Read Aníbal. Enemigo de Roma Online

Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (3 page)

—A papá no le hará gracia —dijo secamente— pero supongo que tienes razón.

Hanno apenas daba crédito a lo que oía.

—¡Gracias!

Suniaton se hizo eco de la misma exclamación.

—Marchaos antes de que cambie de opinión —advirtió Safo.

A los amigos no les hizo falta más insistencia. Con una mirada de agradecimiento a Bostar, que les dedicó otro guiño, la pareja desapareció entre la muchedumbre con una sonrisa de oreja a oreja. Hanno pensó que, de todos modos, les pedirían explicaciones pero no hasta la noche. De nuevo dejó volar su imaginación con la imagen de un barco lleno de atunes.

—Safo es serio, ¿verdad? —comentó Suniaton.

—Ya sabes cómo es —repuso Hanno—. A sus ojos, actividades como la pesca son una pérdida de tiempo.

Suniaton le dio un codazo.

—Pues entonces menos mal que no le he dicho lo que estaba pensando. —Sonrió al ver la expresión interrogante de Hanno—. Que le convendría relajarse más… ¡yendo a pescar, por ejemplo!

Hanno se quedó boquiabierto antes de echarse a reír.

—¡Gracias a los dioses que no se lo has dicho! Entonces no nos habría dejado marchar ni por casualidad.

Sonriendo aliviados, los amigos prosiguieron su camino. Pronto llegaron al ágora. Los cuatro lados, cada uno de ellos de un estadio de largo, estaban formados por pórticos majestuosos y pasadizos cubiertos. Era el centro neurálgico de la ciudad, sede del edificio donde se reunía el Consejo de Sabios, así como de las oficinas del gobierno, numerosos templos y comercios. Las noches de verano también se reunían allí, a una distancia prudencial, grupos de jóvenes de ambos sexos de familias acomodadas para desnudarse con la mirada. Socializar con el sexo opuesto no estaba bien visto y las carabinas de las jóvenes siempre rondaban cerca. A pesar de ello, era habitual inventarse maneras de aproximarse al objeto deseado. En los últimos meses, aquel se había convertido en uno de los pasatiempos preferidos de los dos amigos. Seguían prefiriendo la pesca, pero no por mucho tiempo, pensó Hanno con nostalgia, escudriñando a la muchedumbre en busca de carne femenina atractiva.

Sin embargo, en vez de las bandadas de bellezas jóvenes y tímidas, el ágora estaba llena de políticos con expresión adusta, comerciantes y soldados de alto rango. Se dirigían a un lugar en concreto: el edificio central, en cuyo recinto sagrado se reunían más de trescientos ancianos con regularidad, tal como hicieran durante casi medio milenio sus predecesores. Supervisados por los dos sufetes, los gobernantes que se elegían cada año, los hombres más importantes de Cartago tomaban todo tipo de decisiones, desde las políticas comerciales a las negociaciones con estados extranjeros. El alcance de su poder no terminaba ahí. El Consejo de Sabios también tenía el poder de declarar la guerra y la paz, aunque ya no nombraba a los generales del ejército. Desde la guerra contra Roma, tal elección quedaba en manos del pueblo. Los únicos prerrequisitos para la candidatura al consejo era ser ciudadano de pleno derecho, disponer de riquezas, ser mayor de treinta años y demostrar aptitud en el ámbito agrícola, mercantil o militar.

Los ciudadanos de a pie podían participar en la política a través de la Asamblea del Pueblo, que se reunía en el ágora una vez al año, por orden de los sufetes. Durante los momentos de crisis profunda, estaba permitido reunirse de forma espontánea y debatir los asuntos del día. Aunque tenían poderes limitados, elegían a los sufetes y a los generales. Hanno esperaba ansioso la llegada de la siguiente reunión, que sería la primera a la que asistiría como adulto, con derecho a voto. Aunque la enorme popularidad de Aníbal garantizaba su reelección como comandante en jefe de las fuerzas cartaginesas en Iberia, Hanno quería demostrar su apoyo al clan de los Barca. En esos momentos solo podía hacerlo así. A pesar de su insistencia, Malchus no le permitía alistarse al ejército de Aníbal, tal como hicieran Safo y Bostar tras la muerte de su madre. Él, por el contrario, tenía que acabar sus estudios. No valía la pena enfrentarse a su padre por ello. Cuando Malchus dejaba clara su opinión, era inamovible.

Siguiendo la tradición cartaginesa, Hanno se había valido por sí mismo desde los catorce años, aunque seguía durmiendo en casa. Había trabajado en una fragua, entre otros sitios, y por tanto ganaba lo suficiente para vivir sin delinquir ni cometer actos vergonzosos. Era parecido al estilo espartano, aunque no tan duro. También había estudiado griego, íbero y latino. A Hanno no le gustaban los idiomas especialmente, pero había llegado a aceptar que tales conocimientos le resultarían útiles entre la amalgama de nacionalidades que formaban el ejército cartaginés. Su pueblo no era bélico de por sí, por lo que contrataban a mercenarios o alistaban a sus súbditos para que lucharan por él. El ejército cartaginés se beneficiaba de las distintas cualidades que aportaban los pueblos libios, íberos, galos y baleáricos.

La materia preferida de Hanno eran los asuntos militares. Malchus le había enseñado personalmente la historia de la guerra, desde las batallas de Jenofonte y las Termópilas hasta las victorias conseguidas por Alejandro de Macedonia. Su padre solía centrarse en los detalles más intrincados de las tácticas y la planificación. Prestaba una atención especial a las derrotas de los cartagineses en la guerra contra Roma y los motivos de ellas.

—Perdimos por la falta de determinación de nuestros líderes. Solo pensaban en cómo contener el conflicto, no en ganarlo. Cómo minimizar costes, no en desestimarlos en pos de una victoria absoluta —había vociferado Malchus durante una clase memorable—. Los romanos son unos perros bastardos pero, por todos los dioses, hay que reconocer que saben lo que quieren. Siempre que han perdido una batalla, han reclutado a más hombres y reconstruido los barcos. No se dan por vencidos. Cuando las arcas públicas estaban vacías, los líderes no tuvieron reparos en gastarse su fortuna. Su dichosa república lo es todo para ellos. Sin embargo, ¿quién se ofreció en Cartago a enviarnos suministros y soldados cuando tanto los necesitábamos en Sicilia? Mi padre, los Barca, y otros pocos. Nadie más. —Había soltado una risotada breve y airada—. ¿De qué me sorprendo? Nuestros antepasados eran comerciantes, no soldados. Para vengarnos como es debido tenemos que seguir a Aníbal. Es soldado por naturaleza y un líder nato, igual que su padre. Cartago nunca dio a Amílcar la posibilidad de vencer a Roma, pero podemos ofrecérsela a su hijo, cuando llegue el momento.

Un corpulento senador sulfurado se abrió paso a empujones soltando improperios. Asombrado, Hanno reconoció a Hostus, uno de los enemigos más implacables de su padre. El político engreído tenía tanta prisa que ni siquiera se había fijado en la persona con que había chocado. Hanno carraspeó y escupió, aunque se guardó de hacerlo en dirección a Hostus. Él y los charlatanes de sus amigos se quejaban continuamente de Aníbal, pero no dudaban en aceptar los barcos cargados de plata que enviaba desde las minas de Iberia. Como se llenaban los bolsillos con parte de esta riqueza, no tenían ganas de volverse a enfrentar a Roma. Hanno, por el contrario, estaba más que dispuesto a dar su vida luchando contra su viejo enemigo, pero el fruto de la venganza no estaba maduro. Aníbal se estaba preparando en Iberia y con eso bastaba. Por el momento, tendrían que esperar.

La pareja rodeó los límites del ágora para evitar a la muchedumbre. Por la parte posterior del Senado los edificios no eran tan majestuosos sino que presentaban un aspecto tan desastrado como cabe esperar en las proximidades de un puerto. De todos modos, los tugurios suponían un contraste acusado con respecto al esplendor tan cercano. Había pocos negocios y las casas de una o dos habitaciones eran construcciones míseras hechas con ladrillos de barro que parecían todas ellas estar a punto de derrumbarse. Las rodadas endurecidas de la calle tenían una profundidad de más del ancho de una mano y amenazaban con romperles el tobillo si tropezaban. No había ninguna brigada de trabajadores que rellenara los agujeros con tierra, pensó Hanno, recordando la colina de Birsa. Sintió un agradecimiento incluso mayor por su posición acomodada en la vida.

Unos niños raquíticos, con la nariz llena de mocos y vestidos con poco más que harapos, se arremolinaron a su alrededor clamando por una moneda o un chusco de pan, mientras sus madres embarazadas y con el pelo apagado los observaban con una expresión insensible fruto de una vida de miseria. En algunos portales había chicas medio desnudas que posaban de forma provocativa; a pesar de llevar las mejillas y los labios pintados quedaba claro que apenas acababan de salir de la niñez. Varios hombres desaliñados rondaban por ahí, laminando rabos de oveja en el suelo por unas pocas monedas gastadas. Los miraron con recelo pero ninguno de ellos osó entorpecer el avance de los amigos. Por la noche habría sido distinto, pero se encontraban bajo el amparo de la gran muralla, con los centinelas elegantemente vestidos que desfilaban de un lado a otro de las almenas. Aunque habitual, la anarquía estaba penalizada por las autoridades siempre que fuera posible y un grito de socorro les haría bajar rápida y ruidosamente por una de las muchas escaleras.

El olor penetrante de la sal se notaba cada vez más en el ambiente. Las gaviotas sobrevolaban la zona y se oían los gritos de los marineros desde los puertos. Hanno, cada vez más emocionado, bajó corriendo por un estrecho callejón y subió las escaleras que había al final del mismo. Suniaton le seguía muy de cerca. Era una subida pronunciada pero estaban en forma y llegaron a lo alto sin esfuerzo. Un pasadizo de cemento rojo se extendía a lo ancho de la muralla —treinta pasos— al igual que a lo largo del perímetro defensivo. Había unas torres bien sólidas cada cincuenta pasos más o menos. Los soldados que resultaban visibles se alojaban en los cuarteles, construidos a intervalos por debajo de las murallas.

Los centinelas que estaban más cerca, un cuarteto de lanceros libios, observaron despreocupadamente a la pareja pero, como no les parecieron problemáticos, apartaron la mirada. En épocas de paz, a los ciudadanos se les permitía estar en la muralla durante las horas del día. Contemplando rutinariamente el mar turquesa que se extendía bajo su sección, el oficial de bajo rango volvió a ponerse a cotillear con sus hombres. Hanno pasó trotando por su lado, admirando los enormes escudos circulares de los soldados, incluso mayores de los que utilizaban los griegos. Aunque eran de madera, estaban recubiertos de piel de cabra y ribeteados con bronce. Todos tenían pintado el mismo rostro demoniaco que denotaba la unidad a la que pertenecían.

Desde el puerto naval se oían las trompetas tronando una detrás de otra y Suniaton se abrió paso a empujones.

—¡Rápido! —gritó—. ¡Tal vez estén botando un quinquerreme!

Hanno siguió a su amigo con ganas. La vista del puerto circular que se dominaba desde el pasadizo no tenía parangón. Gracias a una obra maestra de la ingeniería, los buques de guerra cartagineses no resultaban visibles desde ninguna otra posición. Protegidos de las miradas hostiles por el lado de mar gracias a las murallas de la ciudad, quedaban ocultos de los buques mercantes anclados gracias a la entrada delgada del puerto, que apenas tenía el ancho de un quinquerreme, el buque de guerra de mayor tamaño.

Hanno frunció el ceño cuando llegaron a una buena atalaya. En vez de la imagen imponente de un buque de guerra deslizándose hacia el agua, vio a un almirante vestido de púrpura que se pavoneaba a lo largo del malecón que iba de la periferia de los muelles circulares a la isla central, sede de los cuarteles generales de la armada. Sonó otra fanfarria de trompetas para garantizar que todos los hombres del lugar sabían quién había llegado.

—¿De qué alardea? —masculló Hanno.

Malchus reservaba buena parte de su ira a la incompetente flota cartaginesa, por lo que había aprendido a sentir lo mismo. Los días de Cartago como superpotencia naval habían concluido y la flota había quedado reducida a madera flotante a manos de Roma durante la amarga lucha de ambas naciones por Sicilia. Sorprendentemente, los romanos habían sido una raza poco marinera antes del conflicto. Sin arredrarse ante tal desventaja, habían aprendido las técnicas de la guerra naval, además de añadir unos cuantos trucos de cosecha propia. Desde su derrota, Cartago poco había hecho por recuperar su puesto entre las olas.

Hanno exhaló un suspiro. Realmente todas sus esperanzas recaían en tierra, en Aníbal.

Al cabo de un rato, Hanno había olvidado todas sus preocupaciones. A media milla de la costa, su pequeña barca se encontraba encima de un montón de atunes. No les había costado localizar el banco, gracias a la agitación que creaban en el agua los grandes peces plateados mientras cazaban sardinas. Varios barcos pequeños punteaban el lugar y nubes de aves marinas volaban en picado y se sumergían desde arriba, atraídas por la perspectiva de obtener comida. A Suniaton le habían informado bien y ninguno de los dos jóvenes había sido capaz de reprimir la sonrisa desde su llegada. Su misión era sencilla: uno remaba y el otro sumergía la red en el agua. Aunque habían visto épocas mejores, los hilos trenzados seguían siendo capaces de contener una buena captura. Las piezas de madera situadas a lo largo de la parte superior de la red la ayudaban a flotar, mientras las diminutas piezas plomadas tiraban del extremo inferior hacia el agua. Con el primer lanzamiento habían apresado casi una docena de atunes, más largos todos ellos que el antebrazo de un hombre. Los intentos subsiguientes resultaron igual de exitosos y ya tenían el fondo de la barca lleno de peces hasta media pantorrilla. Si la llenaban más corrían peligro de sobrecargar la embarcación.

—Una mañana productiva —declaró Suniaton.

—¿Mañana? —corrigió Hanno entrecerrando los ojos en dirección al sol—. Llevamos aquí menos de una hora. No podía haber sido más fácil, ¿no?

Suniaton le observó con expresión solemne.

—No te infravalores. Creo que nuestros esfuerzos se merecen un brindis. —Con una reverencia, extrajo una pequeña ánfora del fardo.

Hanno se echó a reír; Suniaton era incorregible.

Animado, Suniaton siguió hablando como si estuviera sirviendo a los invitados en un banquete importante.

—No es el vino más caro de la colección de mi padre, que yo recuerde, pero no obstante está pasable. —Valiéndose de su navaja, arrancó el precinto de cera y sacó el tapón. Se llevó el ánfora a los labios y dio un buen sorbo—. Aceptable —declaró, tendiéndole la vasija de barro.

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