—¿Crees que es esa su intención?
—Desde luego —respondió Malchus—. Los galos son fáciles de sustituir, pero los
scutarii
y
caetrati
no. Por eso nos ha colocado en los extremos.
Hanno sintió que aumentaba su respeto por Aníbal al tiempo que contemplaba a los diecisiete elefantes situados delante de ellos. El resto estaba en el otro lado, delante de los íberos. Se dio cuenta de que los animales también actuaban de protección para la infantería pesada. En los flancos se encontraban cinco mil númidas y la caballería íbera y gala. La superioridad de los cartagineses en esta área le permitiría a Aníbal ganar la batalla de caballería. Mientras tanto, los galos deberían resistir el martilleo de las legiones romanas en el centro de la línea cartaginesa.
—¿Los galos resistirán? —preguntó ansioso.
—Es probable que no —respondió Malchus con la mandíbula apretada—. Son valientes, pero no disciplinados.
Hanno les echó un vistazo. Pocos llevaban armadura. A pesar del clima, la mayoría iba a pecho descubierto. Estaba claro que las cotas de malla y los escudos de los legionarios serían una dura prueba para ellos.
—Sin embargo, si resisten y la caballería tiene éxito…
Malchus sonrió ante la perspectiva.
—Nuestras tropas en los extremos tendrán una buena oportunidad de atacar los flancos de la formación romana.
—Y entonces aparecerán las fuerzas de Mago.
—Así espero, porque nuestro destino estará en sus manos —respondió su padre.
Hanno apenas podía resistirlo.
—¡Tienen que cuadrar tantas cosas para que podamos ganar!
—Así es. Y los galos se enfrentan a la más ardua de las tareas.
Hanno cerró los ojos y suplicó que todo se desarrollara según el plan previsto.
«Gran Melcart —suplicó—, has ayudado a Aníbal hasta ahora, por favor, vuelve a hacer lo mismo por él hoy.»
Mientras Quintus y sus compañeros intentaban entrar en calor, Fabricius vio a uno de los mensajeros del cónsul y fue a hablar con él. En cuanto hubieron hablado, volvió al hayedo a toda velocidad.
—Longo quiere a todos los équites en el flanco derecho y a los jinetes aliados en el izquierdo. Tenemos que cabalgar hacia el norte, hacia el otro extremo de la línea de batalla.
—¿Cuándo? —preguntó Quintus irritado, cuya exultación anterior había sucumbido ante la crudeza del frío.
—¡Ahora! —Fabricius llamó a los decuriones—. ¡Formad a los hombres! ¡Partimos de inmediato!
Cuando abandonaron la protección de los árboles, Quintus tuvo la impresión de que el viento soplaba con más ímpetu y les robaba el poco calor que habían acumulado durante ese rato. Fue la gota que colmó el vaso. «Cuanto antes empiece el combate, mejor —pensó—. Cualquier cosa será mejor que la tortura del frío.»
Fabricius les condujo al frente del ejército a través del pasillo que había entre las tres líneas de soldados apostados y Quintus pudo hacerse una idea bastante exacta de los efectivos romanos. Longo había ordenado a las legiones que se desplegaran siguiendo el patrón tradicional en el que se dejaba una distancia de cien pasos entre cada fila. Los veteranos
triarii
ocupaban la retaguardia, en el centro estaban los
principes
—hombres que se encontraban en la veintena y la treintena— y, a continuación, los
hastati
, los miembros más jóvenes de las fuerzas de infantería. En primera línea se hallaban los exhaustos
velites
que, tras haber estado luchando toda la noche, serían los primeros en combatir al enemigo.
Las tres líneas están formadas por manípulos. Los de los
hastati
y los
principes
constaban de dos centurias de entre sesenta y setenta soldados. En el caso de los
triarii
, como eran menos, los manípulos solo contenían dos centurias de treinta hombres cada una. Las unidades de cada línea no formaban todavía un frente continuo. Las centurias estaban colocadas una frente a la otra dejando un pasillo entre cada unidad cuyo ancho era equivalente al frontal del manípulo. Las unidades de la segunda y tercera fila se posicionaban detrás de los espacios frontales formando un
quincunx
a semejanza del número «5» del dado. Esta configuración permitía recomponer de forma rápida la formación de combate, de manera que la última centuria de cada manípulo corría para colocarse junto a la primera. Además, permitía a los soldados que estaban cansados retirarse del combate sin peligro y permitir que los compañeros más frescos accedieran al enemigo.
Dado que el flanco derecho se hallaba lejos, Quintus también tuvo la posibilidad de analizar las fuerzas cartaginesas, que se hallaban a unos quinientos metros, lo bastante cerca como para mostrar su superioridad en caballería y las filas amenazantes de al menos dos docenas de elefantes. El sonido de los cuernos y los
carnyxes
era constante y muy distinto de las trompetas romanas. Estaba claro que Aníbal tenía menos tropas que Longo, pero sus huestes tenían un aspecto temible, además de inusual.
A medida que pasaba el tiempo, Quintus se sentía cada vez más expuesto, pero por suerte no tuvo que esperar mucho. En cuanto hubieron pasado las cuatro legiones regulares, vieron a Longo y sus tribunos en la intersección entre estas y las tropas aliadas del ala derecha. Por fin la unidad de Fabricius llegó hasta la caballería romana que, con su incorporación, no superaba el millar de jinetes. Los soldados que ya estaban en posición les preguntaron socarrones por qué habían tardado tanto.
—¡Follándome a tu madre! —gritó con descaro uno de los hombres de Fabricius—. ¡Y a tus hermanas también!
La broma fue acogida con gritos airados e insultos. Para gran sorpresa de Quintus, Fabricius sonrió ante la escena.
—Muchos morirán pronto y estas cosas les ayudan a no pensar en ello.
A Quintus le angustió pensar en las bajas. ¿Sobreviviría hasta el próximo amanecer? ¿Y su padre, Calatinus o Cincius? Contempló los rostros familiares de los hombres que había conocido en las últimas semanas. No todos le caían bien, pero eran sus compañeros de armas. ¿Quién acabaría el día tumbado ensangrentado en el frío barro? ¿Quién acabaría ciego o tullido? Quintus sintió que las garras del pánico se le aferraban al estómago.
Su padre le tocó el brazo.
—Respira hondo —le aconsejó.
Quintus lo miró preocupado.
—¿Por qué?
—Haz lo que te digo.
Quintus obedeció, aliviado de que Calatinus y Cincius estuvieran entretenidos hablando.
—Contén la respiración —ordenó Fabricius—. Escucha tu corazón.
No sería difícil, pensó Quintus, ya que el corazón le golpeaba las costillas como un pájaro que desea escapar de una jaula.
Su padre aguardó unos minutos.
—Ahora deja escapar el aire por la boca. Lentamente. Cuando hayas acabado, hazlo otra vez.
Nervioso, Quintus miró a su alrededor, pero nadie parecía prestarle ninguna atención. Volvió a repetir el ejercicio como le había dicho su padre. Después de tres o cuatro respiraciones, notó que el pulso le iba más despacio y que ya no sentía tanto miedo.
—Todo el mundo tiene miedo antes de entrar en combate —dijo su padre—. Incluso yo. La idea de tener que atacar a un grupo de hombres cuyo trabajo es matarte aterra a cualquiera. El truco consiste en pensar solo en los compañeros a tu derecha e izquierda, ellos son los únicos que importan a partir de ahora.
—De acuerdo —murmuró Quintus.
—Todo irá bien. Ya verás —aseguró Fabricius dándole una palmada en la espalda.
Quintus, que se sentía más tranquilo, asintió.
—Gracias, padre.
En cuanto tuvo al ejército en posición, sonaron las trompetas y ordenó a la infantería que avanzara. Los soldados obedecieron y comenzaron a caminar sobre el suelo helado. Resonaron con fuerza las plegarias a los dioses y los portaestandartes levantaron los brazos para que todo el mundo viera el animal dorado que sería su talismán. Cada legión poseía cinco estandartes: un águila, el Minotauro, un caballo, un lobo y un jabalí, todos ellos figuras muy veneradas. Quintus deseó que su unidad también los tuviera, incluso la infantería aliada llevaba estandartes similares, pero por razones que desconocía, la caballería no tenía ninguno.
A pesar de ello, se harían con la victoria, pensó Quintus antes de apretar las rodillas contra el lomo del caballo para instarle a avanzar.
Como era imprescindible que los romanos pasaran el escondrijo de Mago, los cartagineses debían permanecer en posición mientras el enemigo avanzaba hacia ellos. Mientras tanto, a los soldados solo les quedaba rezar o realizar unas últimas comprobaciones del equipo. Siguiendo el ejemplo de su padre, Hanno dio una breve arenga a sus hombres. Les dijo que se encontraban allí para demostrar a Roma que no podía meterse con Cartago y para resarcirse de las injusticias que los romanos habían cometido contra el pueblo cartaginés. A pesar de que a los lanceros les gustaron las palabras de Hanno, reservaron sus vítores más fuertes para el momento en que les recordó que su cometido era seguir las órdenes de Aníbal y, ante todo, vengar a los compañeros que habían muerto como héroes en Sagunto hacía más de seis meses.
En cualquier caso, su clamor no podía compararse al de los galos que, con sus armas, cantos de guerra e instrumentos de cuerda produjeron un gran estruendo. Hanno jamás había oído nada igual. Los músicos galos tocaros los cuernos de arcilla y
carnyxes
a todo volumen, mientras que los soldados cantaban al unísono y seguían el ritmo de la música golpeando los escudos con las lanzas y las espadas. Algunos de ellos, tremendamente afectados, rompieron filas, se desnudaron y blandieron las espadas por encima de sus cabezas gritando como posesos.
—¡Dicen que en Telamón la tierra tembló con su ruido! —gritó Malchus a Hanno.
«Pero aun así perdieron», pensó Hanno.
La tensión fue aumentando a medida que la línea de batalla romana se acercaba, una línea inmensamente larga que se extendía por ambos lados hasta perderse de vista. La formación cartaginesa era considerablemente más estrecha, lo que implicaba que podían ser atacados de inmediato por los flancos, pero la preocupación de Hanno al respecto desapareció en el momento en que Aníbal ordenó avanzar a sus escaramuzadores.
Los honderos baleáricos y los tiradores de jabalinas númidas se apresuraron a intervenir, deseosos de que se iniciara el combate de una vez. Se produjo un intercambio duro y prolongado de proyectiles del que los cartagineses salieron claramente victoriosos. A diferencia de los
velites
romanos, que estaban cansados y mojados después de varias horas de lucha y que ya habían lanzado la mayoría de sus jabalinas, los hombres de Aníbal estaban frescos y animados. Cientos de piedras y lanzas cruzaron el cielo silbando y segaron a los
velites
como la guadaña al trigo. Incapaces de responder de forma similar, las tropas ligeras de los romanos se batieron en retirada a través de los huecos en la primera línea. Aníbal replegó de inmediato a los escaramuzadores que, al carecer de armadura, serían un blanco fácil para los
hastati
. Los escaramuzadores fueron vitoreados a su paso por los pasillos que había entre las unidades cartaginesas.
—¡Hemos empezado bien! —gritó Hanno a sus hombres—. ¡Hemos causado las primeras bajas!
Al cabo de un momento, los romanos emprendieron el ataque.
—¡Escudos arriba! —gritó Hanno, que por el rabillo del ojo vio a la caballería íbera y gala, así como a los elefantes, cargando contra los jinetes enemigos. Hanno solo tuvo un instante, literalmente, para rezar por su éxito.
Acto seguido empezaron a llegar las
pila
o jabalinas romanas. Cada
hastatus
llevaba dos jabalinas, lo que dotaba de una temible fuerza a la primera línea enemiga. La lluvia de proyectiles era tan densa que el cielo entre los dos ejércitos se oscureció.
—¡Protegeos! —chilló Hanno, aunque solo podían hacerlo los que se encontraban en primera fila. En la falange los hombres estaban tan juntos que les resultaba imposible levantar los grandes escudos. Cuando las jabalinas empezaron a caer, apretaron los dientes con la esperanza de no resultar heridos.
El extremo triangular de las
pila
era capaz de atravesar escudos, clavarse en el cuerpo de los soldados y matarlos o herirles con facilidad. Hanno no tardó en oír los gritos ahogados de los soldados que ya no podían hablar porque una punta de hierro les había atravesado la garganta y los aullidos de los que habían resultado heridos en otras partes del cuerpo. También oyó los gemidos de miedo de los que habían sobrevivido y habían visto caer a sus compañeros ante sus ojos. Hanno se arriesgó a echar un vistazo al frente y soltó una maldición: después de lanzar su primera descarga, los
hastati
seguían avanzando. Tan solo se encontraban a cuarenta pasos de los cartagineses y se estaban preparando para una segunda lluvia de lanzas. Hanno no pudo evitar admirar la disciplina de los legionarios, que frenaban e incluso se paraban para lanzar las
pila
. Hanno sabía que el esfuerzo valía la pena para conseguir un tiro certero. Un enemigo menos valeroso hubiera roto filas y huido ante la terrorífica lluvia de puntas de hierro. Hanno agradeció el hecho de que sus hombres fueran veteranos que, a pesar de las numerosas bajas, se mantuvieron en posición, al igual que la falange de su padre.
A su izquierda, los galos también habían sufrido enormes bajas y algunos hombres parecían flaquear ya, algo que preocupó a Hanno, pero los jefes galos eran fuertes y exhortaron a los soldados a incorporarse con rapidez. Para gran alivio de Hanno, la táctica funcionó y, cuando llegó la segunda lluvia de jabalinas, los galos levantaron los escudos, lo que redujo el número de heridos y muertos, pero dejó a muchos guerreros sin su protección principal: pocas cosas había tan inútiles como un escudo con una jabalina protuberante. Sin embargo, a los galos pareció gustarles el invento y, con gritos feroces, se dispusieron a atacar a los
hastati
.
Muchos de los soldados de la primera fila de la falange de Hanno también se habían quedado sin escudos. Hanno soltó una maldición. Los huecos brindaban a los legionarios una buena oportunidad, pero no podía hacer nada por evitarlo.
—¡Cerrad filas! —gritó. Su orden fue repetida a lo largo de toda la línea y los escudos formaron una sólida barrera—. Las dos primeras filas, ¡preparad las lanzas! —Los palos de madera chocaron entre sí cuando los soldados de la segunda fila colocaron las armas sobre los hombros de los soldados de primera fila. Hanno apretó los dientes—. ¡Ha llegado el momento de la verdad! —bramó—. ¡Manteneos en posición!