Read Aníbal. Enemigo de Roma Online

Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (16 page)

—Habla —ordenó.

Varsaco asintió con ganas.

—Hubo una fuerte tormenta hace unas semanas. Nos pilló de lleno y nuestro birreme casi naufragó. Pero no nos pasó nada, gracias a los dioses. Al día siguiente nos encontramos una barca con dos jóvenes en ella.

Safo dio un salto y presionó a Varsaco en el cuello con un puñal.

—¿De dónde eran? —gritó—. ¿Cómo se llamaban?

—Eran de Cartago. —A Varsaco le parpadeaban los ojos como a una rata acorralada—. No me acuerdo de cómo se llamaban.

Malchus se fue tranquilizando.

—¿Qué aspecto tenían? —preguntó con voz queda.

—Uno era alto y de complexión atlética. El otro más bajo. Los dos con el pelo negro. —Varsaco se paró a pensar unos instantes—. Y los ojos verdes.

—¡Hanno y Suniaton! —Safo retorció el semblante angustiado. A pesar del alivio que le había producido la desaparición de Hanno, no soportaba que aquello pudiera ser la terrible verdad.

A Malchus le entraron náuseas.

—¿Qué hiciste con ellos?

Varsaco empalideció.

—Por supuesto, íbamos a devolverlos a Cartago —tartamudeó—. Pero en el barco se había producido una vía de agua durante la tormenta. Tuvimos que acercarnos a la costa más próxima, que era Sicilia. Desembarcaron allí, en Heraclea, creo. —Miró al egipcio y recibió un asentimiento de confirmación—. Sí, Heraclea.

—Entiendo. —Una calma gélida se apoderó de Malchus—. Si es el caso, ¿por qué no han regresado? Encontrar un barco a Cartago desde la costa sur de Sicilia no debería suponer ningún problema.

—¿Quién sabe? Los jóvenes que se van de casa son todos iguales. Solo les interesan el vino y las mujeres. —Varsaco se encogió de hombros con la máxima indiferencia posible.

—¿Que se van de casa? —gritó Malchus—. Lo dices como si hubieran decidido ir a la deriva. Que eso no significara nada. Si vosotros los dejasteis en Heraclea, yo me llamo Alejandro Magno. —Lanzó una mirada a Safo—. Cástralo.

Safo bajó el cuchillo.

—Eso no, por favor, eso no —chilló Varsaco—. ¡Diré la verdad!

Malchus alzó la mano y Safo se quedó quieto.

—Probablemente a estas alturas ya te hayas dado cuenta de que tú y esas otras ratas de alcantarilla sois hombres muertos. Os habéis condenado con vuestras palabras. —Malchus hizo una pausa para que asimilara lo que acababa de decir—. Dime de una vez qué le hicisteis a mi hijo y a su amigo y conservarás la virilidad. Y también tendrás una muerte rápida.

Varsaco asintió con apatía y aceptando su destino.

—Los vendimos como esclavos —susurró—. En Neapolis. Según el capitán, obtuvimos un precio excelente por los dos. Por eso vinimos a Cartago. Para secuestrar más.

Malchus respiró hondo. Había sospechado algo así.

—¿A quién se los vendisteis?

—No lo sé —tartamudeó Varsaco—. No estaba allí. Lo hizo el capitán. —Desvió la mirada hacia el egipcio, que escupió con desprecio en el suelo.

—¿O sea que tú eres el culpable de esta atrocidad? —Una furia gélida volvió a embargar a Malchus—. Pues córtale los huevos a él —bramó.

Safo enseguida le quitó la ropa al egipcio. Agarró el escroto del quejoso capitán pirata y tiró de él para tensarlo. Safo lanzó una mirada rápida a Malchus, que respondió con un asentimiento.

—Esto es por mi hermano —murmuró. Alzó la hoja y rezó para que aquel acto paliara su sentimiento de culpa.

—Varsaco es quien quería violarlos —gritó el egipcio—. Yo se lo impedí.

—Qué gran detalle por tu parte —gruñó Malchus—. Pero no tuviste reparos en venderlos, ¿verdad? ¿Quién los compró?

—Un latino. No sé cómo se llama. Iba a llevárselos a Capua. Para venderlos como gladiadores. No sé más. —El egipcio bajó la mirada hacia Safo y luego miró a Malchus. Lo único que vio en ambos era un odio implacable—. Dadme una muerte rápida, como a Varsaco —suplicó.

—¿Esperas que cumpla mi palabra después de lo que le habéis hecho a dos jóvenes inocentes? Los piratas merecen el destino más horrendo posible. —La voz de Malchus rezumaba desprecio. Se giró hacia los soldados—. Ya habéis oído lo que esta escoria le ha hecho a mi hijo y a su amigo.

Los libios dejaron escapar un gruñido de ira y uno tomó la iniciativa.

—¿Qué hacemos con ellos, señor?

Malchus repasó con la mirada a los cuatro piratas, uno por uno.

—Castradlos a todos, pero cauterizad las heridas para que no mueran de una hemorragia. Partidles los brazos y las piernas y luego crucificadlos. Cuando hayáis acabado, encontrad al resto de la tripulación y hacedles lo mismo.

Los lanceros hicieron el saludo militar ante un trasfondo de protestas de terror.

—Sí, señor.

Malchus y Safo observaron impasibles mientras los soldados cumplían su cometido. Se dividieron en grupos de tres y desnudaron a los prisioneros con determinación. La luz rebotaba en la hoja de los cuchillos al subir y bajar. Los gritos enseguida fueron tan fuertes que resultaba imposible hablar, pero los soldados no pararon ni un segundo. La sangre corría a raudales por las piernas de los piratas y se coagulaba formando charcos pegajosos en el suelo. Después, el hedor de la carne carbonizada llenó el ambiente mientras empleaban atizadores al rojo vivo para detener la hemorragia de las heridas abiertas de los prisioneros. El dolor de la castración y la cauterización era tan intenso que todos los piratas perdieron el conocimiento. La tregua fue breve. Al cabo de un momento, les despertó la agonía de sus huesos rotos bajo los golpes del mazo. Los golpes secos y repetitivos se mezclaron con sus chillidos formando una nueva cacofonía espeluznante.

Malchus acercó los labios al oído de Safo.

—Ya he tenido suficiente. Vámonos.

En el pasillo exterior y con la puerta cerrada el escándalo seguía siendo increíble. Aunque era posible hablar, padre e hijo intercambiaron una larga mirada en silencio.

Malchus fue el primero en hablar.

—Quizás esté vivo. Los dos, de hecho. —Unas lágrimas huérfanas asomaron a sus ojos.

A Safo le sabía mal la suerte de Hanno. Ahogarse era una cosa, pero ¿luchar como gladiador? Endureció la actitud.

—No por mucho tiempo. En cierto modo es una suerte.

Ajeno a la motivación de Safo, Malchus apretó la mandíbula.

—Tienes razón. Lo único que nos cabe esperar es que murieran bien. Alistémonos al ejército de Aníbal Barca en Iberia y vayamos a la guerra contra Roma. Algún día llevaremos la ruina, el fuego y la muerte a Capua. Entonces la venganza será nuestra.

Safo se quedó asombrado.

—¿Aníbal invadirá Italia?

—Sí —repuso Malchus—. Es un plan a largo plazo. Derrotar al enemigo en su propio terreno. Y soy uno de los pocos que lo sabe. Ahora tú también.

—Guardaré el secreto —susurró Safo. Obviamente, él y Bostar no estaban al corriente de toda la información que proporcionaba el emisario de Aníbal. Al final, comprendió la amenaza de su padre de arrasar Capua—. Algún día nos vengaremos —masculló, pensando en las oportunidades de oro que se le presentarían para demostrar su valía.

—Repite conmigo —ordenó Malchus—. Ante Melcart, Baal Safón y Baal Hammón hago esta promesa. Apoyaré a Aníbal Barca en su empeño con todas mis fuerzas. Encontraré a Hanno o moriré vengándolo.

Poco a poco, Safo repitió las palabras.

Satisfecho, Malchus se encaminó al exterior.

Los gritos continuaron sin tregua detrás de ellos.

6

Esclavitud

Cerca de Capua, Campania

Hanno caminaba fatigosamente detrás de la mula de Agesandros, tragándose las nubes de humo que levantaban quienes le precedían. Por delante del siciliano iba la litera en la que viajaban Atia y Aurelia y, más allá, encabezando la comitiva, Fabricius y Quintus. Era la mañana después de que Quintus lo comprara y, tras pasar la noche en casa de Martialis, la familia regresaba a su finca. Durante la corta estancia en casa del amigo de la familia, a Hanno lo habían dejado en la cocina con los esclavos domésticos residentes. Aturdido, incapaz de creerse todavía que lo habían separado de Suniaton, había permanecido agazapado en un rincón y se había puesto a llorar. Aparte de darle un taparrabos, un vaso de agua y un plato de comida, nadie le había ofrecido ningún tipo de consuelo. Sin embargo, Hanno recordaría más adelante sus miradas de curiosidad. Sin duda se trataba de una situación que no era nueva para ellos: el nuevo esclavo, que se da cuenta de que su vida nunca volverá a ser como antes. Probablemente les hubiera pasado a la mayoría de ellos. Afortunadamente, el sueño por fin había vencido a Hanno. Había descansado por rachas pero le había supuesto una especie de escape: la posibilidad de negar la realidad.

Ahora, bajo la fría luz del día, tenía que volver a enfrentarse a ella.

Pertenecía al padre de Quintus, Fabricius. No volvería a ver a Suni ni a su familia.

Hanno seguía sin saber qué pensar de su amo. Aparte de una inspección superficial cuando habían vuelto a casa de Martialis, Fabricius no le había prestado demasiada atención. Había aceptado la explicación de su hijo acerca de por qué había valido la pena pagar un precio elevado por él: porque sabía leer y escribir y hablaba idiomas. Además, Quintus iba a pagar el dinero que faltaba. «Es asunto tuyo cómo te gastas tu dinero», le había dicho. Parecía una buena persona, pensó Hanno, igual que Quintus. Aurelia no era más que una niña. Atia, la esposa de Fabricius, era una incógnita. Hasta el momento, apenas le había mirado, pero Hanno confiaba en que demostrara ser un ama justa.

Resultaba curioso considerar normales a personas que siempre le habían parecido malvadas, de todos modos Agesandros era quien más preocupaba a Hanno. El siciliano la había tomado con él desde un buen comienzo. A pesar de sus desvelos, por lo menos su situación tenía una vertiente positiva, por la que se sentía inmensamente culpable. El destino de Suniaton seguía pendiente de un hilo, y lo único que podía hacer Hanno era pedir a todos los dioses que conocía que intercedieran por su amigo. En el peor de los casos, que muriera como un valiente.

Al oír la palabra «Saguntum» aguzó el oído. Era una ciudad griega de Iberia, aliada de la República, que hacía meses que estaba en el foco de atención de Aníbal. De hecho, era donde iba a empezar la guerra con Roma.

—Pensaba que el Senado había decidido que Saguntum no estaba amenazada —dijo Quintus—. Después de que los saguntinos pidieran una compensación por los ataques sufridos en sus tierras, lo único que hizo Aníbal fue enviarles una respuesta grosera.

Hanno ocultó su sonrisa de satisfacción. Había oído ese insulto hacía varias semanas, en casa. «Salvajes sarnosos y pulgosos», había llamado Aníbal a los habitantes de la ciudad. Tal como todo el mundo sabía en Cartago, la refutación presagiaba su verdadero plan: atacar Saguntum.

—A veces los políticos infravaloran a los generales —dijo Fabricius pesadamente—. A estas alturas Aníbal ha hecho algo más que lanzar amenazas. Según las últimas noticias, ha rodeado Saguntum con su ejército. Han empezado a construir fortificaciones. Va a haber un asedio. Al final Cartago ha recuperado la chispa.

Quintus lanzó una mirada airada a Hanno, que bajó la vista de inmediato.

—¿No hay nada que hacer?

—No en esta temporada de campaña —repuso Fabricius contrariado—. Aníbal no podía haber elegido un momento mejor. Los dos ejércitos consulares están comprometidos en Oriente y luego la amenaza de aquí.

—¿Te refieres a Demetrio de Faros? —preguntó Quintus.

—Sí.

—¿No era uno de nuestros aliados hasta hace poco?

—Sí, hasta hace poco. Luego ese perro miserable decidió que la piratería es más rentable. Todo nuestro litoral oriental se ha visto afectado. También ha amenazado a ciudades ilirias que están bajo la protección de la República. Pero el problema llegará en otoño. Las fuerzas de Demetrio no tienen nada que hacer contra cuatro legiones y el doble de esa cantidad de
socii
.

Quintus fue incapaz de ocultar su desánimo.

—Me lo perderé todo.

—No temas, siempre habrá más guerras —dijo su padre con una sonrisa divertida—. Pronto te llegará el turno.

Quintus se quedó relativamente más tranquilo.

—Mientras tanto, ¿Saguntum se deja a merced de los vientos?

—Ya sé que no está bien —repuso su padre—. Pero la principal facción del Senado ha decidido que este es el camino a seguir. Los demás tenemos que obedecer.

«Toma
fides
romana», pensó Hanno con desprecio.

Padre e hijo cabalgaron en silencio durante unos instantes.

—¿Qué hará el Senado si Saguntum cae? —tanteó Quintus.

—Pedir que los cartagineses se retiren, supongo. Además de entregar a Aníbal.

Quintus enarcó las cejas.

—¿Harían tal cosa?

«Nunca», pensó Hanno enfurecido.

—No creo —respondió Fabricius—. Hasta los cartagineses tienen su orgullo. Además, el Consejo de Sabios estará al corriente del plan de Aníbal de asediar Saguntum. Es difícil que le ofrezcan su apoyo al respecto y se lo retiren inmediatamente después.

Hanno escupió en el suelo sin que lo vieran.

—Pues claro que no, faltaría más —susurró.

—Entonces la guerra es inevitable —exclamó Quintus—. El Senado no se quedará de brazos cruzados ante tamaño insulto.

Fabricius exhaló un suspiro.

—No, desde luego que no, aunque en parte sea el culpable de la situación. Las indemnizaciones impuestas a Cartago al final de la última guerra fueron ruinosas, pero la toma de Sardinia poco después fue incluso peor. No hay excusa para ello.

A Hanno le costaba dar crédito a sus oídos: un romano que lamentaba el daño infligido a su pueblo. ¿A lo mejor no eran todos unos monstruos?, se preguntó por segunda vez. Su instinto le hizo tomar parte rápidamente: «Siguen siendo el enemigo.»

—Ese conflicto se produjo hace una generación —dijo Quintus indignándose—. Ahora estamos en el presente. Aunque sea tarde, Roma tiene que defender a uno de sus aliados ante un ataque sin motivo.

Fabricius inclinó la cabeza.

—Cierto.

—O sea que se avecina una guerra contra Cartago, lo mires como lo mires —dijo Quintus. Lanzó una mirada a Hanno, que fingió no percatarse.

—Probablemente —repuso Fabricius—. Quizá no este año pero sí el siguiente.

—¡Podré participar! —exclamó Quintus emocionado—. Pero antes quiero aprender a empuñar una espada como es debido.

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