—Dominas tanto el arco como la lanza —reconoció Fabricius. Hizo una pausa, consciente de que Quintus estaba muy pendiente de sus palabras—. En un sentido estricto, por supuesto, no es necesario para un soldado de caballería, pero supongo que un poco de entrenamiento en el uso del
gladius
no está de más.
Quintus desplegó una sonrisa de oreja a oreja.
—Gracias, padre. —Se llevó una mano a la boca—. ¡Madre! ¡Aurelia! ¿Habéis oído eso? Voy a convertirme en espadachín.
—Qué buena noticia. —La voz de Atia, procedente del interior de la litera, sonó amortiguada, pero a Quintus le pareció detectar cierto deje de tristeza.
Aurelia alzó la tela y asomó la cabeza al exterior.
—Qué bien —dijo, esbozando una sonrisa forzada. Los celos la consumían por dentro.
—Empezaremos mañana —anunció Fabricius.
—¡Excelente! —Quintus olvidó enseguida la reacción de su madre y de Aurelia. Tenía la cabeza llena de imágenes de él y Gaius sirviendo en el ejército de caballería, cubriéndose de gloria, y cubriendo de gloria también a Roma.
A pesar del sentimiento de culpa por Suniaton, Hanno también se había animado. Aunque tuviera que lidiar con Agesandros, no estaba condenado a morir como gladiador. Y, aunque quizá no pudiera participar, su pueblo estaba a punto de enfrentarse otra vez a Roma, liderado por Aníbal Barca. Un hombre a quien su padre consideraba el mejor líder que Cartago había tenido jamás.
Por primera vez en varios días, en el corazón de Hanno se encendió una chispa de esperanza.
Una mañana de verano, recibieron la noticia de que Malchus y Safo habían amerizado. Bostar gritó encantado al oír la buena nueva. No podía evitar sonreír mientras corría por las calles de Cartago Nova, la ciudad fundada por Asdrúbal hacia nueve años. Al atisbar el templo de Esculapio, situado en una gran colina al este de las murallas, Bostar ofreció una oración de gracias al dios de la medicina y sus seguidores. De no haber sido por la herida en el brazo con el que empuñaba la espada, contraída mientras practicaba con hojas desenvainadas, ya habría partido hacia Saguntum con el resto del ejército. Sin embargo, por orden de Alete, su comandante, Bostar había tenido que quedarse atrás.
—He visto demasiadas heridas como esa que acababan mal —le había dicho Alete—. Quédate aquí, al cuidado de los sacerdotes y ya te incorporarás a filas cuando te hayas recuperado. Saguntum no va a caer ni en un día ni en un mes.
En aquel momento, a Bostar no le había hecho ninguna gracia. Ahora estaba loco de contento.
Llegó enseguida al puerto, que daba al tranquilo golfo situado más allá de Cartago Nova. La ubicación de la ciudad no tenía parangón. Estaba rodeada de agua por todas partes y situada en el extremo de una bahía natural cerrada que estaba lo más lejos posible del Mediterráneo. Limitaba al este y al sur con el mar mientras que al norte y al oeste había una gran laguna de agua salada. La única conexión con tierra firme era un paso elevado estrecho y bien fortificado que hacía que la ciudad fuera casi inexpugnable. No era de extrañar que Cartago Nova hubiera sustituido a Gades como capital de la Iberia cartaginesa.
Bostar pasó corriendo por el lado de los barcos más cercanos al muelle. Quienes llegaran a partir de entonces tendrían que echar amarras más lejos. Como de costumbre, había una actividad frenética. La gran mayoría del ejército había partido con Aníbal pero seguían llegando tropas y suministros día tras día. Las jabalinas repiqueteaban entre sí mientras las apilaban y las pilas de cascos nuevos relucían bajo el sol. Había ánforas selladas con cera llenas de aceite de oliva y vino, rollos de telas y bolsas de clavos. Los cajones de madera con vajillas esmaltadas esperaban junto a sacos repletos de frutos secos. Los marineros enrollaban cuerda y barrían las cubiertas de los navíos descargados entre chismorreos. Los pescadores que llevaban en pie desde antes del amanecer sudaban al arrastrar la captura al muelle.
—¡Bostar!
Estiró el cuello para buscar a su familia entre la densa marea de mástiles y jarcias. Al final, Bostar vio a su padre y a Safo en la cubierta de un trirreme que estaba amarrado a dos embarcaciones del muelle. Saltó a la cubierta de la primera embarcación y se dispuso a saludarlos.
—¡Bienvenidos!
Al cabo de un momento ya estaban juntos. Bostar se quedó asombrado al ver el cambio que habían experimentado ambos. Eran hombres distintos desde la última vez que los había visto. Fríos, duros, despiadados. Inclinó la cabeza hacia Malchus intentando disimular su sorpresa.
—Padre. Qué alegría volver a verte.
Malchus suavizó ligeramente la expresión severa.
—Bostar, ¿qué te ha pasado en el brazo?
—Es un arañazo, nada más. Un error estúpido mientras practicaba —repuso—. De todos modos, me alegro de que pasara porque es el único motivo por el que sigo aquí. Recibo tratamiento diario en el templo de Esculapio. —Se giró hacia Safo y le sorprendió ver que su hermano tenía una expresión de enfado clara. Las esperanzas que Bostar había albergado de reconciliarse se esfumaron. La desavenencia provocada por su pelea sobre dejar marchar a Hanno y Suniaton seguía viva. Como si no bastara con lo culpable que se sentía, pensó Bostar entristecido. En vez de abrazarle, se limitó a saludarle.
—Hermano.
Safo le devolvió el gesto con rigidez.
—¿Qué tal el viaje?
—Bastante agradable —respondió Malchus—. No hemos visto ningún trirreme romano, lo cual es una bendición. —Hizo una mueca incomprensible—. Ya basta. Hemos descubierto lo que le pasó a Hanno.
Bostar parpadeó conmocionado.
—¿Qué?
—Ya lo has oído —espetó Safo—. Él y Suni no se ahogaron.
Bostar abrió la boca.
—¿Cómo lo sabes?
Malchus tomó la palabra.
—Porque nunca perdí la fe en Melcart y porque tenía ojos y oídos en el puerto que miraban y escuchaban día y noche por si había pistas. —Sonrió con acritud ante el desconcierto de Bostar—. Hace un par de meses, uno de mis espías encontró una mina. Oyó sin querer una conversación que pensó que podría interesarme. Interrogamos a los hombres.
Bostar estaba totalmente fascinado por la historia de su padre. Cuando se enteró de que unos piratas habían capturado a Hanno y Suniaton, se echó a llorar. Los demás no, lo cual no hizo sino aumentar su dolor. Su angustia fue en aumento con la revelación de que habían vendido a la pareja como esclavos. «Yo que pensé que era todo un detalle dejarles ir a pescar. ¡Cuán equivocado estaba!» Aquello era mucho peor que ahogarse. Podían habérselos llevado a cualquier sitio. Cualquiera podía haberlos comprado.
—Lo sé —gruñó Safo—. Los vendieron en Italia. Probablemente como gladiadores.
A Bostar se le llenaron los ojos de terror.
—¡No!
—Sí —espetó Safo con ponzoña—, y todo por culpa tuya. Si se lo hubieras impedido, Hanno estaría aquí con nosotros.
Bostar se indignó sobremanera.
—¡Menuda jeta tienes!
—¡Basta ya! —La voz de Malchus sonó como un latigazo—. Safo, tú y Bostar tomasteis juntos la decisión, ¿no?
Safo echaba chispas.
—Sí, padre.
—Entonces los dos sois responsables, igual que yo por no ser menos severo con él. —Malchus pasó por alto la sorpresa de sus hijos ante aquel reconocimiento de su complicidad—. Ahora Hanno no está y luchar por su recuerdo no nos servirá de nada. Se acabó. Ahora nuestra misión consiste en seguir a Aníbal y tomar Saguntum. Con un poco de suerte, los dioses nos concederán la posibilidad de vengar a Hanno más adelante, en la lucha contra Roma. Tenemos que olvidarnos de todo lo demás. ¿Queda claro?
—Sí, padre —mascullaron los hermanos, aunque ninguno de los dos miró al otro.
Bostar no fue capaz de reprimir la pregunta.
—¿Qué le hicisteis a los piratas?
—Los mandamos castrar y que les rompieran las extremidades. Por último, esa bazofia fue crucificada —repuso Malchus en un tono neutro. Sin mediar palabra, subió al muelle y se encaminó al centro de la ciudad.
Safo se contuvo hasta que estuvieron a solas.
—Fuimos incluso benévolos. También teníamos que haberles arrancado los ojos —añadió con saña. A pesar de su supuesto entusiasmo, el horror de lo que había presenciado seguía vigente en su mente. Safo había pensado que los castigos le impedirían sentirse aliviado por la desaparición de Hanno, pero se había equivocado. Ver otra vez a su hermano pequeño no hacía más que constatarlo. «Seré el preferido», pensó con virulencia—. Menos mal que no estabas presente. No habrías estado a la altura de las circunstancias.
A pesar de la indirecta sobre su valentía, Bostar mantuvo la compostura. No era el momento de recordarle quién estaba al mando. Además tampoco sabía a ciencia cierta cómo habría reaccionado ante la misma situación, si hubiera tenido la oportunidad de vengarse de quienes habían condenado a Hanno a una muerte segura. En lo más profundo de su ser, Bostar se alegraba de no haber estado allí. Dudaba que su padre o Safo lo comprendieran. «Melcart —rezó—, pido que mi hermano tuviera una buena muerte y que permitas que nuestra familia zanje sus diferencias.» Bostar obtuvo cierta consolación de la plegaria pero era lo único que tenía en esos momentos.
Eso y una guerra que anhelar.
Al ver que Agesandros no estaba en las proximidades, Hanno hizo parar a las mulas. Las bestias sudorosas no protestaron. Era casi mediodía y la temperatura del corral era abrasadora. Hanno hizo un movimiento de cabeza hacia uno de los otros que trillaba el trigo con él.
—Agua.
El galo comprobó automáticamente si el siciliano rondaba por ahí antes de dejar la horca y coger el odre de cuero que estaba junto al cobertizo. Después de dar un buen trago, volvió a taparlo y lo lanzó por los aires.
Hanno le dio las gracias moviendo la cabeza. Dio una docena de tragos pero se cuidó de dejar líquido suficiente a los demás. Le lanzó el odre a Cingetorix, otro galo.
Cuando terminó, Cingetorix se secó los labios con el dorso de la mano.
—Dioses, qué caliente. —Habló en latín, que era el único idioma que él y sus paisanos tenían para comunicarse con Hanno—. ¿En este maldito sitio no llueve nunca? En nuestro país… —No pudo terminar.
—Lo sabemos —masculló Galba, un hombre bajito cuyo torso quemado por el sol estaba lleno de tatuajes en forma de remolino—. Llueve mucho más. No nos lo recuerdes.
—En Cartago, no —dijo Hanno—. Es tan seco como aquí.
Cingetorix frunció el ceño.
—Entonces debes de sentirte como en casa.
Hanno sonrió a su pesar. Durante unos dos meses desde su llegada, los galos, con quienes compartía dormitorio, le habían ignorado por completo y hablaban su idioma gutural a toda velocidad en todo momento. Había hecho todo lo posible para entablar amistad con ellos pero no había servido de nada. Sin embargo, se había producido un cambio gradual. Hanno no estaba seguro de si la atención extra, no deseada, que le dedicaba Agesandros era lo que había instado a los galos a tenderle una mano amiga, pero ya le daba igual. La camaradería que ahora compartían era lo que hacía que su existencia resultara soportable. Eso y la noticia de que Aníbal tenía a Saguntum bien pillada. Por lo que parecía, la ciudad caería antes de final de año. Hanno rezaba por el éxito del ejército cartaginés todas las noches. También pedía que algún día se le concediera la oportunidad de matar a Agesandros.
Eran cinco personas en total en el campo, que continuaban la labor iniciada hacía varias semanas con la siega. El verano tocaba a su fin y Hanno se había acostumbrado a la vida en la finca y a la gran cantidad de trabajo que se esperaba realizase todos los días. La situación resultaba mucho más dura por culpa de los pesados grilletes de hierro que llevaba en los tobillos y que le impedían moverse más allá de arrastrar los pies. Antes, Hanno pensaba que estaba en forma, pero pronto se percató de lo contrario. Trabajando doce o más horas al día bajo el calor del estío, con grilletes y mal alimentado, se había convertido en una sombra fibrosa y tensa de su anterior yo. El cabello le colgaba en mechones gruesos a ambos lados del rostro barbudo. Los músculos del torso y las extremidades se le marcaban como tralla y cada zona de la piel que le quedaba al descubierto había adoptado un tono marrón oscuro. Los galos presentaban el mismo aspecto. «Somos como animales salvajes», pensó Hanno. No era de extrañar que apenas vieran a Fabricius o a su familia.
Como vio a Agesandros a lo lejos, silbó tal como tenían acordado para avisar a sus compañeros. Rápidamente devolvieron el odre a su lugar original. Hanno puso a las mulas en marcha otra vez y colocó un pesado arado encima del trigo cosechado, que se había dispuesto a lo ancho de la tierra compacta de la gran finca. Los galos empezaron a aventar la cosecha trillada, lanzándola por los aires con las horcas para que la brisa se llevara las granzas no deseadas. Sus tareas eran pesadas y embrutecedoras pero tenían que realizarlas antes de poder echar el trigo a paladas en la parte posterior de una carreta para depositarlo en los cobertizos cercanos, construidos encima de pilotes de ladrillo para impedir el acceso a los roedores.
Cuando llegó Agesandros al cabo de unos momentos, se quedó a la sombra de los edificios y los observó en silencio. Incómodos, los cinco esclavos trabajaban duro, evitando mirar en dirección del siciliano. El cuerpo enseguida se les cubrió de una capa de sudor.
Cada vez que giraba el arado, Hanno veía a Agesandros observándole con expresión implacable. No se sorprendió cuando el capataz se encaminó a él con cara de enojo.
—¡Haces ir demasiado rápido a las mulas! ¡Aminora el paso o la mitad del trigo se quedará en el tallo!
Hanno tiró de la cuerda del animal que tenía más cerca.
—Sí, señor —murmuró.
—¿Qué has dicho? No te he oído —gruñó Agesandros.
—Enseguida, señor —repitió Hanno en voz bien alta.
—
Gugga
apestoso. Sois todos igual de mierdosos. ¡Inútiles! —Agesandros sacó el látigo.
Hanno se armó de valor. Daba igual lo que hiciera. La velocidad de las mulas no era más que el último ejemplo. Últimamente había criticado su técnica con la guadaña y la horca, y lo mucho que tardaba en recoger agua del pozo. Todo lo hacía mal y la respuesta del siciliano era siempre la misma.
—Sois todos unos hijos de puta y unos gandules. —Lentamente, Agesandros pasó el largo látigo de cuero por el suelo—. Perros sarnosos. Cobardes. Sabandijas.