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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (30 page)

—¿Sabes luchar, también?

Aurelia abrió la boca ante el cambio de tema.

Flaccus echó el brazo derecho hacia delante, como si lanzara una estocada con una espada.

—¿Sabes empuñar un
gladius
?

Preocupada por lo que ya había revelado, Aurelia mantuvo la boca cerrada.

—Te he hecho una pregunta. —Flaccus habló con voz queda, pero los ojos tenían la dureza del granito.

«Lo que he hecho no es ningún crimen», pensó Aurelia enfadada.

—Sí que sé —replicó—. Aunque soy mucho mejor con la honda.

Flaccus alzó los brazos en el aire.

—¡Voy a casarme con una amazona! —exclamó—. ¿Tus padres lo saben?

—Por supuesto que no.

—No, me figuro que a Fabricius no le haría mucha gracia. Me imagino cómo reaccionaría Atia.

—No se lo digas, por favor —suplicó Aurelia—. Metería a Quintus en un buen lío.

La observó durante unos instantes, antes de que una sonrisa lobuna asomara a sus labios.

—¿Por qué iba yo a decir nada?

Aurelia no daba crédito a sus oídos.

—¿No te importa?

—¡No! Demuestra tu espíritu romano y significa que nuestros hijos serán guerreros. —Flaccus alzó un dedo en señal de advertencia—. Sin embargo, no te pienses que podrás continuar usando armas cuando estemos casados. Tal comportamiento no es aceptable en Roma.

—¿Y cabalgar? —susurró Aurelia.

—Ya veremos —dijo—. Vio que ella ensombrecía el semblante y adoptó una expresión extraña—. La finca que tengo en las afueras de la capital es muy grande. Nadie se entera de lo que pasa allí.

Abrumada por la reacción de Flaccus, Aurelia no captó el énfasis meloso que hizo en las últimas ocho palabras. «A lo mejor estar casada no es tan malo como pensaba», se dijo. Ella lo tomó del brazo.

—Ahora te toca hablarme de ti —murmuró.

Él le dedicó una mirada de satisfacción y empezó.

Quintus encontró a su padre en el exterior, supervisando la carga de su equipaje en una reata de mulas.

Fabricius sonrió al verlo.

—¿Qué querías decirme antes?

—Nada importante —repuso. Había decidido conceder a Flaccus el beneficio de la duda. Lanzó una mirada dudosa al grupo de animales, cargados hasta los topes con todas las piezas del equipamiento militar de su padre.

—¿Cuánto crees que durará esta guerra? Flaccus parece estar convencido de que acabará en unos meses.

Fabricius comprobó que nadie les podía oír.

—Creo que peca de exceso de seguridad. Ya sabes cómo son los políticos.

—Pero Flaccus habla de casarse en junio.

Fabricius hizo un guiño.

—Quería que acordásemos una fecha y yo acepté. ¿Qué podía ser mejor que el mes más popular del año? Y si no puede producirse porque todavía estamos en campaña, el acuerdo de compromiso garantiza que se producirá en algún otro momento.

Quintus sonrió ante la astucia de Fabricius. Se quedó pensando un momento y llegó a la conclusión de que su padre tenía más posibilidades de acertar que Flaccus acerca de la duración de la guerra.

—Ya tengo edad suficiente para alistarme.

Fabricius adoptó una expresión seria.

—Lo sé —reconoció—. Aparte de vigilarte, le he pedido a Martialis que te aliste en la unidad de caballería local junto con Gaius. Durante mi ausencia, tu madre como es natural será la responsable de Aurelia y del cuidado de la finca, pero tú tendrás que ayudarla lo máximo posible. De todos modos, no veo motivos por los que no debas iniciar tu formación.

A Quintus le destellaban los ojos de alegría.

—No albergues ninguna idea disparatada —le advirtió su padre—. No hay posibilidades de que te llamen a filas en un futuro inmediato. Los jinetes que proporcionará Roma y el área circundante son más que suficientes por el momento.

Quintus se esforzó para ocultar su decepción.

Fabricius lo agarró por los hombros.

—Escúchame. La guerra no es todo valor y gloria: ni mucho menos. Es sangre, suciedad y luchar hasta que apenas tengas fuerzas para sostener una espada. Se ven cosas terribles. Hombres que mueren desangrados por falta de un torniquete. Camaradas y amigos que mueren delante de ti, llamando a sus madres.

Cada vez le resultaba más difícil aguantar la mirada fija de su padre.

—Eres un joven distinguido —dijo Fabricius con orgullo—. Ya te llegará el momento de luchar en primera línea. Hasta entonces, obtén el máximo de experiencia posible. Si eso significa que te pierdes la guerra con Cartago, que así sea. Esas semanas de instrucción iniciales son fundamentales si quieres sobrevivir más allá de los prolegómenos de una batalla.

—Sí, padre.

—Bien —dijo Fabricius, satisfecho—. Que los dioses te den una larga y buena vida.

—A ti también. —A pesar de sus esfuerzos, a Quintus le tembló la voz.

Atia aguardó a que Quintus entrara para aparecer.

—Ya es casi un hombre —dijo con nostalgia—. Parece que fue ayer cuando jugaba con sus juguetes de madera.

—Lo sé. —Fabricius sonrió—. Los años pasan volando, ¿no? Recuerdo cuando me despedí de ti antes de marcharme a Sicilia como si fuera ayer. Y aquí estamos otra vez, en una situación parecida.

Atia estiró el brazo para tocarle la cara.

—Tienes que volver conmigo, ¿entendido?

—Haré todo lo posible. Me aseguraré de que el altar está bien surtido de ofrendas. Hay que tener contentos a los lares.

Ella fingió sorpresa.

—Ya sabes que lo haré todos los días.

Fabricius rio entre dientes.

—Sí, lo sé. Igual que sabes que rezaré diariamente a Marte y a Júpiter para que nos protejan.

Atia adoptó una expresión solemne.

—¿Sigues estando convencido de que Flaccus es un buen partido para Aurelia?

Frunció el ceño.

—¿Qué?

—¿Es el hombre adecuado?

—Me pareció que anoche dio una buena impresión —dijo Fabricius con expresión sorprendida—. Arrogante, por supuesto, pero cabe esperarlo de alguien de su condición. Quedó prendado de Aurelia, lo cual es bueno. Es ambicioso, apuesto y rico. —Miró a Atia—. ¿No es suficiente?

Ella frunció los labios.

—¿Atia?

—No sabría cómo explicarlo —dijo al final—. Pero no me fío de él.

—Pues necesitas algo más que una idea vaga para hacerme romper un compromiso con este potencial —dijo Fabricius, molesto—. ¡Recuerda cuánto dinero debemos!

—No estoy diciendo que debas cancelar el acuerdo —dijo con tono conciliador.

—¿Entonces qué?

—Que vigiles a Flaccus cuando estés en Roma. Pasarás mucho tiempo con él. Eso te dará una idea mucho más correcta de cómo es que con una sola noche. —Le acarició el brazo—. No es mucho pedir, ¿no?

—No —masculló. Una sonrisa de aceptación asomó a sus labios y se inclinó para besarla—. Tienes una capacidad innata para oler la manzana podrida en un cesto. Confiaré en ti una vez más.

—Deja de tomarme el pelo —exclamó ella—. Hablo en serio.

—Lo sé, amor mío. Y haré lo que dices. —Se dio un toquecito en el lateral de la nariz—. Flaccus no se dará cuenta pero observaré todos sus movimientos.

Atia suavizó la expresión.

—Gracias.

Fabricius le dio un pellizco cariñoso en el trasero.

—Bueno, ¿y por qué no nos despedimos como mandan los cánones?

Atia adoptó una expresión coqueta.

—Me parece una idea estupenda. —Lo cogió de la mano y lo condujo al interior de la casa.

Había transcurrido una hora y en la casa reinaba un silencio sepulcral. Fabricius y Flaccus habían partido hacia Roma prometiendo una victoria rápida sobre los cartagineses. Quintus, profundamente deprimido, fue en busca de Hanno. Había pocas tareas domésticas que hacer y el cartaginés no pudo negarse cuando Quintus le pidió que saliera al patio.

En cuanto estuvieron solos se produjo un silencio incómodo.

«Yo no voy a ser el primero en hablar», pensó Hanno. Seguía estando furioso.

Quintus arrastró el extremo de una sandalia por el mosaico.

—Sobre lo de anoche… —empezó a decir.

—¿Sí? —espetó Hanno. Su voz y su actitud no eran las de un esclavo, pero en ese momento le daba igual.

Quintus se tragó la respuesta refleja y airada.

—Lo siento —dijo abruptamente—. Estaba borracho y no quería decir lo que dije.

Hanno miró a Quintus a los ojos y vio que, a pesar de su tono, la disculpa era sincera. Inmediatamente se puso a la defensiva. No se lo había esperado y todavía no estaba dispuesto a echarse atrás.

—Soy un esclavo —gruñó—. Puedes tratarme como te dé la gana.

Quintus se sintió dolido.

—Lo primero y más importante es que eres mi amigo —afirmó—. Y no debería haberte hablado como hice anoche.

Hanno caviló sobre las palabras de Quintus en silencio. Antes de que lo esclavizaran, cualquier extranjero que lo hubiera llamado
gugga
se habría llevado un puñetazo en la nariz o algo peor. En su situación actual, no le quedaba más remedio que sonreír y aceptarlo. «No por mucho tiempo —se dijo Hanno enfurecido—. Sigue fingiendo.» Asintió a modo de aceptación.

—Muy bien. Acepto tus disculpas.

Quintus sonrió.

—Gracias.

Ninguno de los dos sabía muy bien qué decir a continuación. A pesar del intento de Quintus de hacer las paces, se había abierto una brecha entre ellos. Como ciudadano patriótico romano que era, Quintus apoyaba sin reservas la decisión de su gobierno de entrar en conflicto con Cartago. Hanno, incapaz de alistarse al ejército de Aníbal, haría lo mismo por su pueblo. Su amistad quedaba separada por un abismo y ninguno sabía cómo salvarlo.

Pasó un buen rato y seguían sin hablar. Quintus no quería mencionar la guerra inminente porque ambos albergaban sentimientos muy fuertes al respecto. Quería sugerir que practicaran con la espada pero también parecía mala idea: por mucho que confiara en Hanno, guardaba demasiadas semejanzas con la lucha inminente entre un romano y un cartaginés. Irritado, esperó a que Hanno hablara el primero. Sin embargo, enfadado todavía y temeroso de desvelar algo sobre su plan de huida, Hanno mantuvo la boca cerrada.

Ambos deseaban que Aurelia estuviera presente. Ella se habría reído y disipado la tensión en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, no había ni rastro de ella.

«Esto no tiene ningún sentido», pensó Hanno al final. Dio un paso hacia la cocina.

—Mejor que vuelva al trabajo.

Molesto, Quintus se quitó de en medio.

—Sí —dijo con rigidez.

Mientras se alejaba, a Hanno le sorprendió notar la tristeza que sentía cada vez con más fuerza en el pecho. A pesar del resentimiento actual, él y Quintus compartían un vínculo fuerte, forjado por la forma azarosa de su compra y seguida del enfrentamiento en la cabaña del pastor. Hanno cayó en la cuenta de otro aspecto. A Quintus debía de haberle costado mucho ir a pedirle perdón, sobre todo debido a su diferencia de condición. Sin embargo, ahí estaba él marchándose airado como si él fuera el amo y no el esclavo. Hanno se giró con una disculpa en los labios, pero era demasiado tarde.

Quintus ya se había ido.

Transcurrieron varias semanas y el tiempo era cada vez más caluroso y soleado. Alimentados por los oficiales, los rumores acerca de las intenciones de Aníbal se habían propagado por el enorme campamento de tiendas situado en el exterior de los muros de Cartago Nova. Todo aquello formaba parte del plan del general. Debido a la envergadura de su ejército, era imposible informar directamente a cada uno de los soldados sobre lo que iba a suceder. Así, el mensaje se transmitía con rapidez. Para cuando Aníbal convocó una reunión con sus comandantes, todos sabían que se dirigirían a Italia.

El ejército al completo se reunió en formación ante una plataforma de madera situada cerca de las puertas. Los soldados cubrían una vasta porción de terreno. Había miles de libios y númidas e incluso números mayores de íberos de docenas de tribus. Hombres toscamente vestidos de las Islas Baleares esperaban junto a hileras de celtíberos imperiosos y orgullosos. También había cientos de ligures y galos, hombres que habían dejado sus tierras y hogares semanas antes para acompañar al general que iba a librar una guerra contra Roma. Un porcentaje pequeño de los soldados vería y oiría a quien tuvieran delante pero habían apostado intérpretes a intervalos regulares para transmitir las noticias al resto. Solo se produciría una pequeña demora antes de que todos los presentes oyeran las palabras de Aníbal.

Malchus, Safo y Bostar se alzaban orgullosos al frente de sus lanceros libios, cuyos cascos de bronce y escudos tachonados brillaban bajo el sol matutino. El trío sabía exactamente qué iba a pasar, pero los tres sentían la misma emoción y nerviosismo. Desde que habían regresado de su misión hacía semanas, Bostar y Safo habían aparcado sus diferencias para prepararse para este momento. Estaban a punto de pasar a la historia, al igual que hiciera Alejandro Magno al iniciar su extraordinario viaje hacía más de cien años. La mayor aventura de sus vidas estaba a punto de comenzar. Con ella, tal como había dicho su padre, tendrían la oportunidad de vengar la pérdida de Hanno. Aunque no lo expresara, Malchus albergaba un atisbo de esperanza en lo más profundo del corazón sobre que siguiera vivo. Igual que Bostar, pero Safo había perdido toda esperanza. Seguía alegrándose de que Hanno hubiera desaparecido. Malchus le prestaba ahora más atención y dedicaba más alabanzas de las que recordaba haber recibido jamás. ¡Y Aníbal lo conocía por su nombre!

El ejército no tuvo que esperar demasiado. Seguido por sus hermanos Asdrúbal y Mago, el comandante de la caballería Maharbal, y el soldado de infantería de alto rango Hanno, Aníbal se acercó a la plataforma y se subió a ella para que lo vieran. Los últimos en llegar fueron un grupo de trompetas que desfilaron delante del general y aguardaron sus órdenes.

La aparición del líder causó una ovación espontánea entre la tropa reunida. Hasta los oficiales le ovacionaron. Los hombres silbaban y gritaban, daban zapatazos en el suelo y golpeaban los escudos con las armas. Cuando los que no veían se unieron a la ovación, el clamor aumentó hasta límites inconmensurables. No cesaba, cada vez más alto, en una docena de idiomas. Y, tal como había hecho en ocasiones similares, Aníbal no hizo nada para detenerlo. Alzó ambos brazos y se dejó inundar de elogios. Era su momento, para el que llevaba años preparándose, y situaciones como aquella subían la moral infinitamente más que varias victorias menores.

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