Quintus luchó contra dos númidas seguidos. Hirió al primero en el brazo y le clavó el arma en el pecho al segundo. Acto seguido, fue a ayudar a un compañero que estaba siendo atacado por tres jinetes enemigos. Lucharon a la desesperada durante lo que les pareció una eternidad, apenas capaces de defenderse de las veloces jabalinas númidas. Sin embargo, de pronto se desvanecieron como fantasmas. Tanto ellos como sus compañeros se batieron en retirada como un banco de peces que, de golpe, cambia de dirección. No obstante, volvieron a frenar a un centenar de pasos de donde se encontraban y empezaron a insultar a gritos a los romanos, que no tardaron en responder.
—¡Bastardos sarnosos! —gritó Cincius.
—¡Volved, folladores de ovejas! —bramó Calatinus.
Quintus sonrió.
—Hemos logrado alejarles bastante del campamento.
—Sí —convino Calatinus con el rostro empapado de sudor—. Nos merecemos un descanso. Estoy agotado.
—Y yo —dijo Cincius.
Fabricius y sus oficiales dieron unos minutos de descanso a sus jinetes, sobre cuyas cabezas flotaban nubes de condensación que se disiparon al instante con el aguanieve.
—¡Moveos o nos congelaremos! —gritó Fabricius.
Quintus miró a Calatinus y Cincius.
—¿Preparados para una nueva ronda?
—Desde luego —respondieron al unísono.
Fabricius lanzó una nueva orden.
—¡En formación! ¡Avanzad!
La orden se repitió por toda la primera fila y los jinetes volvieron a la carga. El suelo volvió a retumbar bajo los cascos de miles de caballos. Esta vez los númidas se retiraron mucho antes, pero acto seguido volvieron al ataque. Los romanos siguieron a sus oponentes sin parar.
Se animaron al ver que, a su espalda, seis mil
velites
acudían en su ayuda. El hecho de que fueran a pie no les restaba valor, puesto que su principal tarea era consolidar su posición en el terreno arrebatado a los númidas. Si el enemigo oponía resistencia, los
velites
podían inclinar la balanza a favor de la caballería romana. Si, por el contrario, los númidas obligaban a los romanos a replegarse, los
velites
actuarían de escudo protector. Pasara lo que pasara, los romanos tenían todas las de ganar, pensó Quintus exultante.
Al romper el alba, los cuernos que normalmente despertaban a las tropas cartaginesas guardaron silencio. Sin embargo, acostumbrados a la disciplina militar, casi todos los hombres estaban despiertos. Hanno sonrió al oír los rumores que circulaban por las tiendas. Los hombres no sabían por qué no se les había ordenado levantarse todavía y, aunque la mayoría no tenía ningún interés por saberlo, algunos curiosos asomaron la cabeza al exterior. Sus oficiales les aseguraron que no había ningún problema, así que la mayoría aprovechó la oportunidad para regresar a la comodidad de su lecho. Durante media hora, una calma inusual se cernió sobre el campamento. Para los cartagineses fue como una pequeña dosis de paraíso, puesto que a pesar del clima inclemente, estaban secos, calientes y a salvo.
Finalmente sonaron los cuernos. No era una señal de alarma, sino las notas normales que marcaban la hora de despertarse. Hanno fue por las tiendas instando a sus hombres a ponerse en marcha.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó un lancero de baja estatura y poblada barba negra.
Hanno sonrió.
—¿Queréis saberlo?
—Sí, señor —respondieron curiosos.
Hanno era muy consciente de que todos los soldados que había a su alrededor estaban pendientes de sus palabras.
—Los númidas están atacando el campamento romano en estos momentos.
Los hombres gritaron entusiasmados y Hanno levantó las manos.
—Si esos cabrones muerden el anzuelo y siguen a nuestra caballería, necesitarán mucho tiempo para cruzar el Trebia, así podéis prepararos tranquilamente.
Los soldados murmuraron complacidos.
—Quiero que os preparéis bien. Estirad los músculos y masajeadlos con aceite. Comprobad vuestro equipo. Cuando estéis listos, dejad las armas y disfrutad de un desayuno caliente. ¿Está claro?
—Sí, señor —gritaron sus hombres.
Hanno regresó a su tienda en busca de comida. En cuanto tuvo la barriga llena, se tumbó en la cama y se durmió al instante. Por primera vez desde que salió de Cartago, Hanno soñó con su madre, Arishat, que no parecía preocupada por el hecho de que Malchus y sus tres hijos estuvieran en el ejército de Aníbal. El sueño le resultó muy reconfortante. Tuvo la sensación de que el espíritu de su madre les protegía.
Poco después, le despertó el sonido de los cuernos que le alertaba de que el enemigo estaba a la vista.
Hanno se incorporó de golpe. El corazón le latía con fuerza. ¡Los romanos habían seguido a los númidas! Él y todos los hombres del ejército iban a tener su primera oportunidad de castigar a Roma por lo que le había hecho a su gente.
¡No dejarían escapar semejante oportunidad!
Una hora después, ocho mil lanceros y escaramuzadores de Aníbal, entre los que se encontraba Hanno, habían sido desplegados a unos dos kilómetros al este del campamento, mientras que el resto del ejército se posicionaba lentamente para la batalla detrás de su escudo protector. El general cartaginés respondió por fin con todas sus fuerzas al saber que la totalidad de las huestes enemigas estaban cruzando el Trebia. A Hanno le maravillaba el ingenio de Aníbal. A diferencia de los soldados romanos, que ni siquiera habían comido y ahora cruzaban las gélidas aguas del río, los soldados de Aníbal tenían el estómago lleno y el cuerpo todavía caliente gracias al fuego de la hoguera. Incluso a esta distancia oía sus irreverentes canciones de marcha, así como las protestas de los elefantes que debían ocupar los flancos.
Hanno fue apostado al este del semicírculo defensivo más cercano al río Trebia, donde se produciría el primer contacto con los romanos. A fin de facilitar la retirada de los númidas, se había dejado un espacio entre cada unidad que podía cerrarse fácilmente en caso necesario. Delante de los lanceros libios cientos de honderos baleáricos esperaban pacientemente con las correas de cuero de sus armas colgando de los puños. Aunque no parecían peligrosos, Hanno sabía que las piedras del tamaño de huevos que lanzaban con la honda eran capaces de recorrer largas distancias y romperle el cráneo a un hombre. Por otro lado, las descargas de los escaramuzadores podían sembrar el terror entre el enemigo.
El viento amainó, lo que permitió a las nubes grisáceas soltar una lluvia de nieve sobre las tropas que aguardaban. Tendrían que aguantarse, pensó Hanno. Durante un tiempo no pasó nada. Los númidas seguían cruzando el Trebia y, cuando llegara la caballería romana, seguramente no atacarían de inmediato. Hanno no se equivocó.
Durante la media hora siguiente, los escuadrones de númidas fueron escapando de las falanges y al poco rato Hanno reconoció a Zamar, al que saludó con la mano.
—¿Qué noticias hay?
Zamar puso a su caballo al paso.
—Todo bien. Al principio no estaba seguro de que lo romanos fueran a luchar, pero después empezaron a salir del campamento como hormigas.
—¿Solo la caballería?
—No, también miles de escaramuzadores —sonrió Zamar—. Y después salió la infantería.
«Gracias, gran Melcart», pensó Hanno.
—Estuvimos atacando y retirándonos repetidas veces y, poco a poco, les condujimos al río. Allí es donde sufrimos la mayoría de nuestras bajas, puesto que teníamos que fingir que estábamos asustados —comentó Zamar con una mueca, pero pronto volvió a sonreír—: la cuestión es que funcionó y los soldados a pie siguieron a la caballería hasta el río y empezaron a vadearlo justo cuando comenzó a nevar. ¡Tendrías que haberles visto la cara azul del frío!
—¿Dieron media vuelta?
—No —respondió Zamar complacido—. Quizá necesiten todo el día para llegar, pero todo el ejército está en camino.
—Ha llegado el momento de la verdad —murmuró Hanno con un nudo en el estómago.
Zamar asintió con solemnidad.
—Que Baal Safón os proteja a ti y a tus hombres.
—Igualmente.
Hanno contempló con tristeza al númida mientras conducía a sus jinetes a la retaguardia. ¿Volverían a verse alguna vez? Seguramente no. Hanno no se recreó en la idea. Era demasiado tarde para dar marcha atrás. Estaban todos implicados en la misma situación. Su padre y él. Safo y Bostar. Zamar y todos los soldados del ejército. El baño de sangre era inevitable, así como las muertes de miles de hombres.
Incluso al vislumbrar las primeras filas de legionarios romanos, Hanno estaba convencido de que Aníbal no les decepcionaría.
De cerca
Los númidas habían desaparecido y Fabricius reagrupó a sus hombres junto a la orilla. Cruzaron juntos el río y pasaron por el lugar en que su patrulla había sido aniquilada por Hanno y sus soldados. Quintus trató de no pensar en lo sucedido. Miró al cielo. Había dejado de nevar e intentó sentirse agradecido.
—¿Qué hora es? Debe ser al menos la
hora quinta.
—¿Qué más da? —gruñó Calatinus—. Lo único que sé es que tengo la boca seca y un agujero en el estómago.
—Toma. —Quintus le ofreció su odre de agua.
Agradecido, Calatinus tomó varios sorbos.
—¡Qué fría! —se quejó.
—Da las gracias por no ser un legionario —dijo Quintus señalando el río, donde miles de soldados se estaban preparando para vadearlo en pos de la caballería.
Calatinus hizo una mueca.
—Cruzarlo a caballo ya ha sido lo bastante desagradable. Pobres, el agua les debe de llegar al pecho.
—Con la lluvia del invierno, hasta los afluentes van repletos de agua. Los pobres tendrán que sumergirse varias veces. Me entran escalofríos solo de pensarlo —dijo Quintus.
—El combate les hará entrar en calor —comentó Cincius.
Quintus y sus dos compañeros fueron de los primeros en surgir de la arboleda y se detuvieron en el acto. Soltaron una maldición. La persecución había llegado a su fin.
A unos quinientos metros distinguieron a las tropas cartaginesas. Miles de hombres se extendían de derecha a izquierda.
—¡Alto! —ordenó Fabricius—. Es una pantalla de protección. No tiene sentido que nos acerquemos. Sería un suicidio.
Sus hombres increparon a los jinetes enemigos, de los cuales ya no podrían vengarse.
Fabricius encontró a Quintus y sonrió al ver que estaba ileso.
—Menuda mañana, ¿eh?
Quintus sonrió.
—Sí, padre, pero hemos conseguido asustarles, ¿eh?
—Umm. —Fabricius observó las nubes del cielo y frunció el ceño—. Va a volver a nevar y habrá que esperar un buen rato hasta que comience el combate. Las legiones y los
socii
tardarán horas en estar en posición. Para entonces, los hombres estarán medio muertos de frío.
Quintus miró a su alrededor.
—Algunos ni siquiera llevan capas.
—Están demasiado entusiasmados por batir al enemigo —respondió Fabricius gravemente—. ¿Qué te juegas a que ni siquiera dieron de comer o beber a sus caballos?
Quintus se sonrojó. Había olvidado la norma más básica.
—¿Qué deberíamos hacer?
—¿Ves esos árboles?
Quintus vio el denso hayedo a su izquierda.
—Sí.
—Refugiémonos allí. Quizás a Longo no le haga gracia, pero no está aquí. De todos modos podremos responder rápidamente si hay alguna amenaza para los legionarios, aunque no creo que sea probable. Aníbal ha montado esta pantalla de protección a propósito porque quiere entrar en batalla —declaró Fabricius—. Hasta que empiece la lucha o recibamos órdenes de lo contrario, deberíamos intentar mantenernos calientes.
Quintus asintió agradecido. Era consciente de que la guerra no solo consistía en derrotar al enemigo en combate: tener iniciativa también era importante.
Por lo tanto, mientras que el resto de la caballería y los
velites
esperaban a que los legionarios vadearan el Trebia, Fabricius llevó a sus jinetes a buen recaudo.
Al cabo de dos horas, Hanno no podía dejar de temblar, y sus soldados se encontraban en la misma situación. Era una verdadera tortura estar de pie en una llanura abierta en un clima tan inclemente. La nieve había cesado, pero había sido sustituida por aguanieve y el viento volvía a soplar con fuerza, azotando
a los cartagineses y romanos con una furia implacable. La única oportunidad que tuvieron sus hombres de calentarse fue cuando recibieron instrucciones de retirarse al campamento.
—¡Menudos hijos de puta! —gritó Malchus, que había venido a verle—. ¿Cuándo dejarán de venir?
Hanno contempló el terreno rebosante de soldados que se extendía frente a ellos.
—Debe de ser todo el ejército romano.
—Me imagino que sí —respondió su padre con aire sombrío antes de soltar una carcajada—: piensa que por mucho frío que tengan tus hombres, ellos están mucho peor. Lo más probable es que no hayan comido y, además, están empapados.
Hanno tembló. Se imaginó el frío que debía de causar el viento sobre la ropa y la cota de malla mojadas. Debía de ser desmoralizador y consumir muchas energías.
—Mientras tanto, nosotros estamos preparados y a la espera.
Hanno miró a ambos lados. En cuanto los númidas se habían retirado para guarecerse, él y sus hombres habían vuelto a formar la línea de batalla que había ordenado Aníbal, que consistía en una única línea de infantería con los hombres muy juntos entre sí. Los honderos y los escaramuzadores númidas estaban colocados a unos trescientos pasos frente a la principal línea de batalla. El general no dispuso en el centro a las tropas de infantería más fuertes, los libios y los íberos, sino que ese espacio lo ocupaban unos ocho mil galos.
—¿No crees que deberíamos estar nosotros allí en vez de los nuevos reclutas? —preguntó enfadado.
Malchus le dirigió una mirada calculadora.
—Piensa en ello. Escúchales.
Hanno escuchó con atención y oyó los gritos de guerra y los toques ensordecedores de sus cuernos.
—Están encantados con el honor que les ha concedido Aníbal y ello aumentará su lealtad.
—Así es. Para ellos, el orgullo lo es todo —respondió Malchus—. ¿Y qué mejor que estar en el centro? Pero hay otro motivo. El combate más intenso y las peores bajas se producirán allí también y Aníbal desea evitar que ese sea nuestro destino o el de los íberos.
Hanno miró a su padre sorprendido.