostar, Safo y sus soldados obedecieron con un rugido, sin mediar palabra, y empezaron a correr a velocidad peligrosa: si alguien tropezaba, corría el riesgo de romperse un tobillo o una pierna, pero a nadie le importaba. Lo único que todos querían era verter sangre romana y clavar las armas en la carne del enemigo.

Los últimos momentos de la carrera fueron surrealistas y excitantes. Gracias al estruendo ensordecedor de la batalla, no había necesidad de preocuparse por ser sigilosos. Los
triarii
, su objetivo, estaban en la tercera fila y ni siquiera miraron a sus espaldas, mientras que los veteranos estaban absortos en la lucha que tenía lugar ante ellos y se iban preparando para participar. No tenían ni idea de que dos mil soldados cartagineses estaban a punto de asestar un golpe feroz a su retaguardia. Bostar siempre recordaría las caras de los primeros soldados que, por algún motivo, se giraron en su dirección. La incredulidad y el terror torcieron su rostro al descubrir a un grupo enemigo a menos de treinta pasos de distancia. Tampoco olvidaría los gritos roncos de los
triarii
que se habían percatado de su presencia e intentaron advertir a sus compañeros del terrible peligro que les acechaba. Ni la satisfacción al adentrarse en las filas romanas y clavar las armas en la espalda de unos hombres que no sabían que estaban a punto de morir.

Por primera vez en su vida Bostar sintió que se apoderaba de él el furor de la batalla. En la roja neblina que le rodeaba era fácil perder la cuenta del número de soldados que había matado. Era como pescar peces con la lanza en una laguna de Cartago: aproximarse, atacar, clavar y extraer. Seleccionar próximo objetivo. Cuando finalmente su lanza desafilada se atascó en la clavícula de un
triarius
, Bostar la descartó y desenvainó la espada. Era más o menos consciente de que tenía el brazo ensangrentado hasta el codo, pero no le importó. «Ya voy, hermanito. Padre, no te mueras.»

Al final los legionarios veteranos consiguieron dar media vuelta y enfrentarse a sus atacantes. La lucha se encarnizó, pero los hombres de Mago seguían teniendo ventaja, sobre todo cuando se rompieron los flancos enemigos. Bostar estaba exultante. El ataque combinado de las tropas y la caballería cartaginesas había sido demasiado para ese lado indefenso de la infantería aliada, que había sido hecha pedazos al no haber podido dar media vuelta para enfrentarse a la nueva amenaza.

Los supervivientes dejaron caer las armas y corrieron al Trebia. Bostar echó la cabeza hacia atrás y soltó un triunfante aullido animal. En la retaguardia vio a miles de jinetes que les esperaban. Las tropas aliadas no llegarían lejos. De repente se abalanzó sobre él un veterano con una espada dentada y Bostar recordó que todavía no habían acabado el trabajo. A pesar de que los
triarii
habían sufrido bajas considerables, el resto de los legionarios seguía golpeando y atravesando las líneas galas como un ariete cuyo embiste no podrían resistir mucho más. El entusiasmo de Bostar se esfumó al darse cuenta de que algunas falanges libias también habían cedido posiciones ante el asalto incesante de los legionarios. Bostar llamó la atención de Safo y señaló en esa dirección. El rostro de su hermano se contrajo enfurecido y, con energía renovada, ambos hermanos se abalanzaron de nuevo sobre los
triarii
.

—¡Hanno! ¡Padre! —gritó Bostar—. ¡Ya vamos!

El corazón le respondió demasiado tarde.

Cuando Aurelia entró en el dormitorio, su madre apenas se movió. Elira, que estaba sentada junto a su cama, se giró.

—¿Cómo está? —susurró Aurelia.

—Mejor —respondió la iliria—. Le ha bajado la fiebre.

Aurelia sintió que se relajaba un poco la tensión que se le había acumulado en los hombros.

—Gracias a los dioses. Y gracias a ti.

—No ha sido nada —murmuró Elira con tono tranquilizador—. No estaba tan enferma. Tan solo ha sido un fuerte resfriado de invierno. Estará recuperada para la fiesta de Saturnalia.

Aurelia asintió agradecida.

—No sé lo que haría sin ti. No solo porque te has ocupado de mi madre, sino por lo mucho que has ayudado a Suni… —Aurelia miró asustada por encima del hombro, pero por fortuna no había nadie en el
atrium
—, quería decir Lysander, a recuperarse.

Elira hizo un gesto con la mano restando importancia al asunto.

—Es joven y fuerte. Lo único que necesitaba era un poco de calor y comida.

—Igualmente, te lo agradezco —dijo Aurelia—. Y él también te lo agradece.

Cohibida, Elira inclinó la cabeza.

Habían pasado muchas cosas desde que, dos semanas antes, había regresado a la finca con Suniaton medio inconsciente, pensó Aurelia mientras contemplaba a su madre dormida. Por suerte Atia no cuestionó su historia sobre el modo en que le había encontrado en el bosque. Además, tuvo la gran fortuna de que cayó después una enorme tormenta de nieve que borró sus huellas hasta la cabaña. Todo el mundo pensó que Suniaton era un esclavo huido, pero según lo acordado con Aurelia, fingió ser mudo e incluso algo simplón. Como cabía esperar, Agesandros lo miró con suspicacia, pero no pareció reconocerle en ningún momento.

Aurelia no brindó al siciliano ninguna oportunidad de estar a solas con Suniaton.

—Si su amo quiere recuperarle, puede venir a buscarle —comunicó Aurelia a su madre—, pero hasta ese momento me lo quedaré. Parece griego, así que le llamaré Lysander.

Atia aceptó con una sonrisa.

—Muy bien, aunque no sobreviva —bromeó.

Pero había sobrevivido, pensó Aurelia triunfante. La pierna de Suni había mejorado lo suficiente como para permitirle cojear por la cocina y seguir las instrucciones de Julius. Por el momento estaba a salvo.

Lo que Aurelia encontraba más desesperante era el hecho de que apenas podía hablar con él. Como máximo podían intercambiar unas palabras por la noche cuando el resto de los esclavos de la cocina ya se habían ido a dormir. Aurelia aprovechaba estos momentos para preguntarle sobre Hanno. Ahora sabía mucho más acerca de su infancia y familia, sus intereses y el lugar donde vivía. El motivo por el que preguntaba tanto por Hanno era muy sencillo: así no tenía que pensar en su compromiso. Aunque era posible que Flaccus hubiera muerto junto con su padre, su madre pronto le encontraría otro marido. Y, si Flaccus había sobrevivido, se casarían en el plazo de un año. Fuera como fuese, tendría un matrimonio de conveniencia.

—Aurelia.

La voz de su madre la sacó de su estupor.

—¡Estás despierta! ¿Cómo te encuentras?

—Más débil que un bebé —susurró Atia—, pero mejor que ayer.

—¡Demos gracias a los dioses! —agradeció Aurelia con lágrimas en los ojos.

Las cosas empezaban a tener mejor aspecto.

La mejoría de su madre animó a Aurelia en gran medida y, por primera vez en días, salió a dar un paseo. Como hacía frío, la nieve que había caído en los últimos días no se había derretido. Aurelia no quería alejarse mucho de su madre o de Suni, pero le gustaba el mero hecho de poder caminar un poco por el camino. Disfrutaba con el crujido de la nieve bajo las sandalias y le gustaba sentir el frío en las mejillas después de haber pasado tanto tiempo encerrada en casa. Sintiéndose mucho más animada que en mucho tiempo, Aurelia se imaginó una situación en la que su padre no había muerto y la alegría que sentiría al verle entrar por la puerta.

Aurelia regresó a casa con este pensamiento optimista en la mente.

En el patio vio a Suniaton. Estaba de espaldas y llevaba una cesta de hortalizas a la cocina. Aurelia todavía se sintió mejor. Si podía hacer eso, debía de tener la pierna mucho mejor. Aurelia fue tras de él y, al llegar a la puerta, vio que dejaba la carga sobre la encimera. El resto de los esclavos estaban entretenidos con otras tareas, así que lo llamó.

—¡Suni! —susurró.

No reaccionó.

—¡Eh! ¡Suni! —Aurelia entró en la cocina.

Seguía sin responder. Entonces Aurelia se dio cuenta de que tenía la espalda rígida y el miedo le encogió el estómago.

—Su nido… su nido… ¡Los pájaros han empezado a hacer su nido!

—Juraría que has dicho S-u-n-i —comentó Agesandros con tono meloso surgiendo de las sombras junto a la puerta de la cocina.

Aurelia palideció.

—No, he dicho que había un nido. ¿No lo ves? Ha cambiado el tiempo. —Hizo un gesto hacia el patio y el cielo azul.

Era como si hablara con una estatua.

—Suni, Suniaton, es un nombre
gugga
—declaró el siciliano con frialdad.

—¿Y qué más da eso? —replicó Aurelia desesperada mirando a Julius y al resto de los esclavos, pero todos fingieron no darse cuenta de lo que sucedía. Estaba desesperada. No era la única que tenía miedo del
vilicus
. Y su madre seguía enferma en cama.

—¿Este miserable es cartaginés?

—No, ya te lo he dicho. Es griego. Se llama Lysander.

De repente Agesandros sacó un puñal y lo colocó en el cuello de Suniaton.

—¿Eres
gugga
? —No hubo respuesta y el
vilicus
desplazó el puñal a su entrepierna—. ¿Quieres que te corte las pelotas?

Petrificado, Suniaton sacudió la cabeza con vehemencia.

—¡Entonces habla! —gritó Agesandros retornando el puñal al cuello de Suni—. ¿Eres de Cartago?

—Sí —respondió, y dejó caer los hombros.

—¡Puedes hablar! —exclamó triunfante el siciliano, y se dirigió a Aurelia en tono acusador—: ¡Me has mentido!

—¿Y qué? —replicó ella furiosa—. ¡Tengo muy claro lo que piensas de los cartagineses!

—Ya me extrañaba a mí cuando apareciste aquí con este pedazo de escoria medio muerto con una herida de espada reciente. Seguro que es el gladiador huido. —Agesandros percibió la reacción instintiva de Suniaton—. ¡Lo sabía! —saltó.

«¡Piensa en una buena respuesta!», se dijo Aurelia antes de encararse de nuevo a Agesandros.

—¿Qué dices? ¿No crees que hubiera huido hace tiempo? —preguntó con altivez.

—Quizás a ti te haya engañado, pero a mí no —declaró Agesandros apoyándose en el puñal—. No eres ningún simplón, ¿verdad?

—No —murmuró Suniaton cansado.

—¿Dónde está tu amigo? —preguntó el siciliano.

«No digas nada —suplicó Aurelia por dentro—. Todavía no está seguro.»

Para su gran horror, Suniaton mostró su coraje una vez más.

—¿Hanno? Hace mucho tiempo que se fue. Con suerte, estará con el ejército de Aníbal.

—Qué lástima —murmuró Agesandros—. Entonces ya no nos sirves.

Suavemente, deslizó el puñal entre las costillas de Suniaton y se lo clavó en el corazón.

A Suniaton se le hincharon los ojos y soltó un grito ahogado de dolor. Las extremidades se le pusieron rígidas antes de relajarse lentamente. Agesandros le dejó caer con una extraña delicadeza y un reguero de sangre empapó la parte de delante de la túnica de Suni y se extendió por el suelo de mosaico. No se volvió a mover.

—¡No! ¡Eres un monstruo! —chilló Aurelia.

Agesandros se incorporó y estudió la hoja de su puñal con cuidado.

Presa del pánico, Aurelia dio un paso atrás hacia la cocina.

—¡No! —gritó—. ¡Julius! ¡Ayúdame!

Finalmente el corpulento esclavo acudió a su lado.

—¿Qué has hecho, Agesandros? —murmuró horrorizado.

El siciliano no se movió.

—Le he hecho un favor al señor y la señora.

—¿Qu-qué? —Aurelia no daba crédito a sus ojos.

—¿Qué crees que pensaría si descubriera que un fugitivo peligroso, un gladiador, ha logrado introducirse en su casa y poner en peligro las vidas de su mujer y su única hija? —preguntó Agesandros con aires de superioridad. Dio una patada a Suniaton—. La muerte es demasiado buena para semejante escoria.

Aurelia pensó que se iba a desmayar. Suniaton estaba muerto por su culpa. Y no podía hacer nada. Se sintió como una asesina y, a los ojos de su madre, las acciones del siciliano estarían totalmente justificadas. Aurelia dejó escapar un sollozo.

—¿Por qué no ayudáis a la señorita? —dijo Agesandros en un tono solícito que ocultaba una tremenda dureza.

Aurelia recobró la compostura.

—Tendrá un funeral decente —ordenó.

El siciliano frunció los labios.

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