—¿Todavía estás solo? No me extraña, la verdad. Nada como la promesa del oro para acelerar las cosas.
Bostar se mordió la lengua para no soltarle lo que pensaba.
—No es momento para gilipolleces —gruñó—. Tomemos la dichosa brecha. Ya nos pelearemos más tarde.
Safo encogió los hombros con indiferencia.
—Como quieras. —Niveló la lanza—. ¡Tercera falange! ¡Hacia mí! ¡Formad una fila!
Solo habían llegado cuatro de los hombres de Bostar. Observó frustrado como su hermano conducía a sus lanceros hacia delante. Por supuesto que le seguiría en un abrir y cerrar de ojos, pero le dolía de todos modos. Al cabo de unos instantes, Bostar se alegró de no haber entrado el primero por la brecha. Cual fantasmas vengadores, distintos grupos de saguntinos que gritaban emergieron de la nube de polvo. Todos ellos llevaban una
falarica
, una jabalina larga con una bola ardiente con una estopa empapada en brea envuelta alrededor de la parte media del asta.
—¡Cuidado! —gritó Bostar, sabiendo que su advertencia llegaba demasiado tarde.
Respondiendo a las órdenes de un oficial, los saguntinos se echaran hacia atrás y lanzaron. Se quedaron cortos. Varias nubes de proyectiles llameantes surcaron rápidamente el aire. Horrorizado, Safo y sus soldados aminoraron la marcha. Y entonces cayeron las
falaricae
. Atravesaron escudos. Mutilaron, mataron y prendieron fuego a los hombres.
Perjurando, Bostar contó a sus lanceros. Le quedaban unos veinte. No bastaban pero no podía quedarse parado. Si hacía eso, matarían a Safo y sus soldados huirían. Perderían su oportunidad.
—¡Adelante! —Con el escudo en alto, Bostar corrió hacia el enemigo. No volvió la vista atrás. Le resultaba un gran alivio notar la presencia de sus hombres a ambos lados. Quizá la muerte se los cobrara, pensó Bostar, pero por lo menos le seguían por lealtad, no por el ansia de oro.
Se dirigió al punto en el que parecía que los soldados de Safo corrían peligro de ser arrollados. Al verlo, los saguntinos más cercanos apuntaron y soltaron las
falaricae
. Encorvando los hombros, Bostar siguió corriendo. Como un alud de llamas, las jabalinas le pasaban zumbando por el lado. Se oyó un grito ahogado y miró a su alrededor. Se arrepintió de haberlo hecho. Una
falarica
había alcanzado al soldado que tenía detrás en el hombro, se le había clavado en la carne. Además, la parte en llamas le había incendiado la túnica. Unos trozos de estopa candente le caían de la cara y del cuello. Sus gritos resultaban ensordecedores. A Bostar se le llenó la nariz del hedor de la carne chamuscada.
—¡Dejadle! —bramó a los hombres que por instinto habían acudido a ayudarle—. ¡Seguid adelante! —Agradecido por no haber sido él y con la esperanza de que el soldado muriera rápido, regresó corriendo al frente.
Puestos a encontrarle una pequeña ventaja al arma secreta del enemigo, era que después de lanzarla, los defensores quedaban indefensos momentáneamente. Además, muchos ni siquiera llevaban armadura. Gruñendo enfurecido, Bostar atacó a un saguntino delgaducho que intentaba desesperadamente sacar la espada. No lo consiguió. Bostar le clavó la lanza en el pecho y le atravesó la caja torácica con facilidad. Al hombre casi se le salieron los ojos de las cuencas debido a la fuerza del impacto. Murió antes de que Bostar retirara el arma y dejó una lluvia de sangre en el suelo.
Jadeando, Bostar atacó al siguiente soldado que tenía a su alcance, un joven que difícilmente había cumplido los dieciséis. A pesar de la espada oxidada y unos gritos espeluznantes, se le veía paralizado.
Bostar repelió sus golpes torpes con facilidad antes de clavarle la lanza al joven en el vientre. Mató a dos defensores más antes de que se le presentara la oportunidad de calibrar la situación.
Aproximadamente cien de sus hombres estaban presentes; seguían llegando más. Una cantidad similar de soldados de Safo luchaban sin parar a su alrededor. No era de extrañar que las falanges de su padre y de Alete también intentaran alcanzarles. Sin embargo, sorprendentemente los saguntinos impedían su avance llevando a cabo actos de heroísmo y de valor suicida. No habían ganado terreno alguno. Bostar se dio cuenta del porqué al ver a cientos de civiles que, a escasos pasos de la periferia de la batalla, reparaban desesperadamente la brecha con sus propias manos. Veía hombres mayores, fueran o no soldados, que luchaban como fieras. Bostar no aflojaba. Incluso entonces habría miles de soldados ascendiendo por la ladera para unirse a ellos. Contra una cantidad tan abrumadora, ni siquiera los valientes saguntinos podrían aguantar mucho tiempo. Lo único que tenían que hacer era sacar el máximo partido del ataque.
De repente, se centró de nuevo en el presente. Por entre el polvo veía una hilera de llamas parpadeantes que se acercaba desde la ciudadela enemiga. A Bostar se le encogió el corazón cuando vio con claridad. Eran dos oleadas más de guerreros, cargados con innumerables
falaricae
ardientes.
—¡Alzad los escudos! —gritó—. ¡Jabalinas a la vista!
Sus hombres obedecieron a toda prisa.
Las líneas enemigas, que respondieron al grito de una orden, se pararon a unos cincuenta pasos de distancia. Se echaron hacía atrás y los saguntinos lanzaron las
falaricae
de tal forma que dibujaron un arco pronunciado, que acababa mucho más allá de sus propios hombres. Más allá de los soldados de Bostar y Safo.
—Listillos de mierda —masculló Bostar—. No quieren darnos. Observó aterrorizado como las jabalinas flameantes se giraban y apuntaban hacia abajo. Cual estrellas fugaces letales, regresaron a la tierra y aterrizaron entre las tropas cartaginesas que estaban ascendiendo. Gracias a las nubes de polvo, aquella condensación de hombres no tenía ni idea de lo que estaba a punto de venírsele encima hasta el último momento. Como es de suponer, las
falaricae
provocaron el caos total. Prácticamente todas llegaron a clavarse en carne humana, atravesando escudos y cotas de malla con impunidad. Sin embargo, su efecto fue mucho más devastador. Era el motivo por el que los saguntinos habían apuntado a los soldados desprevenidos de la retaguardia, pensó Bostar mientras los gritos y los gemidos de los heridos llenaban el ambiente. Las
falaricae
habían implantado el temor en el corazón de todos y cada uno de los hombres que se cruzaban en su camino. Sabía exactamente por qué. ¿Quién era capaz de soportar ver a sus camaradas convertidos en columnas de fuego o que la carne se les ampollara en los huesos? Ningún tipo de instrucción preparaba a los soldados para aquello.
El destacamento que estaba justo debajo de él ya se había parado. Bajo la mirada atenta de Bostar, la segunda tanda de jabalinas enemigas cayó sobre ellos. Al cabo de un instante, el ataque cartaginés se convirtió en una derrota aplastante. A pesar de los gritos de sus oficiales, cientos de hombres dieron media vuelta y huyeron. Se lanzaron colina abajo con tal desesperación que muchos cayeron y fueron pisoteados por los que venían detrás. Los soldados de ambos lados, que no habían sido víctimas de la ráfaga enemiga, echaron un vistazo a los compañeros que se batían en retirada y se quedaron petrificados. Acto seguido y al unísono, dieron media vuelta y echaron también a correr.
Bostar soltó una maldición. Habían perdido la oportunidad. Nadie, ni siquiera Aníbal, era capaz de darle la vuelta a la situación. Cogió al lancero que tenía al lado por el brazo.
—¡Retírate! Nuestros refuerzos se baten en retirada. Tenemos que salvarnos. Corre la voz.
Bostar repitió la orden a todo soldado junto al que pasó y se abrió camino entre la multitud para situarse al lado de Safo. Ajeno al efecto de la ráfaga, su hermano instaba a un cuarteto de lanceros a atacar a un puñado de defensores poco armados.
—¡Safo! —gritó Bostar—. ¡Safo!
Al final su hermano le oyó.
—¿Qué? —gruñó por encima del hombro.
—Tenemos que retirarnos.
Safo contrajo el rostro de ira.
—¡Estás loco! Estos cabrones se desmoronarán en cualquier momento y entonces los tendremos. ¡La victoria está en nuestras manos!
—¡No, no lo está! —bramó Bostar—. Tenemos que batirnos en retirada. DE INMEDIATO.
Algunos de los soldados de Safo empezaron a mostrarse intranquilos.
Safo lanzó una mirada de furia a Bostar, pero se dio cuenta de que hablaba en serio. Lanzando consignas para alentar a sus hombres, Safo se alejó a codazos de la primera fila. Con los brazos y la cara cubiertos de sangre, parecía una criatura del submundo.
—¿Has perdido la razón por completo? —susurró—. El enemigo por fin está cediendo terreno. Otro empujón y se desmoronarán.
—Es demasiado tarde —replicó Bostar con un tono monótono—. ¿No has visto lo que las putas
falaricae
han hecho a las tropas que teníamos detrás?
Safo replicó al instante.
—No. Mantengo la vista al frente, no detrás.
Bostar apretó el puño ante la insinuación.
—Bien —masculló—, permíteme que te diga que nuestro ataque se ha paralizado.
Safo enseñó los dientes.
—¿Ah, sí? Estos perros sarnosos darán media vuelta y huirán en cualquier momento. Entonces podremos poner el pie en el interior de las murallas.
—Donde nos descuartizarán y aniquilarán. —Bostar le clavó un dedo en el pecho a Safo para enfatizar sus palabras—. ¿No lo entiendes? ¡Aquí arriba estamos solos!
—¡Cobarde! —exclamó Safo—. Te da miedo morir, eso es todo.
Bostar fue incapaz de controlar su ira.
—Cuando llegue el momento, lucharé y moriré por Aníbal —gritó—. Y lo que es más, lo haré orgulloso. Pero hay una diferencia entre morir bien y como un imbécil. No se gana nada sacrificando la vida propia o la de tus hombres, aquí.
Safo escupió en el suelo e hizo ademán de regresar a la lucha.
—¡Para! —La orden de Bostar le llegó como el chasquido de un látigo.
Rígido, Safo se paró pero no se giró para mirar a Bostar.
—Como tu superior, te ordeno que retires a tus hombres de inmediato —gritó Bostar, asegurándose de que le oían el máximo de soldados posible.
Derrotado, Safo se dio la vuelta.
—Sí, «señor» —gruñó—. Alzó la voz—: ¡Ya habéis oído la orden! ¡Retirada!
Los hombres de Safo no tardaron en hacerse a la idea. Los defensores, revitalizados por el efecto que las ráfagas habían surtido en las tropas cartaginesas que ascendían, empezaron a avanzar otra vez. Detrás de ellos, las
falaricae
recién encendidas se iban acercando. Animados, incluso los civiles que reparaban la brecha se apuntaron y se pusieron a lanzar piedras y trozos de cascotes del tamaño de un puño a los lanceros.
Aquello aumentó la ignominia y avivó la ira de Safo hasta niveles insospechados, y más teniendo en cuenta que comprendía que Bostar había hecho lo más sensato al ordenar la retirada.
—Imbécil —se dijo, de todos modos—. Lo teníamos al alcance de la mano.
Aníbal aguardaba con Malchus y Alete al pie de la ladera. El general recibió a los hermanos calurosamente.
—Estábamos preocupados por vosotros —declaró.
Malchus farfulló unas palabras para mostrar que estaba de acuerdo.
—Safo no quería abandonar la lucha —dijo Bostar con generosidad.
—¿El último en abandonar el campo de batalla? —Aníbal dio una palmada a Safo en el hombro—. Pero has tenido la sensatez de retirarte. ¡Bien hecho! En cuanto esos hijos de perra hicieron que le entrara el pánico a vuestros refuerzos, no tenía sentido quedarse ahí, ¿verdad?
Safo se sonrojó y bajó la cabeza.
—No, señor.
—Los dos habéis hecho un gran esfuerzo —les animó Malchus—. Pero hoy no tocaba.
Aníbal advirtió la decepción de Safo.
—¡No te preocupes, hombre! Mis espías me dicen que la comida se les está acabando a pasos agigantados. ¡Pronto tomaremos el lugar! Ahora ocupaos de vuestros heridos. —Hizo un gesto de desestimación con la mano.
—Vamos —instó Bostar, llevándose a Safo.
—¡Suéltame! —susurró Safo después de dar unos pasos—. ¡No soy un niño!
—¡Pues deja de comportarte como tal! —replicó Bostar, soltándolo—. Lo mínimo que podías hacer es darme las gracias. No tenía por qué encubrirte hace un momento.
Safo hizo una mueca de desprecio.
—¡No tengo ninguna intención de darte las gracias!
Bostar alzó la vista al cielo.
—¡Por supuesto que no! ¿Por qué ibas a reconocer que acabo de evitarte una fuerte reprimenda?
—Que te den, Bostar —espetó Safo. Se sentía totalmente acorralado—. Siempre tienes la razón, ¿verdad? Caes bien a todo el mundo, ¡el puto oficial perfecto! —Giró sobre sus talones y se marchó airado.
Bostar le observó mientras se marchaba. ¿Por qué no se había ido él a pescar en vez de Hanno?, pensó. De inmediato sintió remordimientos por tal pensamiento pero el sentimiento persistió mientras organizaba los grupos de rescate para los heridos.
Durante los dos meses siguientes, el asedio continuó de un modo bastante parecido. Cada ataque frontal que realizaban los cartagineses chocaba contra la determinación tenaz y eterna de los defensores. Las
vineae
abrían más boquetes en la muralla exterior con regularidad, pero los atacantes no podían aprovechar la ventaja en su totalidad a pesar de la abrumadora superioridad de sus números. Las relaciones entre Bostar y Safo no mejoraron y la actividad constante implicaba que les resultaba fácil evitarse. Cuando no estaban luchando, estaban durmiendo o cuidando de los heridos. Malchus, que no solo debía ocuparse de su falange sino de las tareas adicionales que Aníbal le había encomendado, siguió sin ser consciente de la disputa.
Aníbal, enfurecido por lo mucho que se prolongaba el asedio, acabó ordenando la construcción de más armas de asedio:
vineae
, que protegían a los hombres del interior, y una torre inmensa de varias plantas sobre ruedas. Esta última, con capacidad para catapultas y cientos de soldados en sus distintos niveles, podía moverse hacia el punto que resultara más débil en cualquier momento. La potencia de fuego era tan grande que las almenas podían quedarse sin defensores en poco tiempo, lo cual permitía que las terrazas de madera que protegerían a los soldados de infantería atacantes fueran conducidas hacia delante sin problemas. Por suerte para los cartagineses, las murallas se habían construido sobre una base de arcilla, no cemento. Armados con picos, los soldados de infantería de las terrazas se pusieron manos a la obra para socavar la base de las murallas. Así se abrió otra brecha y los atacantes se animaron por momentos. Pero no todo era lo que parecía. Al otro lado del boquete, los cartagineses encontraron una fortificación de tierra en forma de medialuna que se había erigido precisamente para tal eventualidad. Desde detrás de la protección llegaban ráfagas de las temibles
falaricae
una y otra vez.