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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (13 page)

—El señorito presenta un aspecto muy distinguido —dijo con excesivo entusiasmo el tendero.

Atia le dedicó un asentimiento de aprobación.

—Es verdad.

Quintus, que se sentía orgulloso pero cohibido, esbozó una tímida sonrisa.

—Un aspecto elegante —añadió Fabricius. Contó las monedas necesarias y se las entregó—. Es hora de visitar a Flavius Martialis. Gaius querrá verte cubierto de gloria.

Dejaron al propietario haciendo reverencias y recogiendo los retales tras su paso. En el exterior les esperaba Agesandros, que había llevado a las monturas al establo. Hizo una profunda reverencia al ver a Quintus.

—Ahora es usted un verdadero hombre, señor.

Quintus sonrió, agradecido por el gesto.

—Gracias.

Fabricius miró a su capataz.

—¿Por qué no vas ahora al mercado? Ya sabes dónde vive Martialis. Ven cuando hayas comprado al nuevo esclavo. —Le tendió el monedero—. Hay cien didracmas.

—Por supuesto —repuso Agesandros. Se giró para marcharse.

—Espera —gritó Quintus, guiado por el impulso—. Te acompañaré. Tengo que empezar a aprender sobre estas cosas.

Agesandros lo miró de hito en hito con sus ojos oscuros.

—¿Estas cosas? —repitió.

—Me refiero a comprar esclavos. —Quintus nunca había mostrado demasiado interés por el proceso, lo cual, por motivos obvios, había sorprendido a Agesandros—. Puedes enseñarme.

El siciliano lanzó una mirada a Fabricius, quien con un asentimiento le mostró su aprobación.

—¿Por qué no? —intervino Atia—. Será una buena experiencia para ti.

Agesandros hizo una mueca.

—Muy bien.

Aurelia corrió a situarse al lado de Quintus.

—Yo también voy —declaró.

Agesandros arqueó una ceja.

—No sé si… —empezó a decir.

—Ni hablar —dijo Fabricius.

—En el mercado de esclavos hay cosas poco apropiadas para una niña —añadió Atia.

—Ya soy casi una mujer, como me dices continuamente —replicó Aurelia—. Cuando esté casada y sea la señora de mi casa, podré visitar esos lugares cuando quiera. ¿Por qué no ahora?

—¡Aurelia! —exclamó Atia.

—¡Harás lo que yo diga! —interrumpió Fabricius—. Soy tu padre. No lo olvides. Tu esposo, sea quien sea, también esperará que le obedezcas.

Aurelia agachó la cabeza.

—Lo siento —susurró—. Solo quería acompañar a Fabricius en su paseo por la ciudad, tan guapo con su toga nueva.

Desarmado, Fabricius carraspeó.

—Venga —dijo. Lanzó una mirada a Atia, que frunció el ceño.

—Por favor… —suplicó Aurelia.

Se produjo un largo silencio antes de que Atia asintiera de forma apenas perceptible.

Fabricius sonrió.

—Muy bien. Puedes ir con tu hermano.

—Gracias, papá. Gracias, mamá. —Aurelia evitó la mirada severa de Atia, que prometía un buen rapapolvo para más tarde.

—Marchaos, pues. —Fabricius hizo un gesto benévolo para quitarle hierro al asunto.

Mientras Agesandros les conducía en silencio calle abajo entre el bullicio, Quintus dedicó una mirada reprobatoria a Aurelia.

—No solo espías mis ejercicios, ¿verdad? Menuda conspiradora estás hecha.

—¿Te extraña? Tengo todo el derecho del mundo a escuchar las conversaciones que mantienes con papá. —Sus ojos azules lanzaban destellos de ira—. ¿Por qué tengo que limitarme a jugar con muñecas mientras vosotros dos habláis de mis posibles maridos? Ya sé que no puedo evitarlo, pero tengo derecho a saberlo.

—Tienes razón. Tenía que habértelo dicho antes —reconoció Quintus—. Lo siento.

De repente, a Aurelia se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Yo no quiero un matrimonio concertado —susurró—. Mamá dice que no será tan malo pero ¿qué sabe ella?

Quintus estaba afligido. Tal acuerdo podía ayudarles a ascender en el escalafón social. Si así era, el destino de su familia quizá cambiara para siempre. No obstante, el precio que había que pagar por ello le incomodaba. Tampoco ayudaba que Aurelia estuviera a su lado, aguardando su respuesta. Quintus no quería decirle una mentira, así que agachó la cabeza y aceleró el paso.

—Date prisa —le instó—. Agesandros nos está dejando atrás.

Ella captó la situación enseguida.

—¿Lo ves? Tú piensas lo mismo.

Dolido, se paró.

—Papá y mamá se casaron por amor. ¿Por qué no puedo yo hacer lo mismo?

—Tenemos la obligación de obedecer sus órdenes, ya lo sabes —dijo Quintus sintiéndose fatal—. Saben lo que es mejor para nosotros y debemos aceptarlo.

Agesandros se giró para dirigirse a ellos y su conversación terminó de repente. Quintus se sintió aliviado al ver que habían llegado al mercado de esclavos, situado en una zona al aire libre junto a la entrada sur de la ciudad. Ya empezaba a resultar difícil hacerse oír por culpa de la algarabía del lugar. A Aurelia no le quedaba más remedio que guardar silencio enfurruñada.

—Ya hemos llegado —indicó el siciliano—. Empapaos del ambiente.

Los hermanos obedecieron sin mediar palabra. Aunque habían visto el mercado innumerables veces, ninguno de ellos le había prestado demasiada atención hasta el momento. Formaba parte de la vida diaria, al igual que los puestos de frutas y verduras, y de los carniceros que vendían corderos, cabras y cerdos recién sacrificados. De todos modos, Quintus se dio cuenta de que aquello era distinto. Había personas a la venta. Prisioneros de guerra o criminales en su mayor parte, pero personas de todos modos.

Había cientos de hombres, mujeres y niños desnudos expuestos, encadenados o atados entre sí con cuerdas. Tenían los pies cubiertos de cal. De piel negra, marrón o blanca, todas las nacionalidades bajo el sol estaban representadas. Galos altos y musculosos de pelo rubio al lado de griegos bajos y delgados. Los robustos nubios de nariz ancha se alzaban por encima de los cuerpos fibrosos de los númidas y egipcios. Las mujeres galas pechugonas se apiñaban al lado de judaicas e ilirias larguiruchas y estrechas de caderas. Muchas sollozaban; algunas incluso gemían de angustia. Los bebés y los niños pequeños añadían sus lloros a los de sus madres. Otros, catatónicos por lo traumático de la situación, tenían la mirada perdida. Los traficantes caminaban arriba y abajo, pregonando en voz alta las cualidades de su mercancía ante los numerosos compradores que deambulaban por entre las hileras de esclavos. En los márgenes del gentío, había grupos de hombres armados y expresión dura, una mezcla de guardias y
fugitivarii
, los cazadores de esclavos.

—Hay mucho donde elegir, así que hay que tener claro lo que uno busca. De lo contrario, nos pasaríamos aquí todo el día —declaró Agesandros. Lanzó una mirada inquisidora a Quintus.

Quintus pensó en el galo tatuado, que principalmente había trabajado en los campos. Su habilidad con los perros de caza no había sido más que una ventaja añadida.

—Tiene que ser joven y estar en forma. También es importante que tenga una buena dentadura. —Se paró a pensar.

—¿Algo más? —bramó Agesandros.

A Quintus le sorprendió el cambio del siciliano, cuya actitud habitualmente amable había desaparecido.

—No debería dar muestras de debilidad o enfermedad. Hernias, fracturas mal curadas, heridas sucias y tal.

Aurelia hizo una mueca de desagrado.

—¿Eso es todo?

Molesto, Quintus meneó la cabeza.

—Sí, creo que sí.

Agesandros sacó el puñal y Aurelia profirió un grito ahogado.

—Se te olvida lo más importante —declaró el siciliano alzando el arma—. Mírale a los ojos y decide cuánto coraje tiene. Pregúntate: ¿este hijo de puta intentará cortarme el cuello alguna vez? Si crees que sí, márchate y escoge a otro. De lo contrario, quizá te arrepientas alguna noche oscura.

—Sabio consejo —reconoció Quintus. «Ahora ponlo en un aprieto», pensó—. ¿Qué pensó mi padre cuando te miró a los ojos?

Entonces fue Agesandros quien se sorprendió. Parpadeó y bajó el puñal.

—Creo que vio a otro soldado —respondió secamente. Giró sobre sus talones y se internó en la muchedumbre—. Seguidme.

—Está dándose importancia, eso es todo. Intenta impresionarme —le mintió Quintus a Aurelia. En realidad pensaba que Agesandros quería asustarle. En parte lo había conseguido. De todos modos, lo único que recibió como respuesta fue un ceño fruncido. Su hermana seguía enfurruñada con él por no decirle qué pensaba sobre sus posibilidades de ser feliz en un matrimonio concertado. Quintus siguió caminando. «Ya lo solventaré más tarde.»

El siciliano ignoró a los primeros esclavos que vio y luego se detuvo ante una hilera de nubios, toqueteó a unos cuantos y a uno incluso le abrió la boca. Su dueño, un fenicio raquítico que llevaba unos pendientes de oro enseguida corrió a situarse al lado de Agesandros y empezó a ensalzar sus cualidades. Quintus se colocó junto a ellos y dejó a Aurelia, a punto de explotar, en segundo plano. Al cabo de un momento, Agesandros siguió adelante sin hacer caso a las ofertas del fenicio.

—Ese nubio tenía todos los dientes rotos —le masculló a Quintus—. No habría durado más que unos pocos años.

Vagaron arriba y abajo durante un rato. El siciliano cada vez hablaba menos y permitía que Quintus decidiera qué sujetos cumplían los requisitos. Encontró a varios, pero Agesandros siempre ponía alguna objeción para no comprar. Quintus decidió mantenerse firme cuando encontrara al siguiente esclavo adecuado. Al cabo de un momento, se fijó en dos jóvenes de piel oscura con el pelo negro y rizado. No había reparado en ellos con anterioridad. Ninguno de los dos era especialmente alto pero ambos estaban bien musculados. Uno mantenía la mirada fija en el suelo, mientras que el otro, que tenía la nariz respingona y chata y los ojos verdes, miró a Quintus antes de apartar la mirada. Se detuvo a examinarlos. Los esclavos tenían cadena suficiente para poder dar un paso fuera de la hilera. Quintus indicó al primero que diera un paso adelante e inició la exploración, observado de cerca por el siciliano.

El joven tenía más o menos su misma edad, estaba muy en forma y tenía una buena dentadura. Independientemente de lo que hiciera, el esclavo no lo miraba, lo cual aumentó su interés. Seguía teniendo muy presente la advertencia de Agesandros, así que Quintus lo agarró por el mentón y se lo levantó. Sorprendentemente, el esclavo tenía los ojos de un intenso color verde, al igual que su compañero. Quintus no advirtió desafío alguno sino una inmensa tristeza. «Es perfecto», pensó.

—Me lo llevo —dijo a Agesandros—. Cumple tus requisitos.

El siciliano repasó al joven de arriba abajo.

—¿De dónde eres? —preguntó en latín.

El esclavo parpadeó pero no respondió.

«Ha entendido la pregunta», pensó Quintus sorprendido.

Sin embargo, dio la impresión de que Agesandros no se había dado cuenta. Repitió la pregunta en griego.

Tampoco recibió respuesta alguna.

Al notar su interés, el traficante, un adusto latino, intervino.

—Es cartaginés. Su amigo también. Fuertes como un toro.


Guggas
, ¿eh? —Agesandros escupió en el suelo—. No servirán de nada.

Quintus y Aurelia se quedaron asombrados ante aquel cambio de actitud. El insulto significaba «rata insignificante». De repente, Quintus recordó el origen de Agesandros: habían sido unos cartagineses quienes habían vendido al siciliano como esclavo. De todos modos, aquello no era un motivo para no comprar al esclavo.

—Esta mañana han despertado mucho interés —explicó el traficante intentando convencerles—. Tienen madera de gladiadores, la verdad.

—Pero no los has vendido —replicó Quintus sarcásticamente. Agesandros soltó un bufido para demostrar que estaba de acuerdo—. ¿Cuánto pides?

—Solinus es un hombre honesto. Ciento cincuenta didracmas cada uno o trescientos por los dos.

Quintus se echó a reír.

—Casi el doble de lo que cuesta un esclavo para el campo. —Hizo ademán de marcharse. Agesandros, inexpresivo, hizo lo mismo. Entonces Quintus se quedó quieto. Se estaba hartando de la actitud negativa del siciliano. El cartaginés era tan bueno como cualquiera de los otros que había visto. Si conseguía regatearle a Solinus, ¿por qué no comprarlo? Se giró—. Solo necesitamos uno —vociferó. Los esclavos intercambiaron una mirada temerosa, lo cual confirmó la corazonada de Quintus acerca de que hablaban latín.

Solinus sonrió y dejó al descubierto una hilera de dientes podridos.

—¿Cuál?

Sin hacer caso de Agesandros, que fruncía el ceño, Quintus señaló al esclavo que había examinado.

El latino soltó una mirada lasciva.

—¿Qué me dices de ciento cuarenta didracmas?

Quintus demostró su desacuerdo con un gesto.

—Cien.

Solinus endureció la expresión.

—Tengo que ganarme la vida —gruñó—. Ciento treinta es mi mejor precio.

—Puedo ofrecer diez didracmas más y ya está —dijo Quintus.

Solinus negó fuertemente con la cabeza.

A Quentin le enfurecía la mirada complacida de Agesandros.

—Te daré ciento veinticinco —espetó.

Agesandros se inclinó hacia él.

—No tengo tanto dinero —masculló con amargura.

—Entonces venderé el pellejo de oso. Por lo menos vale veinticinco didracmas —repuso Quintus. Había pensado utilizarlo de cubrecama, pero lo primero era salir airoso de la situación.

De repente Solinus se mostró más interesado y se les acercó.

—Es un precio justo —reconoció.

Agesandros sujetó el monedero con fuerza.

—Dáselo —ordenó Quintus. Cuando vio que el siciliano no reaccionaba, le embargó la ira—. Aquí mando yo. ¡Haz lo que te digo!

Agesandros obedeció a regañadientes.

La pequeña victoria complació a Quintus sobremanera.

—Aquí tienes cien. Mi hombre te traerá el resto más tarde —dijo.

Incluso mientras se embolsaba el dinero, Solinus abrió la boca para protestar.

—Mi padre es Gaius Fabricius, un équite —farfulló Quintus—. Lo que falta se te pagará antes del anochecer.

Solinus se echó hacia atrás enseguida.

—Por supuesto, por supuesto. —Extrajo un puñado de llaves del cinturón y escogió una. Buscó la argolla de hierro que rodeaba el cuello del cartaginés. Se oyó un suave clic y el esclavo tropezó hacia delante, sin ataduras.

Aurelia lo miró por primera vez. «Es el hombre más guapo que he visto en mi vida», pensó, mientras el corazón le palpitaba al ver su piel desnuda.

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