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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (31 page)

Al final, Aníbal hizo una seña a los músicos. Llevándose el instrumento a los labios, los hombres tocaron una serie corta de notas. Era la llamada a las armas, el mismo sonido que alertaba a los soldados de la presencia cercana de fuerzas enemigas. Inmediatamente, el crescendo de sonido se apagó y fue sustituido por un silencio expectante. Bostar dio un codazo de emoción a Safo entre las costillas y recibió un codazo similar. La mirada admonitoria de Malchus hizo que los dos se pusieran firmes como para desfilar. No era momento de tener un comportamiento infantil.

—Soldados de Cartago —empezó diciendo Aníbal—. Estamos a punto de vivir una gran aventura. Pero ciertas personas de Roma querrían impedírnoslo desde un buen comienzo. —Alzó una mano para sofocar la respuesta airada de sus hombres—. ¿Queréis oír las palabras de la última embajada romana que visitó Cartago?

Transcurrieron unos instantes mientras los intérpretes hacían su trabajo y entonces se oyó un inmenso grito de afirmación.

—«El execrable e injustificado ataque sobre Saguntum no puede quedar sin respuesta. Entregadnos a Aníbal Barca y a todos sus oficiales de alto rango encadenados y Roma dará el asunto por zanjado. Si Cartago no obedece a esta petición, debería considerarse en guerra contra la República.» —Aníbal hizo una pausa, dejó que se asimilara la traducción, y que aumentara la furia de sus soldados. Hizo un gesto cargado de dramatismo hacia quienes estaban detrás de él en la plataforma—. ¿Acaso estos hombres y yo deberíamos entregarnos al aliado romano más cercano para que se haga justicia?

Otra demora. Pero el rugido del «¡NO!» que siguió excedió al volumen combinado de todos los gritos que se habían oído con anterioridad.

Aníbal esbozó una sonrisa.

—Os doy las gracias por vuestra lealtad —declaró, haciendo un movimiento de izquierda a derecha con el brazo derecho, para incluir a todo el ejército.

Otra ovación ensordecedora rasgó el aire.

—Así pues, en vez de aceptar la oferta de Roma, os llevaré a casi todos vosotros a Italia. Para llevar la guerra a nuestros enemigos —anunció Aníbal a la muchedumbre que se desgañitaba—. Algunos debéis permanecer aquí, al mando de mi hermano Asdrúbal porque vuestra misión consiste en proteger nuestro territorio en Iberia. El resto marchará conmigo. Como los romanos controlan el mar, viajaremos por tierra y los pillaremos por sorpresa. Quizás imagináis que estaremos solos en Italia y rodeados por fuerzas hostiles. Pero ¡no temáis! La suya es una región fértil e ideal para saquear. También tendremos muchos aliados. Roma controla menos de la península de lo que os pensáis. Las tribus de la Galia Cisalpina han prometido unirse a nosotros y no me cabe la menor duda de que la situación se repetirá en el centro y el sur. No será una lucha fácil y solo quiero la compañía de los hombres que deseen acompañarme libremente en este empeño. —Aníbal fue repasando formación tras formación y mirando de hito en hito a soldados concretos—. Con la ayuda de todos —continuó—, la República quedará hecha añicos. ¡Destrozada, de forma que ya no supondrá una amenaza para Cartago! —Con toda tranquilidad, esperó a que el mensaje se difundiera.

No tardó demasiado.

El ruido de más de cien mil hombres expresando su acuerdo pareció un trueno amenazador y ensordecedor. Malchus, Safo y Bostar temblaron al oírlo.

Aníbal alzó el puño cerrado en el aire.

—¿Me seguiréis a Italia?

La pregunta solo tenía una respuesta posible. Y cuando todos y cada uno de los hombres de su ejército vociferó el grito más fuerte de todos, Aníbal Barca retrocedió y sonrió.

En las semanas posteriores a la discusión, tanto Hanno como Quintus hicieron intentos tibios de reconciliarse. Ninguno prosperó. Dolidos por la actitud del otro, y henchidos de engreimiento juvenil, ninguno cedía. Pronto dejaron prácticamente de hablarse. Era un círculo vicioso del que no había escapatoria. Aurelia hizo todo lo posible por suavizar sus diferencias pero sus esfuerzos fueron en vano. No obstante y a pesar de su resentimiento, Hanno se había dado cuenta de que no podía huir. Pese al enfrentamiento con Quintus, le debía demasiado a él y a Aurelia. Por consiguiente, se volvió cada vez más huraño y siempre receloso de la presencia amenazadora de Agesandros en un segundo plano. Mientras tanto, Quintus se dedicó a formarse en caballería con los
socii
. A menudo se ausentaba de la casa varios días seguidos, lo cual ya le iba bien. Así no tenía que ver a Hanno y mucho menos dirigirle la palabra.

Ya estaba bien entrada la primavera cuando recibieron una nota de Fabricius. Seguida de una ansiosa Aurelia, Atia la llevó al patio, bañado por la tenue luz del sol. Quintus, que estaba fuera con Agesandros, ya escucharía las noticias más tarde.

Aurelia observaba emocionada a su madre mientras abría la misiva y empezaba a leer.

—¿Qué dice? —preguntó al cabo de un momento.

Atia alzó la vista. La decepción se reflejaba en su rostro.

—Es una típica carta de hombre. Llena de información sobre política y sobre lo que pasa en Roma. Incluso habla un poco de una carrera de cuadrigas a la que asistió el otro día, pero casi nada acerca de cómo se siente. —Recorrió la página con el dedo—. Pregunta por mí, obviamente, y por ti y Quintus. Espera que no haya problemas en la finca. —Por fin, Atia sonrió—. Flaccus le ha pedido que te envíe sus más calurosos recuerdos y dice que, aunque vuestro matrimonio tendrá que retrasarse por culpa de la guerra, ansía el día en que se produzca. Tu padre le ha dado permiso para escribirte directamente, así que quizá pronto recibas una carta de él.

A Aurelia le satisfizo la noticia del aplazamiento pero el hecho de pensar en el día —y la noche— de su boda todavía le hacía sonrojarse. Cuando vio a Hanno en la puerta de la cocina se puso aún más roja. El hecho de que fuera un esclavo no le impedía pensar que, a pesar de que ahora tuviera la nariz torcida, seguía siendo guapísimo. Durante unos instantes, sustituyó a Flaccus por Hanno en su mente. Aurelia contuvo un grito ahogado y apartó la imagen de su cabeza.

—Está bien. ¿Qué más dice papá?

Hanno era ajeno a los sentimientos de Aurelia. Estaba contento porque Julius acababa de decirle que barriera el patio, lo cual, a su vez, le permitía escuchar la conversación. Aguzando el oído, pasó la escoba por los huecos que había entre las téseras del mosaico del suelo, intentando enganchar el máximo de suciedad posible.

Atia siguió leyendo y mostró más interés.

—Buena parte de lo que escribe es acerca de la respuesta de la República a Aníbal. Los Minucii y sus aliados trabajan incansablemente para ayudar en los preparativos de la guerra. Flaccus confía en ser nombrado tribuno de una de las nuevas legiones. Lo más importante de todo es que a Tiberio Sempronio Longo y Publio Cornelio Escipión, los dos cónsules nuevos, les habían concedido las provincias de Sicilia y África, e Iberia respectivamente. La misión del primero es atacar Cartago mientras que la del último es enfrentarse y derrotar a Aníbal. A padre le satisface que él y Flaccus vayan a servir a Publio.

—Eso es porque el ejército que derrote a Aníbal se llevará toda la gloria —reflexionó Aurelia. A veces deseaba ser un hombre, para poder ir también a la guerra.

—Todos los hombres son iguales. Nosotras las mujeres tenemos que quedarnos atrás y preocuparnos por ellos —dijo su madre con un suspiro—. Pidamos a los dioses que nos los devuelvan a los dos sanos y salvos.

A Hanno no le gustó lo que había oído. De hecho, le pareció odioso. «Putos romanos sanguinarios», pensó con amargura. No había generales hábiles en Cartago, lo cual significaba que el Senado volvería a llamar a Aníbal para que defendiera la ciudad, acabando así con sus planes para atacar Italia. Su marcha dejaría Iberia, la colonia más rica de Cartago, a merced de un ejército romano invasor. Hanno apretó los dedos con fuerza alrededor del palo de la escoba. Antes incluso de empezar, parecía que la guerra ya estaba acabada.

Aurelia frunció el ceño.

—¿En la anterior guerra no estuvieron a punto de salir victoriosos en un asalto a Cartago?

—Sí. Y papá dice que independientemente de las cualidades de Aníbal, Roma saldrá victoriosa. No tenemos motivos para creer que la determinación de los cartagineses es más fuerte que hace veinte años.

Hanno se puso de un humor de perros. Fabricius tenía razón. El historial de su ciudad ante los ataques directos no era precisamente glorioso. Por supuesto que el regreso de Aníbal marcaría una gran diferencia, pero ¿bastaría? Su ejército no estaría con él: incluso sin que los romanos controlaran los mares, el general no poseía suficientes barcos para transportar decenas de miles de tropas a África.

Entonces fue cuando llegó Quintus. Enseguida se fijó en que Aurelia estaba junto a su madre con una carta en la mano.

—¿Es de papá?

—Sí —repuso Atia.

—¿Qué noticias envía? —preguntó con impaciencia—. ¿El Senado ha decidido emprender alguna acción?

—Atacar Cartago e Iberia a la vez —respondió Aurelia.

—¡Qué idea tan fantástica! No sabrán por dónde les llegan los golpes —exclamó Quintus—. ¿Adónde enviarán a papá?

—A Iberia. Igual que a Flaccus —respondió Atia.

—¿Qué más?

Atia le tendió el pergamino a Quintus.

—Léelo tú mismo. Aquí la vida continúa y tengo que hablar con Julius acerca de las provisiones que hay que comprar en Capua. —Rozó a Hanno al pasar sin ni siquiera molestarse en mirarle.

La ira de Hanno cristalizó. Fuera cual fuera la deuda contraída, había llegado el momento de huir. Cartago pronto necesitaría al máximo de espadachines posible. Nada ni nadie más importaba. «¿Y Suni?», le preguntó la voz de la conciencia. «No tengo ni idea de dónde está —pensó Hanno desesperadamente—. ¿Qué posibilidades tengo de encontrarle?»

Quintus escudriñó la carta a toda velocidad.

—Papá y Flaccus van a ir a Iberia —murmuró emocionado—. Y yo casi he acabado la instrucción.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Aurelia.

Él le dedicó una mirada de sorpresa.

—Nada, nada.

Aurelia conocía bien a su hermano.

—No albergues ideas descabelladas —le advirtió—. Papá dijo que tenías que quedarte aquí hasta que te llamaran a filas.

—Ya lo sé. —Quintus frunció el ceño—. Sin embargo, por lo que dicen, la guerra acabará en unos pocos meses. No quiero perdérmela. —Recorrió el patio con la mirada y vio que Hanno lo estaba mirando. Quintus apartó la vista al instante, pero fue demasiado tarde.

Al final Hanno se dejó vencer por la furia.

—¿Ya estás contento? —espetó.

—¿A qué te refieres? —replicó Quintus a la defensiva.

—Los
guggas
serán derrotados de nuevo. Los pondrán en el sitio que se merecen. Espero que estés encantado.

Quintus se puso rojo.

—No, no es el caso.

—¿Ah, no? —le retó Hanno. Se aclaró la garganta y escupió en el mosaico del suelo.

—¿Cómo te atreves? —bramó Quintus, dando un paso hacia Hanno—. No eres más que un…

—¡Quintus! —exclamó Aurelia, horrorizada.

Su hermano hizo un gran esfuerzo para no decir nada más.

La cara de Hanno era la viva imagen del desprecio.

—Un esclavo. ¡O un
gugga
! ¿Es eso lo que ibas a decir?

Quintus se sonrojó todavía más. Apretó los puños enfadado y dio media vuelta.

—¡Ya me he hartado! —Hanno sujetó la escoba.

Aurelia no aguantaba más.

—¡Parad ya, los dos! Os estáis comportando como niños.

Sus palabras no causaron ningún efecto. Quintus salió de la casa con gesto airado y Aurelia le siguió. Hanno se retiró a la cocina, donde se sintió más desgraciado que nunca. Las noticias que había oído hacía unos meses, sobre el éxito del sitio de Saguntum por parte de Aníbal y el reto que había supuesto, le habían elevado el ánimo. Le habían dado un motivo para continuar. La carta de Fabricius había echado por tierra todo aquello. El plan de Roma parecía insuperable. Aunque llegara a formar parte del ejército de Aníbal, ¿en qué iba a notarse la diferencia?

Aurelia fue en busca de Hanno en cuanto regresó. Lo encontró abatido en un taburete en la cocina. Haciendo caso omiso de las miradas de curiosidad del resto de los esclavos, arrastró a Hanno al exterior.

—He hablado con Quintus —musitó en cuanto estuvieron solos—. No quería ofenderte. No ha sido más que una reacción espontánea a tu escupitajo. —Dedicó una mirada de reproche a Hanno—. Ha sido una grosería.

Hanno se sonrojó, pero no se disculpó.

—Se estaba regodeando.

—Ya sé que es lo que parecía —reconoció Aurelia—. Pero no creo que fuese eso lo que hacía.

—¿Ah, no? —espetó Hanno.

—No —repuso ella con voz queda—. Quintus no es de esos.

—¿Y entonces por qué me llamó
gugga
el otro día?

—La gente dice cosas que no siente cuando está borracha. ¿Supongo que tú no le has dedicado ningún insulto desde aquel día en tu interior, no? —preguntó Aurelia maliciosamente.

Dolido, Hanno no respondió.

Aurelia miró a su alrededor antes de estirar la mano para tocarle la cara. Sorprendido por el nivel de intimidad que aquello suponía, Hanno notó que su ira se disipaba. La miró a los ojos.

Alarmada por el súbito palpitar que notó en el corazón, Aurelia bajó la mano.

—Desde fuera, esta pelea parece muy sencilla —empezó a decir—. De no ser por tu infortunio, serías un hombre libre y, con toda probabilidad, te alistarías al ejército cartaginés. Lo mismo que haría Quintus con las legiones. Ninguna de estas dos acciones tendría nada de malo. Sin embargo, Quintus es libre de hacer lo que quiera mientras que tú eres un esclavo.

«Se puede decir más alto pero no más claro», pensó Hanno enfadado.

Aurelia no había terminado.

—Sin embargo, el motivo verdadero es que primero a ti y luego a Quintus os dolió lo que dijo el otro. Los dos sois demasiado orgullosos como para disculparos sinceramente y dejar esto atrás. —Lo miró con expresión feroz—. Estoy harta.

Hanno cedió, sorprendido por la perspicacia y sinceridad de Aurelia. El desacuerdo ya había durado demasiado.

—Tienes razón —dijo—. Lo siento.

—No es a mí a quien deberías decirle eso.

—Lo sé. —Hanno calibró sus palabras con mucho tiento antes de pronunciarlas—. Le pediré disculpas. Pero Quintus debe saber que, independientemente de las leyes de este territorio, no soy un esclavo y nunca lo seré.

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