Hanno ya podía distinguir los rostros de sus atacantes: un hombre robusto con la cara picada de viruela y un joven con coraza de apenas dieciocho años, la edad de Hanno. Se parecía un poco a Gaius, el hijo de Martialis. Inquieto, Hanno parpadeó. Evidentemente, se había confundido: Gaius era noble y serviría en la caballería. «¿Qué más da? —pensó con dureza—. Son todos enemigos y hay que matarlos.»
—¡Manteneos en posición! —rugió Hanno a sus hombres—. ¡Esperad la orden!
Los
hastati
se acercaron gritando y blandiendo el
gladius
en la mano derecha y con un pesado escudo ovalado con realces de metal en la izquierda. Al igual que los escudos de los hombres de Hanno, muchos escudos romanos tenían dibujos pintados en la capa exterior de piel. Curiosamente, Hanno se encontró a sí mismo admirando las imágenes de los jabalíes en posición de ataque y los lobos saltando y los diseños de espirales y círculos, que contrastaban con las estampas más ornamentadas de los libios.
Nervioso, el soldado que estaba a su lado movió la lanza demasiado pronto y Hanno salió de golpe de su estupor.
—¡No os mováis! —ordenó—. El primer ataque debe matar a un enemigo.
Un latido. Dos latidos.
—¡Ahora! —gritó Hanno con todas sus fuerzas, y clavó el arma en el rostro del
hastatus
más próximo.
A su lado, cientos de libios hicieron lo mismo. La rapidez de Hanno pilló al legionario por sorpresa. La punta de la lanza le atravesó el escudo y se le clavó en el ojo izquierdo, cuyo líquido acuoso salió a borbotones mientras el
hastatus
agonizaba de dolor. El instinto de Hanno era clavar la lanza con más fuerza para que el golpe fuera mortal, pero se paró. Era probable que el hombre muriera a causa de la herida y lo más importante era que no podría seguir luchando. Hanno recuperó la lanza con un potente giro de muñeca y el
hastatus
se desplomó en el suelo cuando le arrancó el hierro del cuerpo.
Hanno apenas tuvo tiempo de respirar cuando otro legionario le atacó caminando por encima del cuerpo de su primer oponente. Si el escudo de Hanno no hubiera estado enganchado a los de sus compañeros a ambos lados, hubiera caído al suelo, pero solo se tambaleó, tal y como el
hastatus
pretendía. El romano dobló el codo derecho y atacó a Hanno con el
gladius
por encima del escudo. Desesperado, Hanno movió la cabeza a un lado y la espada escarbó una profunda muesca en la pieza del casco de bronce que le protegía el pómulo derecho y le acarició el pelo en la sien. Furioso, el
hastatus
se dispuso a atacar de nuevo. Hanno intentó usar la lanza, pero el legionario estaba demasiado cerca. Sintió que el pánico se apoderaba de él. La batalla no había hecho más que comenzar y ya era hombre muerto.
De repente, una lanza atravesó la garganta del
hastatus
que, con ojos estupefactos, soltó un grito ahogado y cayó al suelo cuando le arrancaron el arma del cuerpo. Los borbotones de sangre salpicaron el escudo y las pantorrillas de Hanno.
—¡Muchas gracias! —gritó al soldado a sus espaldas, pero no pudo girarse para expresar su gratitud porque debía defenderse de un nuevo
hastatus
que pretendía matarle.
Esta vez consiguió mantener a raya a su atacante con la lanza. Ambos gritaron contrariados mientras intercambiaban golpes y no conseguían golpear al otro. La situación se resolvió cuando cayó muerto el soldado que estaba junto a Hanno tras haber soltado el escudo con una lanza clavada. Dos
hastati
aprovecharon el hueco para adentrarse en las filas enemigas y gritaron a sus compañeros que les siguieran. El adversario de Hanno no quiso desaprovechar la ocasión y, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció en pos de sus compañeros, lo que proporcionó un pequeño respiro a Hanno.
Jadeando, miró a ambos lados y le invadió una gran preocupación, pues las falanges estaban teniendo problemas para contener el ataque, al igual que los galos a su derecha. Hanno se preocupó al ver que los
principes
ya se habían unido a los
hastati
. Era difícil que los galos pudieran resistir esta nueva oleada de legionarios, pensó Hanno con amargura. Casi todos los
principes
llevaban cota de malla, por lo que eran más difíciles de matar. En cualquier caso, los galos no se habían batido en retirada. A pesar de su falta de armadura, estaban dispuestos a luchar hasta la muerte. El suelo a sus pies estaba cubierto de una maraña de cuerpos, armas descartadas, barro y sangre.
Desesperado, Hanno volvió la vista hacia el flanco izquierdo del enemigo y se alegró sobremanera al ver que los íberos y los galos habían conseguido dispersar a la caballería romana, pero no había señal alguna de los jinetes de Aníbal, lo cual significaba que estaban persiguiendo a los équites romanos. Hanno sintió una gran preocupación. Si no habían ganado esa batalla, ya podían rendirse. De pronto vislumbró a un enjambre de cientos de hombres que lanzaban jabalinas y piedras al flanco izquierdo del enemigo. ¡Eran escaramuzadores cartagineses!
Los gritos de un
hastatus
que se abalanzó sobre él impidieron que Hanno siguiera mirando. Resistió el ataque con todas sus fuerzas y clavó la lanza en la cara de su adversario. La batalla no había acabado. Todavía quedaba esperanza.
Cuando empezaron a cabalgar hacia los cartagineses, Quintus olvidó las palabras tranquilizadoras de su padre. Sentía náuseas. ¿Cómo podían mil hombres batir a una caballería que les quintuplicaba en número? Simplemente no era posible.
Calatinus tampoco parecía contento.
—Longo debería haber dividido a los caballos de forma equitativa —refunfuñó—. Hay casi tres mil jinetes aliados en el otro lado.
—No es justo —protestó Cincius.
—Sea como sea, los números no cuadran —añadió Quintus preocupado.
—Supongo que no. Además, ni siquiera nos tienen miedo porque ya nos han vencido antes —Calatinus maldijo al cónsul con toda su alma.
—¡Venga! ¡Seguro que podemos paralizar el ataque enemigo! —dijo Quintus dando ánimos—. Mantened la línea y evitad que el enemigo cabalgue a sus anchas por el campo de batalla.
Calatinus soltó un bufido que denotaba una total falta de confianza en sus palabras. Cincius tampoco parecía convencido.
—¡Escuchad a la infantería! —gritó Quintus—. El ruido de sus pasos es ensordecedor. Hay más de treinta y cinco mil hombres. ¿Cómo puede Aníbal hacer frente a su poderío con un pequeño ejército compuesto de un batiburrillo de diferentes nacionalidades? ¡Es imposible!
Sus compañeros lo miraron un poco más convencidos.
Quintus, que deseaba sentirse tan seguro como sonaban sus palabras, fijó la vista al frente.
Los primeros jinetes enemigos estaban ya muy cerca. Quintus reconoció a los galos por las cotas de malla, escudos circulares y largas lanzas. Se fijó en los pequeños objetos que colgaban de los arreos de los caballos y, para su gran horror, se dio cuenta de que eran cabezas, que podían pertenecer a algunos de sus supuestos aliados e incluso a antiguos compañeros, como Licinius.
Calatinus también les había visto.
—¡Perros asquerosos! —gritó.
—¡Hijos de puta! —aulló Cincius.
Quintus estaba furioso. No iba a huir de cobardes como estos que mataban a sus víctimas mientras dormían. «Prefiero morir», pensó. Levantó la lanza y eligió a un objetivo, un guerrero que cabalgaba sobre un robusto caballo gris. El magnífico collar visible sobre la cota de malla revelaba que se trataba de un individuo importante, al igual que las tres cabezas que rebotaban sobre el pecho del caballo. «Será un buen comienzo», pensó Quintus.
Sin embargo, en el fragor de la batalla Quintus fue apartado del galo que había elegido y, a posteriori fue mejor así, dado que resultó ser un experto guerrero. Quintus contempló horrorizado cómo ensartaba con la lanza a un jinete romano que se encontraba a menos de veinte pasos. La fuerza del impacto tiró el cuerpo inerte al suelo y el caballo que le seguía tropezó con él y desequilibró a su jinete, lo que le convirtió en presa fácil para el galo, que ahora blandía una larga espada con la que arrancó de cuajo la cabeza del romano. Quintus nunca había imaginado que las salpicaduras de sangre pudieran volar tan alto. Había gotas de sangre por todas partes. Asustado, el caballo del romano huyó al galope con el jinete sin cabeza, que no cayó hasta una docena de pasos después.
Acto seguido, el galo saltó del caballo y la admiración de Quintus se tornó en revulsión. El guerrero iba en busca de otra cabeza. Quintus hubiera dado cualquier cosa por poder alcanzarle, pero no era posible. De hecho, casi perdió su propia cabeza bajo una espada que logró esquivar en el último momento porque el jinete enemigo lanzó un aullido de guerra antes de asestar el golpe. Quintus estuvo a punto de caerse del caballo, pero con una velocidad fruto de la más terrible desesperación, consiguió sentarse a tiempo para parar el siguiente golpe potente.
La diosa Fortuna le sonrió, ya que el guerrero enemigo era más joven que él y, tal y como se dio cuenta Quintus, menos habilidoso. Un hombre mayor con experiencia ya le habría despachado. En cualquier caso, el galo era valiente y lucharon unos instantes antes de que Quintus tuviera la oportunidad de golpearle. El galo blandía la espada con amplios movimientos bruscos que dejaban expuesta su axila derecha. Quintus pensó que podía reaccionar más rápido que su enemigo y decidió no defenderse del siguiente golpe, sino agacharse sobre el cuello del caballo. Quintus oyó que la espada silbaba por encima de su cabeza y, mientras el galo finalizaba el movimiento, se incorporó como una serpiente y hundió la lanza en la axila del enemigo desprotegida por la cota de malla y cubierta únicamente por una fina túnica. La lanza cortó fácilmente la tela y le atravesó las costillas hasta alcanzar un pulmón y clavarse finalmente en el corazón. Fue el golpe más limpio que Quintus jamás había asestado y causó la muerte instantánea de su adversario. Quintus siempre lo recordaría, pero no por eso, sino por el breve instante de sorpresa y dolor que vio en los ojos del galo antes de que se oscurecieran para siempre. Cuando Quintus levantó la vista, se le encogió el corazón. Casi todos los jinetes romanos habían caído o huían. No vio a Calatinus, ni a Cincius ni a su padre. Solo veía a galos a su alrededor y, detrás de ellos, a cientos de íberos. Pero estaría muerto antes de que llegaran, pues tres guerreros galos galopaban en su dirección. Desesperado, Quintus apuntó al guerrero que pensó que le alcanzaría antes, aunque tampoco fuera a marcar una gran diferencia. En cualquier caso, ya no importaba. Su padre estaba muerto y la caballería romana estaba a punto de perder la batalla. ¿Qué más daba si él también caía? Quintus levantó la lanza con un último grito desafiante.
—¡Venid aquí, cabrones!
El trío de galos soltó un rugido por toda respuesta.
De pronto a Quintus le vino a la mente una horripilante imagen de su propia cabeza como trofeo, pero la eliminó al instante. «Que sea rápido», rogó Quintus a los dioses.
Táctica inesperada
Bostar apenas pudo contener la emoción cuando el centinela le comunicó que el enemigo estaba cruzando el río. Safo y él se encaramaron al margen elevado del río para tumbarse junto al exaltado Mago. Con los nervios a flor de piel, los tres vieron pasar a la caballería romana seguida de los
velites
, la infantería aliada y las legiones regulares y, de pronto, comprendieron la importancia de lo que acababan de ver.
—El comandante romano no solo ha mordido el anzuelo, ¡sino que se lo ha tragado entero! ¡Ha sacado todo el ejército!
Los tres sonrieron nerviosos.
—El combate empezará pronto —comentó Safo impaciente.
—Pero no debemos movernos todavía —añadió Bostar.
—Así es. Tenemos que esperar el momento oportuno para abalanzarnos sobre la retaguardia romana —advirtió Mago—. Si actuamos demasiado rápido, podemos perder la batalla.
Conscientes de que Mago tenía razón, los hermanos no se movieron. Fue la espera más larga de la vida de Bostar, pero los continuos movimientos nerviosos de Mago y la manera salvaje en que Safo se mordía las uñas le revelaron que también sentían lo mismo. En realidad no fueron más de tres o cuatro horas de espera, pero les pareció una eternidad. Evidentemente, la noticia de que los romanos estaban en marcha no tardó en extenderse por las tropas y pronto resultó difícil mantenerlos en silencio, pero era comprensible, pensó Bostar. Aunque disfrutaban de la sensación de no estar en peligro todavía, eran conscientes de que sus compañeros estaban a punto de enfrentarse a una lucha a vida o muerte.
Mago ni siquiera se movió cuando llegó hasta ellos el fragor de la lucha y Bostar se obligó a permanecer tranquilo. Los escaramuzadores rivales serían los primeros en recibir y retirarse. Y así fue. Los gritos y gemidos remitieron para ser sustituidos por el eco inconfundible de miles de pies que marchaban al unísono.
—La infantería romana está avanzando —murmuró Mago—. Melcart, protege a nuestros hombres.
Bostar sintió un nudo en el estómago. Enfrentarse a un enemigo tan numeroso era aterrador.
Junto a él, Safo se movía inquieto.
—Que los dioses protejan a Hanno y nuestro padre —susurró.
Olvidando su enemistad durante un instante, Bostar repitió la misma plegaria.
Al cabo de un momento llegó hasta sus oídos el ruido ensordecedor de un trueno, pero no había nubes ni relámpagos en el cielo. El ruido era algo mucho más mortífero y aterrador. Bostar tembló al oírlo. Había sido testigo de cosas terribles desde que comenzó la guerra: el inmenso bloque de piedra que casi mató a Aníbal; las escenas de la caída de Saguntum y los aullidos de los hombres al ser arrastrados por avalanchas de nieve en los Alpes. Sin embargo, jamás había oído a miles de soldados luchando entre sí por primera vez. La promesa de muerte era inefable y aterradora, y Hanno y su padre se encontraban atrapados en medio de ello. Pese a todo, Bostar consiguió no moverse del sitio. Intentó impedir que llegaran a su mente los gritos que ahora eran tan discernibles en medio de todo el estrépito, pero la estrategia no funcionó. Miró a Mago, que inclinó la cabeza en señal de ánimo.
—¿Ha llegado el momento, señor? —inquirió Bostar.
Los ojos de Mago brillaron impacientes.
—Pronto. Prepara a tus hombres para salir y comunica la orden al oficial de los númidas. Cuando dé la señal, tráelos aquí.