Al darse cuenta, Hanno lanzó una mirada de ira a la
rostra.
Los amigos se enteraron de que Publio justo acababa de entrar en la Curia, pero se consolaron pensando en que estarían cerca cuando saliera. Una gran muchedumbre se había congregado en la zona. Las noticias sobre Aníbal se habían difundido rápidamente y toda la ciudad deseaba saber lo que iba a suceder. Los rumores corrían de un extremo a otro del corro reunido delante de la Curia.
—Aníbal cuenta con un ejército de más de ciento cincuenta mil soldados —explicó un hombre con los ojos enrojecidos.
—Tiene cien elefantes y una caballería de veinticinco mil númidas —añadió otro.
—Dicen que Felipe de Macedonia ha movilizado su ejército y está a punto de atacarnos desde el noreste antes de unirse a los cartagineses —agregó el primer hombre.
—También se unirán a él todas las tribus de la Galia Cisalpina —comentó una tercera voz.
La rabia de Hanno al ver la
rostra
se tornó entonces en una inmensa alegría. Si la mitad de los cotilleos eran ciertos, Roma se enfrentaba a una catástrofe de grandes proporciones. Hanno miró a Quintus que, con la vista fija en la Curia, fingía no oír lo que se estaba diciendo.
Ambos se sumieron en un silencio incómodo.
Un hombre fornido de pelo negro y ondulado, nariz prominente y unas pobladas cejas que enmarcaban unos ojos azules de mirada calculadora se abrió paso para hablar. El Senado guardó silencio y los senadores se apartaron con enorme deferencia para dejarle pasar. Flaccus le saludó con una breve inclinación de cabeza y Fabricius comprendió al instante de quién se trataba: era Marco Minucio Rufo, ex cónsul y hermano de Flaccus, miembro preminente del clan de los Minucii y uno de los hombres más poderosos de Roma. Sin duda alguna, había sido él el responsable de la carta a Publio.
—Cónsul —dijo con una inclinación de cabeza—. Todos te agradecemos que hayas regresado a Roma. Es un honor verte de nuevo. —Tras los cumplidos de rigor, su expresión se volvió más dura—. Nos ha alarmado oír que tu hermano se dirige a Iberia al mando de tus legiones para que tú hayas podido regresar a Italia. Te hemos solicitado que acudieras hoy aquí para que nos expliques tu extraordinario regreso, que contraviene totalmente la decisión tomada por este Senado hace apenas seis meses. No cabe duda que tú y Longo, tu compañero cónsul, tenéis el mando supremo de las fuerzas militares de la República, pero ambos podéis ser cuestionados por este Senado si procede. —Marco, sonriente, se dio media vuelta al oír los murmullos de aprobación de varios senadores—. Está claro que son varios los que comparten mi opinión.
Publio arqueó una ceja.
—¿Y qué opinión es esa? —preguntó con dulzura.
—Hablo, por supuesto, del poder de la
provocatio
—respondió Marco en tono cortés.
Algunos senadores murmuraron su desaprobación al oír sus palabras, pero muchos las aclamaron. Fabricius torció el gesto nervioso. Jamás había oído que se acusara de un delito a un magistrado supremo de la República. Se volvió a mirar a Flaccus, pero su rostro no delataba nada.
«¿Por qué desean los Minucii deponer al cónsul? —se preguntó Fabricius—. ¿Cuál es su propósito?»
—¿No tienes nada que decir? —preguntó Marco mirando satisfecho a su alrededor, pues una ola de murmullos de aprobación se extendía por la sala.
Fabricius volvió a mirar a Flaccus. Esta vez vislumbró en su cara la misma expresión de satisfacción que irradiaba el rostro de su hermano. Entonces lo comprendió todo. Flaccus estaba convencido de que Aníbal era una amenaza, y así se lo había expresado a su hermano por carta. Y ahora Marco, que en el pasado había cosechado varios éxitos como general, quería convertirse en cónsul para poder reclamar para sí la gloria de derrotar a los cartagineses en lugar de que lo hiciera Publio. Esta posibilidad, no, probabilidad, costaba de creer, pensó Fabricius con ira. A pesar de que la única cuestión que importaba era conseguir derrotar a un enemigo que suponía una grave amenaza para la República, algunos de estos políticos solo pensaban en hacerse un nombre.
Curiosamente, Publio se rio ante semejante acusación.
—Es increíble que se me acuse de excederme en mis competencias cuando lo único que he hecho es hacer todo lo posible por cumplirlas. Mi ejército ha sido enviado a Iberia tal y como se ordenó y su comandante, mi hermano Cneo, tiene experiencia probada en el campo de batalla. Cuando fui consciente de las implicaciones de la marcha de Aníbal a través de los Alpes y, al darme cuenta de que era imposible que Longo reaccionara a tiempo, decidí regresar a Italia con la intención de enfrentarme a los cartagineses de inmediato. ¿Acaso no prueba eso mi lealtad a Roma? ¿Y qué cabría pensar, sin embargo, de aquellos que desean impedir que cumpla con mi deber?
Durante el alboroto posterior que causaron sus palabras, Publio y Marco se miraron fijamente a los ojos de una manera que no daba lugar a equívoco sobre su mutuo desagrado, pero Marco se aprestó a responder.
—Me imagino que habrás visto al «enorme» ejército de Aníbal con tus propios ojos y que habrás podido realizar un cálculo de sus efectivos.
—Pues no, ni una cosa ni la otra —respondió Publio en tono glacial.
—¿Entonces eres adivino? —preguntó Marco, lo cual provocó las carcajadas de los que le apoyaban.
—Todo lo contrario —respondió Publio con toda tranquilidad señalando a Fabricius—. He traído conmigo al veterano oficial de caballería que dirigió la patrulla de reconocimiento que entró en el perímetro del campamento cartaginés, y estará encantado de responder a todas vuestras preguntas.
Marco no se esforzó en disimular su desdén al mirar a Fabricius.
—¿Cómo te llamas?
Fabricius devolvió la mirada a Marco con resolución. Fuera cual fuese su rango, y por muy intimidante que fuera el ambiente, diría la verdad.
—Gaius Fabricius, señor. Équite y terrateniente cerca de Capua.
Marco hizo un gesto despectivo.
—¿Tienes mucha experiencia militar?
—Estuve casi diez años en Sicilia luchando contra los cartagineses, señor —contestó Fabricius orgulloso, y vio con satisfacción que muchos de los presentes asentían en señal de aprobación mientras otros murmuraban entre sí.
Marco frunció los labios.
—Explícanos lo que viste y dejemos que el Senado decida si realmente existe tal amenaza, como Publio quiere hacernos creer.
Fabricius respiró hondo y comenzó a relatar la historia de su patrulla de reconocimiento. Mientras hablaba no miró a Marco ni a nadie más, sino que mantuvo la vista fija en las puertas de bronce del extremo de la sala. La táctica funcionó, pues cada vez se sintió más cómodo en su papel. Fabricius ofreció todo lujo de detalles sobre el campamento cartaginés e hizo especial hincapié en el número de efectivos de la caballería enemiga. También describió la inmensa anchura del Rhodanus y el esfuerzo hercúleo que supuso trasladar a los elefantes al otro lado. Una vez hubo finalizado su historia, miró a Publio, que asintió en señal de aprobación. Flaccus, por su lado, parecía contrariado. ¿Acaso había pensado su futuro yerno que comparecer ante el Senado iba a ser demasiado para él? A juzgar por las expresiones alarmadas de numerosos senadores, no había sido así. De pronto Marco parecía encontrarse en desventaja.
Publio aprovechó el momento para tomar la iniciativa y dirigirse al frente de la tarima.
—Fabricius ha calculado que el tamaño de las tropas cartaginesas es superior al de dos ejércitos consulares. Estamos hablando de cincuenta mil hombres, de los cuales al menos una cuarta parte son jinetes númidas, ante los que sucumbimos en Sicilia en varias ocasiones. No nos olvidemos tampoco de los elefantes. Hasta ahora, nuestros combates contra ellos no se han saldado precisamente a nuestro favor. Y también tenemos que pensar en su general, Aníbal Barca, un hombre que acaba de conquistar la mitad de Iberia y de arrasar una ciudad impugnable como Saguntum; un general que no teme cruzar los Alpes con sus soldados a finales de otoño. —Publio asintió al ver que muchos senadores reculaban en sus asientos de miedo—. Muchos de vosotros conocéis al pretor Lucio Manlio Vulsón tan bien como yo. Es un líder honorable y competente, ¿pero puede vencer a un ejército que le dobla en tamaño y que posee un número superior de caballos y elefantes? —Publio miró a su alrededor—. ¿Puede?
Un breve silencio incrédulo se apoderó de la sala antes de estallar en un tremendo alboroto. Cientos de voces preocupadas hablaban al mismo tiempo, pero nadie escuchaba lo que decían los demás. Marco intentó tranquilizar en vano a los senadores de su alrededor. Fabricius no daba crédito a sus ojos. Los hombres que tenían en sus manos el dominio de la República chillaban y discutían en esos momentos como niños pequeños. Fabricius miró a Publio, que contemplaba el espectáculo a la espera de una oportunidad para intervenir. Impulsivamente, Fabricius sacó su puñal y se lo entregó al cónsul.
—Es suyo, señor, como las espadas de todos los ciudadanos de Italia.
La expresión inicial de sorpresa de Publio fue sustituida por una sonrisa astuta. El cónsul murmuró una orden a los
lictores
y aceptó el puñal. El martilleo de las
fasces
en el suelo atrajo la atención de todos.
Publio alzó el puñal.
—Fabricius me ha entregado esto. Ha quebrantado la ley por traerlo a la Curia, pero lo ha hecho no solo por lealtad a la República, sino para demostrar su deseo de verter su sangre y, si fuera necesario, entregar su vida en la lucha contra Aníbal. Con soldados tan determinados como él, ¡os prometo la victoria sobre los invasores cartagineses! ¡Victoria!
Como una bandada de aves que cambia repentinamente el rumbo, el humor de los senadores también cambió por completo. Su pánico se desvaneció y fue sustituido por un estado de gran excitación. Sonaron vítores espontáneos y el ambiente mejoró al momento. Publio había ganado, pensó Fabricius satisfecho. Había que ser idiota para intentar deponer ahora al cónsul.
Flaccus se le acercó furtivamente.
—¿Contento? —Le susurró.
Fabricius ya había aguantado bastante.
—¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Mentir sobre lo que vi? —Le increpó—. El ejército de Aníbal es enorme, está bien armado y lo lidera un hombre de gran determinación. Es un error subestimarle.
Flaccus suavizó el tono.
—Claro, tienes razón. Has hablado muy bien y con gran convencimiento —afirmó—. Debemos hacer frente al peligro de inmediato, y está claro que Publio es el hombre adecuado para ello. La resolución que ha demostrado aquí hoy es admirable.
No era fácil creer en las palabras de Flaccus cuando veía la consternación dibujada en el rostro de Marco, pero Fabricius apartó a un lado su preocupación. Eso ya no era importante, lo único que importaba ahora era vencer a Aníbal.
A Fabricius no le sorprendió que Publio le ordenara que regresara a las murallas de la ciudad para preparar a sus hombres. Debían partir hacia la Galia Cisalpina en tres horas. Flaccus también les acompañaría, le informó Publio entornando los ojos.
—Algunas cosas no se pueden cambiar —masculló.
Fabricius se sintió aliviado al recibir las órdenes. Había visto suficiente política para toda una vida. Por otro lado, no sabía qué pensar acerca de Flaccus y su hermano. ¿Quizás Atia tenía razón?, se preguntó. Mientras cruzaba las puertas de bronce y se dirigía al Forum, Fabricius pensó que, antes de marcharse, escribiría una carta rápida a su mujer para informarle sobre todo lo sucedido.
La Galia Cisalpina
Solo en dos ocasiones pudieron oír algo de lo que sucedía en el interior de la Curia. La primera vez fueron unos gritos de alarma y, la segunda, inmediatamente después, clamores de alegría. La noticia se extendió de inmediato entre la muchedumbre: el Senado ofrecía su pleno apoyo a Publio y el cónsul se dirigiría al norte a la mayor brevedad posible para enfrentarse a Aníbal.
Antes de que los amigos tuvieran tiempo de asimilar esta información, varias personas salieron de la Curia con paso apresurado. De pronto Quintus dio un salto y propinó un fuerte codazo a Hanno.
—¡Mira! —exclamó dando un paso adelante—. ¡Es mi padre!
—¡Es verdad! —dijo Hanno, más sorprendido incluso que Quintus.
¿Qué hacía Fabricius allí?, se preguntó Hanno. Y su siguiente pensamiento fue más preocupante: ¿cómo explicaría Quintus su presencia allí? Hanno sintió que le invadía el miedo. ¿Qué posibilidades había de que Fabricius aceptara la libertad que le había concedido Quintus? Muy pocas. Hanno sintió la tentación de mezclarse entre la muchedumbre y desaparecer. Entonces sería libre para ir al norte, pero no lo hizo. Su orgullo le impidió huir. «No soy ningún cobarde que se esconda», pensó.
Quintus percibió su inquietud. A pesar de la emoción de ver a su padre, mantuvo la calma.
—No pasa nada —le tranquilizó—. Yo no me voy a ninguna parte.
—¿Qué? ¿Por qué no? —preguntó Hanno extrañado—. Esta es una oportunidad perfecta para ti.
—Quizá lo sea para mí, pero no para ti.
Hanno se sonrojó sin saber qué decir. Quintus volvió a tomar la palabra.
—¿Qué posibilidades hay de que mi padre acepte tu libertad?
—No lo sé —murmuró Hanno—. No muchas, supongo.
—Exactamente —replicó Quintus—. Y por eso me quedaré aquí contigo.
—Pero ¿por qué vas a hacer eso por mí? —preguntó Hanno sorprendido.
—¿Acaso has olvidado lo que pasó anoche? —dijo Quintus dándole un toque en la cabeza—. Prometiste acompañarme a Iberia aunque para ti no fuera necesario. Además, ahora tampoco has huido, que es lo que hubiera hecho la mayoría de la gente. Tu honor merece ser correspondido. Lo que es justo es justo, y punto.
—Quizá no sea tan fácil —respondió Hanno señalando a Fabricius, que estaba a punto de desaparecer de su vista—. No sabemos si tu padre acompañará al cónsul.
—Yo diría que sí, pero tienes razón. Deberíamos asegurarnos —dijo Quintus poniéndose en marcha—. Vamos, ¡sigámosle!
Hanno se apresuró a seguir a su amigo.
—¿Y qué pasa si tu padre regresa a Iberia?
—Ya hablaremos de eso después —contestó Quintus—, pero supongo que en ese caso tendría más sentido que nos separáramos. Pero si no es así, viajaré contigo a la Galia Cisalpina.
—¡Estás loco! —rio Hanno.
—Quizás —admitió Quintus con una media sonrisa—, pero estoy haciendo lo correcto.