—Llamadles —gritó.
Los galos obedecieron con unos fuertes silbidos. Al ver que los perros enfurecidos no respondían, el hombre tatuado corrió hacia ellos. Sin prestar atención al oso y empleando una correa como látigo, les obligó a quitarse de en medio. Ese gesto funcionó para dos perros pero el mayor, cuyos labios y dientes estaban rojos de la sangre del oso, no quería retirarse. El galo se giró a medias soltando un juramento e intentó apartarlo de una patada. No acertó y pasó de largo rápidamente empeñado en seguir peleando.
Horrorizado, Quintus vio cómo el perro saltaba y le clavaba los colmillos al oso en la mejilla. Encabritándose de dolor, el oso lo alzó en el aire, lo cual le permitió utilizar las patas delanteras y clavarle las garras en el cuerpo repetidas veces. En vez de intentar liberarse, el perro apretó la mandíbula más fuerte que antes. Lo habían criado para soportar el dolor, para aguantar lo indecible. Quintus había oído hablar de perros así, a los que había que dejar inconscientes de un golpe para poderles abrir la boca. Sin embargo, la obstinación de su valentía no bastaba: necesitaba la ayuda de sus compañeros, que ahora estaba atados. O de él. De todos modos, el galo estaba en medio, gritando de ira y angustia. Atizó al oso en la cabeza con la inútil correa, una, dos, tres veces sin causarle el más mínimo daño, aunque esperaba que, por culpa de la distracción, no matara a su perro preferido. Al menos, esa era la teoría.
El plan del galo no salió bien. Teniendo en cuenta que el perro tenía la piel y el pelaje a ambos lados del abdomen desgarrados, el oso lo destripó en un santiamén con las garras. Cayeron unos bucles de intestinos resbaladizos, que se rompieron como tantas salchichas gruesas. El oso redobló sus esfuerzos al notar que el perro le aflojaba la cara. Quintus notó que se le revolvía el estómago cuando unos pedazos de tejido hepático púrpura cayeron en cascada al suelo. Al final, una garra se topó con una arteria y la destrozó. Unos goterones de sangre rojo oscuro salieron disparados del amasijo en que se había convertido el vientre del perro y soltó las fauces.
Al cabo de un instante, cayó inerte al lado del oso.
—¡Vuelve! —gritó Quintus, pero el galo no le hizo caso.
El esclavo, que tenía los ojos desorbitados, lanzó otro ataque. La pérdida de su amigo canino lo había enfurecido de tal manera que quería pelear, reacción de la que había oído hablar a menudo pero que nunca había presenciado. Los romanos y los galos eran enemigos desde antaño y se habían enfrentado numerosas veces. Hacía más de ciento setenta años, los miembros de esa tribu habían saqueado la misma Roma. Hacía tan solo seis años, más de setenta mil galos habían vuelto a invadir otra vez el norte de Italia. Habían sido derrotados, pero todavía abundaban las historias sobre guerreros enloquecidos que, luchando desnudos, se abalanzaban sobre los legionarios que se les acercaban con un desprecio absoluto por su propia integridad.
Sin embargo, aquel hombre no era un enemigo como aquel. Era esclavo, sí, pero seguía valiendo la pena salvarle la vida. Quintus dio un salto hacia delante e intentó clavarle la lanza al oso. Por desgracia, el animal se movió en el último momento y la hoja le penetró el costado en vez del pecho, tal como fuera su intención. Su golpe, pues, no había sido mortal, ni suficiente para evitar que la bestia se alzara para agarrar al galo por el cuello. Un breve grito ahogado brotó de los labios del hombre y el oso lo zarandeó como un perro a una rata.
No sabía qué hacer y Quintus clavó la lanza más adentro. La única reacción fue un gruñido de enfado. Con las prisas, había alcanzado el abdomen del animal. Se trataba de una herida potencialmente mortal pero no sería rápida. Satisfecho al ver que el galo estaba muerto, el oso lo lanzó a un lado. Como es natural, entonces se fijó en Quintus, a quien le entró el pánico. Aunque tenía la lanza clavada en el cuerpo, los ojos hundidos del animal no traslucían temor alguno, solo una ira punzante. Normalmente, los osos solían evitar entrar en conflicto con los humanos, pero cuando se les provocaba se mostraban sumamente agresivos. Aquel espécimen estaba furioso. Golpeó el asta de la lanza y la astilló.
No tenía remedio. Quintus respiró hondo y desclavó la lanza. Rugiendo de dolor, el oso mostró una dentadura realmente espantosa, con algunos dientes incluso tan largos como el dedo corazón de Quintus. En la boca, abierta y roja, le cabía toda la cabeza y era perfectamente capaz de aplastarle el cráneo. Quintus quería apartarse, pero tenía los músculos paralizados por el terror.
El oso dio un paso hacia él. Sujetando la lanza con ambas manos, Quintus le apuntó con el extremo al pecho. «Avanza —se dijo—. Ataca.» Antes de que tuviera tiempo de moverse, el animal se abalanzó sobre él. Atrapó el extremo de la lanza y apartó el asta como si fuera una ramita. Sin nada en medio, se observaron durante unos segundos expectantes. Poco a poco, Quintus vio como el oso tensaba los músculos preparándose para saltar. Estuvo a punto de orinarse encima. El Hades le esperaba a la vuelta de la esquina y no podía hacer nada para evitarlo.
Sin embargo, por algún motivo, el oso no saltó entonces y Quintus logró bajar la lanza otra vez.
Su alivio fue momentáneo.
Cuando Quintus se disponía a atacar, resbaló con un trozo de intestino. Se cayó de espaldas. Enseguida se quedó sin respiración. Quintus era vagamente consciente de que poco a poco iba soltando la base de la lanza que estaba en el suelo. Levantó la cabeza con desesperación. Totalmente horrorizado, vio que el oso estaba apenas a cinco pasos de distancia, un poco más allá de sus sandalias. Volvió a rugir y esta vez Quintus recibió toda la fuerza de su fétido aliento. Parpadeó a sabiendas de que su muerte estaba próxima.
Había fracasado.
Captura
Mar Mediterráneo
Pasaron varias horas bajo el efecto de la lluvia torrencial y un fuerte oleaje. Se hizo de noche, lo cual aumentó considerablemente el miedo que sentían los dos amigos. La pequeña embarcación iba de un lado a otro, adelante y atrás, indefensa ante el inmenso poder del mar. Hanno necesitaba toda su energía para mantenerse a bordo. Los dos vomitaron una mezcla de comida y vino encima y en el suelo de la barca varias veces. Al final ya no les quedaba más que la bilis por sacar. Los relámpagos iluminaban la patética escena de forma regular. Hanno no estaba seguro de qué era peor: no ser capaz de verse la mano delante de la cara o mirar el semblante macilento y aterrorizado de Suniaton, junto con la ropa manchada de vomitona.
Desplomado en el banco de delante, su amigo iba alternando los ataques de lloros histéricos con los rezos a todos los dioses que se le ocurrían. En cierto modo, el desespero de Suniaton ayudaba a Hanno a controlar su propio terror. Incluso era capaz de obtener cierto consuelo de la situación. Si Melcart hubiera querido que se ahogaran, ya estarían muertos. La tormenta no había sido tan virulenta como en invierno, ni había volcado la embarcación. A pesar de estos milagros menores, no habían tenido más vías de agua. La resistente barca estaba hecha de planchas de ciprés y las junturas estaban selladas con fibra de lino compacta así como capas de cera de abeja. No habían perdido los remos, lo cual significaba que podían volver remando a la orilla, llegada la ocasión. Además, todos los tramos de costa contaban con un enclave comercial cartaginés. Ahí podrían darse a conocer y prometer una generosa recompensa a cambio de un pasaje a casa.
Hanno se pellizcó para dejarse de fantasías. «No albergues tantas esperanzas», se dijo con amargura. El mal tiempo no daba muestras de amainar. Cualquiera de las olas que rompía en su dirección tenía capacidad para volcar la barca. Melcart no les había ahogado todavía pero las deidades eran caprichosas por naturaleza, y el dios del mar no era ninguna excepción. Bastaba con una ola ligeramente mayor que las demás para que volcaran. Hanno se esforzó para contener las lágrimas. ¿Qué posibilidades reales tenían? Aunque sobrevivieran hasta el amanecer y sus familias descubrieran adónde habían ido, la posibilidad de que les encontraran en alta mar era sumamente remota. A la deriva sin comida ni agua, morirían miserablemente en unos días. Cuando comprendió lo trágico de su situación, Hanno cerró los ojos y pidió una muerte rápida.
A pesar de la fuerte lluvia que lo había dejado empapado hasta los huesos, Malchus regresó de la reunión con el Consejo de Sabios de excelente humor. En esos momentos se encontraba, copa de vino en mano, bajo el pórtico inclinado que recorría el patio principal de la casa, observando cómo las gotas de lluvia salpicaban el mosaico de mármol blanco a media docena de pasos. Su apasionado discurso había tenido el resultado esperado, lo cual le producía un gran alivio. Desde que el mensajero de Aníbal le encomendara la pesada tarea una semana antes de anunciar a los ancianos y sufetes que el general planeaba atacar Saguntum, le había consumido la preocupación. ¿Y si el consejo no respaldaba a Barca? Había más en juego de lo que se imaginaba.
Las represalias saguntinas contra las tribus aliadas de Cartago eran supuestamente el motivo del ataque de Aníbal, pero, como todo el mundo sabía, su intención era provocar una respuesta por parte de Roma. No obstante, gracias al oportunismo del general, la respuesta no sería militarista. Los graves disturbios que se estaban produciendo en Illyricum implicaban que la República ya había comprometido a ambos cónsules y sus ejércitos para el conflicto de Oriente. Durante la siguiente temporada de campaña, Roma solo podría lanzar amenazas vacías. Sin embargo, después de eso seguro que llegarían las represalias. Aníbal no estaba preocupado. Estaba convencido de que había llegado el momento de declarar la guerra a su antiguo enemigo y Malchus estaba de acuerdo con él. No obstante, convencer a los líderes de Cartago le había parecido una tarea ingente.
Era una pena, pensó Malchus, que Hanno no hubiera presenciado su mejor actuación en el ámbito de la oratoria de su vida. Al final, el consejo al completo se había puesto en pie, celebrando entusiasmados la idea de un nuevo conflicto con Roma. Mientras tanto, lo más probable era que Hanno hubiera estado pescando. Aquel día se había corrido la voz por toda la ciudad de que había enormes bancos de atunes en la costa. En esos momentos era probable que Hanno se estuviera gastando los beneficios de la captura en vino y mujeres. Malchus exhaló un suspiro. Al cabo de un momento, al oír las voces de Safo y Bostar en el pasillo que conducía a la calle, se animó. Por lo menos dos de sus hijos habían estado presentes. Enseguida los vio, escurriendo las capas empapadas.
—Un discurso excepcional, padre —dijo Safo con efusividad.
—Ha sido excelente —convino Bostar—. Te los has metido en el bolsillo. Han respondido del único modo posible.
Malchus hizo un gesto de modestia, pero en el fondo estaba encantado.
—Por fin Cartago está lista para la guerra que llevamos preparando varios años. —Se acercó a la mesa que tenía detrás, sobre la que había una jarra roja vidriada y varias copas—. Hagamos un brindis por Aníbal Barca.
—Es una lástima que Hanno no haya escuchado tu discurso —dijo Safo al tiempo que lanzaba una mirada significativa a Bostar. Su padre, ocupado sirviendo el vino, no se percató.
—Y que lo digas —repuso Malchus, tendiéndoles una copa a cada uno—. Tales ocasiones no se repiten con frecuencia. El chico se arrepentirá el resto de su vida de haberse escabullido mientras se escribía una página de la historia. —Tragó un sorbo de vino—. ¿Le habéis visto?
Se produjo un silencio corto e incómodo. Los miró, primero a uno y luego al otro.
—¿Y bien?
—Nos lo hemos encontrado esta mañana —reconoció Safo—. Camino del ágora. Estaba con Suniaton.
Malchus pronunció un juramento.
—Debe de haber sido justo después de que se largara de casa. ¡El pequeño rufián no ha hecho caso de mis gritos! ¿Esos dos os han dado esquinazo?
—No exactamente —repuso Safo de mala gana al tiempo que dedicaba otra mirada significativa a Bostar.
Malchus captó la tensión que había entre sus hijos.
—¿Qué sucede?
Bostar carraspeó.
—Hablamos y luego les dejamos marchar. —Rectificó—: Yo les dejé marchar.
—¿Por qué? —exclamó Malchus enfadado—. Sabías lo importante que era mi discurso.
Bostar se sonrojó.
—Lo siento, padre. Tal vez me equivoqué, pero no pude evitar pensar que, al igual que nosotros, Hanno pronto irá a la guerra. Pero ahora todavía es joven. Que disfrute mientras puede.
Malchus se dio un golpecito en los dientes y se giró hacia Safo.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Al comienzo he pensado que debíamos obligar a Hanno a acompañarnos, padre, pero Bostar tenía razón. Como era el oficial de mayor rango presente, he cedido a su criterio. —Bostar intentó interrumpirle, pero Safo continuó hablando—. Visto ahora, creo que ha sido una decisión equivocada. Tenía que haber rebatido su decisión.
—¡Cómo te atreves! —exclamó Bostar—. ¡Yo no he mencionado mi rango para nada! ¡Hemos tomado la decisión juntos!
Safo hizo una mueca.
—¿Ah, sí?
Malchus levantó las manos.
—¡Basta!
Los hermanos se quedaron callados lanzándose miradas airadas.
Malchus caviló durante unos instantes.
—Estoy muy decepcionado contigo, Safo, por no haber protestado más contra el deseo de tu hermano de dejar hacer a Hanno lo que quería. —Acto seguido, miró a Bostar—: Me avergüenzo de ti, como oficial de alto rango, por olvidar que nuestro principal objetivo es vengarnos de Roma. En comparación, ¡frivolidades como ir a pescar resultan irrelevantes! —Haciendo caso omiso de las disculpas que mascullaban, Malchus alzó la copa—. Olvidemos a Hanno y al holgazán de su amigo y ¡brindemos por Aníbal Barca y por nuestra victoria en la próxima guerra contra Roma!
Siguieron su iniciativa pero los hermanos no entrechocaron las copas entre sí.
El deseo de Hanno de tener una muerte rápida no se cumplió. La tormenta acabó pasando y el furibundo oleaje amainó. Llegó el amanecer, que trajo consigo un mar en calma y un cielo despejado. El viento cambió de dirección; ahora soplaba desde el noreste. Hanno se animó brevemente pero le duró poco. La brisa no era lo bastante fuerte para llevarlos de vuelta a casa y la corriente seguía arrastrando la pequeña embarcación hacia el este. Reinaba el silencio; las inclemencias del tiempo habían ahuyentado a todas las aves marinas. A Suniaton le había vencido el agotamiento y roncaba desplomado en el suelo del barco.