«Mentiroso», pensó Hanno. Aurelia, por encima de él, hizo una mueca de descrédito, lo cual reforzó su convicción.
Quintus también era consciente de que Agesandros mentía, pero si seguía acusándolo no haría más que llevarlo a un terreno inexplorado. No se sentía tan seguro.
—¿Qué ha pasado?
Agesandros señaló a Galba.
—Ese esclavo se cayó a propósito y se hirió la pierna. Intentaba librarse de trabajar. Es un viejo truco y me he dado cuenta enseguida. Le he dado unos cuantos golpes a ese perro para darle una lección y el
gugga
me ha dicho que parara, que había sido un accidente. —Soltó un bufido—. Tal rebeldía no puede tolerarse. Había que enseñarle lo equivocado de su comportamiento de inmediato.
Quintus bajó la mirada hacia Hanno.
—Creo que lo has conseguido —dijo con sarcasmo—. Si te descuidas, lo envías al Hades.
Agesandros alzó una de las comisuras de los labios ligeramente.
Hanno fue el único que lo vio. «Agesandros me quiere ver muerto. ¿Por qué?»
Fue el último pensamiento coherente que tuvo.
La seguridad de Quintus salió fortalecida por haberse impuesto a Agesandros. En vez de dejar que trasladaran a Hanno herido a la villa como si fuera un saco de cereal tal como quería el siciliano, insistió en que fueran a buscar una litera. Galba podía ir cojeando a su lado. A Agesandros no le quedó más remedio que obedecer a regañadientes y enviar a un esclavo a buscarla a toda prisa. El capataz observó con expresión huraña como Aurelia, con un trozo de tela, limpiaba buena parte de la sangre que Hanno tenía en la cara. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas pero no emitió ni un sonido. No pensaba darle ese gusto a Agesandros.
Al cabo de un rato, cuando hubieron colocado a Hanno cuidadosamente en la litera, ella se puso de pie. Como se había arrodillado en el suelo, tenía la parte inferior del vestido cubierta de una mezcla de sangre y polvo. Los ojos, aunque enrojecidos, los tenía llenos de ira y la expresión decidida.
—Si muere, me encargaré de que mi padre te lo haga pagar —sentenció—. Te lo juro.
Agesandros intentó tomárselo a risa.
—Hace falta algo más que eso para matar a un
gugga
—replicó.
Aurelia le lanzó una mirada de furia, temerosa y envalentonada a la vez.
—Vamos —dijo Quintus, llevándosela con suavidad. Agesandros hizo ademán de seguirles, pero Quintus ya había tenido suficiente—. Dedícate a lo tuyo —gritó—. Nosotros nos encargaremos de los dos esclavos.
Acomodaron a Hanno encima de mantas y un colchón de paja en un establo vacío cerca de la cuadra, donde yacía inmóvil como un cadáver. A Quintus le preocupaba su palidez. Si el cartaginés moría, su padre perdería mucho dinero, así que pidió traer agua caliente de la cocina, junto con retales de tela y un frasco de
acetum
, o vinagre. Cuando llegaron, le sorprendió la reacción de Aurelia. No pensaba permitir que nadie más le limpiara las heridas al cartaginés. Mientras tanto, Elira curó a Galba bajo la mirada agradecida de Quintus. La iliria tenía buenos conocimientos médicos gracias a su educación. Tal como había contado a Quintus, su madre había sido la persona a la que la gente de la tribu acudía cuando tenía alguna dolencia. Primero le limpió la herida con abundante agua caliente. Luego, haciendo caso omiso de las muestras de dolor de Galba, le roció la zona con
acetum
antes de secarla dando palmaditas y aplicarle un vendaje.
—Dos días de descanso y trabajo ligero durante una semana —dijo Quintus cuando hubo terminado—. Me aseguraré de que Agesandros lo tenga claro.
El galo se marchó arrastrando los pies mascullando unas palabras de agradecimiento.
Oyó un gemido detrás de él y Quintus se giró. Hanno hizo una mueca de dolor por lo que fuera que Aurelia le estaba haciendo, antes de relajarse de nuevo.
—Está vivo —dijo él aliviado.
—No será gracias a Agesandros —espetó Aurelia con vehemencia—. ¡Imagínate si no hubiéramos aparecido! Su vida todavía corre peligro. —Su voz se apagó mientras contenía un sollozo.
Quintus le dio una palmadita en el hombro preguntándose por qué estaba tan afectada. Al fin y al cabo Hanno no era más que un esclavo.
Elira se acercó a la cama.
—Déjame echarle un vistazo —dijo.
Para sorpresa de Quintus, Aurelia se apartó. Observaron en silencio como la iliria pasaba sus manos expertas por el maltrecho cuerpo de Hanno, presionando con suavidad aquí y allá.
—No encuentro ninguna lesión en la cabeza aparte de la nariz rota —dijo al final—. Tiene tres costillas fracturadas y todas estas heridas superficiales del látigo. —Señaló hacia la caja torácica que sobresalía y el vientre cóncavo—. Últimamente no le han dado suficiente de comer. Sin embargo, es fuerte. Con buenos cuidados y alimento suficiente podría estar recuperado en una semana.
—Demos gracias a Júpiter —exclamó Aurelia.
Quintus sonrió aliviado y fue en busca de Fabricius. Había que informar inmediatamente de la crueldad de Agesandros. Sospechaba que su padre no castigaría al siciliano como se merecía y que este lo negaría todo si se sentía atacado. Era como si ya oyera la voz de Fabricius. Exigir disciplina formaba parte del cometido del capataz y ningún esclavo tenía derecho a desafiar a la autoridad como había hecho Hanno. Era la primera vez que Agesandros se había extralimitado. A los ojos de Fabricius sería un hecho aislado. Sin embargo, Quintus sabía perfectamente qué había visto. Apretó la mandíbula.
A partir de ahora habría que vigilar a Agesandros.
Hanno se despertó por culpa del dolor que le irradiaba de las costillas cada vez que respiraba. Las punzadas que notaba en la cabeza le recordaban que tenía la nariz rota. Levantó las manos y notó las fuertes correas que le sujetaban el pecho. No llevaba grilletes en los tobillos. Dudaba que hubiera sido por iniciativa de Agesandros. «Quintus debe de haber insistido para que me cuiden», pensó Hanno. Su sorpresa fue en aumento cuando abrió los ojos. En vez de la paja mojada de su miserable celda, estaba tumbado encima de unas mantas en un establo vacío. Los relinchos que oía de vez en cuando le indicaban la proximidad de los caballos. Vio el taburete que tenía al lado. Alguien le había estado velando.
Notó una sombra en el umbral y al alzar la vista Hanno vio a Elira cargada con una jarra de barro y dos vasos.
Se le iluminó el semblante.
—¡Estás despierto!
Asintió lentamente y se percató de su belleza.
Ella se situó rápidamente a su lado.
—¿Cómo te sientes?
—Me duele todo.
Ella se agachó y cogió una calabaza del suelo.
—Bebe un poco de esto.
—¿Qué es? —preguntó con recelo.
Elira sonrió.
—Una solución diluida de
papaverum
. —Al ver su expresión confusa, se explicó—: Mitigará el dolor.
Estaba demasiado débil para replicar. Cogió la calabaza y dio un buen sorbo de la bebida analgésica, aunque hizo una mueca al notar el sabor ácido del líquido.
—No tardará en hacerte efecto —murmuró Elira para tranquilizarlo—. Entonces podrás dormir un poco más.
De repente, se acordó del siciliano e intentó incorporarse. Aquel pequeño esfuerzo le resultó agotador.
—¿Y qué pasa con Agesandros?
—No te preocupes. Fabricius ha visto las heridas que tienes y le ha advertido que te deje en paz. Los dioses deben de estar de buen humor porque también ha aceptado que te cuide. Tardó en permitírmelo, pero Aurelia lo convenció —dijo Elira. Le tocó la cara sudorosa con la mano—. Mira, estás débil como un minino —le riñó—. Túmbate.
Hanno obedeció. ¿Por qué se preocupaba Aurelia de lo que le pasaba?, se preguntó. Notó que el
papaverum
empezaba a hacerle efecto y cerró los ojos. Le producía un gran alivio saber que uno de los hijos de su amo estaba de su lado, pero Hanno dudaba que Aurelia pudiera protegerle del rencor de Agesandros. No era más que una niña. De todos modos, pensó fatigosamente, su situación ahora había mejorado. ¿Acaso los dioses le favorecían una vez más? Con esta idea en la cabeza, Hanno se relajó y se dejó vencer por el sueño.
Cambio gradual
Hanno hizo poco más que dormir y comer durante los tres días siguientes. Bajo la mirada de aprobación de Elira, devoró plato tras plato de comida de la cocina. Recuperó las fuerzas y el dolor de las heridas remitió. Pronto insistió en que le retiraran
el tenso vendaje del pecho porque se quejó de que le dificultaba la respiración. Llegado el cuarto día, se sintió lo bastante despejado para aventurarse al exterior. Sin embargo, el miedo se lo impidió.
—¿Dónde está Agesandros?
Elira aplanó los labios gruesos.
—El hijo de puta está en Capua, por suerte.
Aliviado, Hanno salió arrastrando los pies. El patio estaba vacío. Todos los esclavos estaban trabajando en los campos. Se sentaron juntos al sol y apoyaron la espalda en la fría piedra de las paredes del establo. A Hanno no le importaba que no hubiera nadie por allí. Así podía estar a solas con Elira, cuyo atractivo físico resultaba cada día más obvio. Tal como le indicaba el dolor que notaba en la entrepierna, hacía meses que no estaba con una mujer. No obstante, el mero hecho de albergar tales pensamientos resultaba peligroso. Aunque Elira estuviera predispuesta, a los esclavos les estaba prohibido mantener relaciones sexuales entre ellos. Además, Hanno había visto cómo se miraban ella y Quintus. «Mantente bien lejos», se dijo seriamente. Follarse a la esclava favorita del hijo del amo no era buena idea. Había una forma más sencilla de satisfacerse. Menos agradable pero mucho más segura.
Necesitaba algo que le hiciera dejar de pensar en el sexo.
—¿Cómo llegaste a ser esclava?
La sorpresa inicial de Elira dejó paso rápidamente a la tristeza.
—Es la primera vez que me hacen esa pregunta.
—Supongo que es porque todos tenemos la misma historia desgraciada —dijo Hanno con ternura. Arqueó las cejas para indicarle que continuara.
Elira adoptó una expresión distante.
—Me crie en un pueblecito costero de Ilyricum. La mayoría de la gente eran pescadores o agricultores. Era un lugar plácido. Hasta el día que llegaron los piratas. Yo tenía nueve años. —El semblante se le ensombreció primero por la ira y luego por el pesar—. Los hombres pelearon con fuerza pero no eran guerreros. Mi padre y mi hermano mayor… —La voz le tembló unos instantes—. Los mataron. Pero lo que le pasó a mi madre fue igual de malo. —Se le formaron lágrimas en los ojos.
Horrorizado, Hanno apretó la mano de Elira.
—Lo siento —susurró.
Ella asintió y el movimiento le hizo derramar las lágrimas.
—Nos llevaron a sus barcos. Zarparon a Italia y nos vendieron allí. Desde entonces no he visto a mi madre ni a mis hermanas.
Mientras Elira lloraba, Hanno se maldijo por haber abierto la boca. Sin embargo, el dolor de la iliria la volvía incluso más atractiva. Costaba no imaginarse rodeándola con los brazos para consolarla. Por consiguiente, se sintió aliviado cuando vio que Aurelia se acercaba desde la villa. Dio un codazo a Elira y se levantó. La iliria apenas tuvo tiempo de arreglarse el pelo alrededor de la cara y secarse las lágrimas.
Aurelia se sintió un poco celosa al ver a Elira tan cerca de Hanno.
—¡Ya estás recuperado! —dijo con aspereza.
Hanno inclinó la cabeza.
—Sí.
—¿Cómo te sientes?
Hanno se tocó las costillas.
—Mucho mejor que hace unos días, gracias.
Aurelia volvió a compadecerse de Hanno al verle hacer una mueca de dolor.
—A Elira es a quien tienes que darle las gracias. Es maravillosa.
—Es verdad —convino Hanno dedicando una media sonrisa a Elira.
La iliria se sonrojó.
—Julius debe de estarse preguntando dónde estoy —masculló, antes de marcharse corriendo.
Aurelia volvió a molestarse pero, enfadada consigo misma por sentirse de ese modo, se tranquilizó de repente.
—Eres cartaginés, ¿verdad?
—Sí —repuso Hanno con recelo. Nunca había mantenido una verdadera conversación con Fabricius o alguien de su familia. En su cabeza seguían siendo el enemigo.
—¿Cómo es Cartago?
No se contuvo.
—Es enorme. Tal vez tenga una población de un cuarto de millón de personas.
Aurelia abrió unos ojos como platos sin querer.
—¡Pero eso es mucho mayor que Roma!
Hanno tuvo la sensatez de no soltar la respuesta sarcástica que tenía en la punta de la lengua.
—Por supuesto. —Aurelia parecía interesada, por lo que se dispuso a describir la ciudad, visualizándola al hacerlo. Al final se dio cuenta de que se había dejado llevar y se calló.
—Suena hermoso —reconoció Aurelia—. Y qué feliz se te veía mientras hablabas.
Hanno sintió verdadera nostalgia y bajó la cabeza.
—No es de extrañar, supongo —dijo Aurelia con amabilidad. Ladeó la cabeza con expresión curiosa—. Recuerdo que hablas griego y también latín. En Italia solo los nobles aprenden ese idioma. En Cartago debe de ser parecido. ¿Cómo es que alguien tan bien educado ha acabado como esclavo?
Hanno alzó la vista hacia ella con expresión amenazadora.
—Olvidé pedir la bendición de una de nuestras diosas más poderosas antes de ir de pesca con mi amigo. —Vio su expresión inquisitiva—. Suni, el que viste en Capua. Después de pescar un montón de atunes, bebimos vino y nos quedamos dormidos. Una tormenta repentina nos arrastró hasta alta mar. No sé cómo sobrevivimos por la noche, pero al día siguiente nos encontró un barco pirata. Nos vendieron en Neapolis y nos llevaron a Capua para ser vendidos como gladiadores. Pero al final me compró tu hermano. —Hanno endureció el tono de voz—. ¿Quién sabe lo que le habrá pasado a mi amigo? —Le satisfizo ver que se estremecía.
Molesta, Aurelia se recuperó rápidamente. «Por muy guapo que sea, sigue siendo un esclavo», pensó.
—Todos los esclavos del mercado tienen una historia triste. Eso no significa que podamos comprarlos a todos. Considérate afortunado —espetó.
Hanno inclinó la cabeza. «Es joven pero tiene coraje.»
Se produjo un silencio incómodo que rompió la voz de Atia.
—¡Aurelia!
Aurelia adoptó una expresión angustiada.
—¡Estoy en el patio, madre!
Atia apareció al cabo de un momento. Llevaba una sencilla estola de lino y unas elegantes sandalias de cuero.