—¿Qué ponía en la espalda del mono de trabajo de color naranja? —continuó Amanda.
El pensamiento de Nova buscaba febrilmente una respuesta. Era como si las ideas volaran por el aire sin conseguir hacerse con ninguna. «Niégalo todo —pensó por último—. Lo niego todo.» —¿A qué mono naranja te refieres? —respondió Nova intentando poner una cara lo más inexpresiva posible.
—El que llevabas puesto la última vez que abriste esta puerta y yo estaba aquí —contestó Amanda impaciente.
—Ah, aquél. Lo he tirado. Me lo ponía para limpiar.
—No te he preguntado si lo has tirado, sino qué es lo que ponía en la espalda.
—Nada.
—Es decir, ¿no ponía nada en la espalda?
—Exacto.
Amanda suspiró profundamente y se tocó cansada la frente.
—¿Sabes quién era Josef Larsson?
El corazón de Nova empezaba a desbocarse. Todas sus fuerzas se dedicaban a recordar.
—No —respondió mientras pensaba: «niega, niega, niega».
Amanda sacó un papel del bolsillo y lo desplegó. Era un artículo donde Nova opinaba sobre Vattenfall.
—¿Reconoces esto? —preguntó Amanda irritada.
—Sí, ya lo he visto —admitió Nova.
—¿Dónde estabas el quince de agosto?
—En los locales de Greenpeace de la calle Göt.
—¿Todo el día?
—Sí.
—¿Y por la noche?
—Bueno, pues estuve allí también. Tenía un
deadline
para un informe.
—¿Puede testificarlo alguien?
—Sí, mis compañeros Arvid y Eddie.
Amanda no tenía nada más que decir en aquel momento, pero se dio cuenta de lo que no hizo Nova: en ningún momento se interesó por qué había ido allí a hacerle aquellas preguntas.
Exactamente a las siete, Lilian Torstensson entró en la sala que compartía con sus compañeras. Para ella era como un deporte sentarse al teléfono en el momento exacto en que se ponía en marcha la centralita, y aquél era uno de esos días que lo conseguía. Las otras dos mujeres sonrieron y la saludaron con la cabeza, pero no les dio tiempo de intercambiar ningún saludo porque los tres teléfonos empezaron a sonar a la vez. «Uf, hoy es uno de esos días», pensó Lilian mientras se instalaba el auricular y contestaba.
—Hola, ¿está Linnea? —preguntó una clara y vacilante voz de chica joven.
—Te debes de haber equivocado —respondió Lilian—. Éste es el teléfono de ventas de SAS.
—Perdón —dijo quedamente la voz al otro lado de la línea.
Después cortó la conversación.
Dos segundos más tarde, volvió a sonar el teléfono. Esta vez se oía a una mujer francesa muy decidida diciendo algo de lo que Lilian no entendió ni una sola palabra.
—
Ce n'est pas chez Jean-Pierre?
—
I am sorry, I don't understand French
—respondió Lilian.
—
Qui est à l'appareil?
—
Do you speak English?
—preguntó Lilian en un nuevo intento de comunicarse, pero recibió un clic en el oído como pago a su esfuerzo.
Cuando levantó la vista para ver a las demás que estaban en la sala, se dio cuenta de que estaban teniendo conversaciones parecidas. En algún sitio, al final del pasillo, se oyó una absurda versión de
The Final Countdown
y el eco de bip-bip del estribillo. «Uf, vaya gente adulta», pensó Lilian.
Nova miraba un montón de bollos que estaban al lado de la caja del Café Cinnamon. Un aroma de pan recién hecho, pesado y suave a la vez, envolvía a los clientes del pequeño café. En los estantes había pan de todas las clases posibles, oscuros, claros, panecillos y hogazas, y en el mostrador había pasteles con frambuesas, galletas de chocolate y magdalenas con arándanos que esperaban a ser compradas y comidas. «¿Canela o cardamomo, canela o cardamomo, canela o cardamomo?», le dio tiempo a pensar a Nova antes de que la mujer del mostrador le preguntara con el acento cantarín de los sueco-finlandeses:
—¿En qué te puedo servir?
Nova, que en ese momento tenía la palabra «cardamomo» en el pensamiento, respondió:
—Un bollo de cardamomo y un té Chai.
Se sintió satisfecha con la respuesta que había dado. Un bollo de cardamomo era justo lo que quería. Mientras preparaban el té se dio la vuelta y saludó a Arvid y a Eddie, que ya ocupaban dos de las veinte plazas que tenía el café. Aquél era su punto de encuentro. Nova vivía en Gamla stan, Arvid en Årsta y Eddie en Mälarhöjden. Cinnamon no sólo estaba en medio, sino que también tenía los mejores bollos y al mejor precio de Estocolmo.
Nova se dio cuenta de que Arvid llevaba gafas nuevas. No sabía cómo explicarlo, pero le hacían una cara más varonil. La rala barba estaba recién arreglada y Nova notó que olía bien. El gran jersey que llevaba tenía dibujos tribales. Nova lo miró una vez más. Había algo diferente en Arvid, pero no era nada malo en absoluto. Apartó la vista de él e intentó aparentar un poco de indiferencia en general y en especial hacia la mesa donde estaban sentados ellos.
Cuando Nova ya tenía la taza en la mano con la bebida caliente, se sentó con los dos chicos en uno de los sofás que estaban pegados a la pared. Antes de hablar, miró a su alrededor. El local estaba casi vacío, a excepción de dos hombres tatuados que estaban sentados junto a una mesa alejada. «Claro, es verdad», pensó Nova. La
House of Pain
, la cadena de centros de tatuaje de los Ángeles del Infierno, estaba en el mismo edificio. Estaba segura de que si oían algo no se lo irían a chivar a la policía.
—La policía ha venido a verme otra vez —dijo Nova en voz baja—, y me ha preguntado por mi mono de trabajo.
Sus amigos se inclinaron hacia adelante para oírla mejor.
—¿Cómo pueden saber nada del mono? —preguntó Eddie, que se tocaba nervioso una espinilla escondida entre las pecas.
—Lo llevaba puesto cuando le abrí. La muy zorra llamó a la puerta a primera hora de la mañana —se defendió Nova—. Me despertó.
—Pero ¿cómo sabía que tenía que buscar un mono de trabajo? —preguntó Arvid.
Nova se encogió de hombros, resignada.
—Pero ¿qué le dijiste? —inquirió Eddie.
—Le dije que lo había tirado.
Nova se acordó de que había puesto el mono en la bolsa de basura que había en el baño, pero que la bolsa no la tiró. «Tengo que hacerlo en cuanto llegue a casa», pensó.
—Debemos ir con mucho cuidado —constató Eddie—. Esto no huele bien.
Su espinilla se había convertido en una herida pequeña y roja. Ahora toqueteaba su taza de café color hueso.
—Me preguntó qué hice aquella noche y le dije que estuve con vosotros. Si os va a buscar, limitaos a la historia del principio. Negad cualquier otra cosa.
Los dos hombres asintieron con la cabeza a modo de respuesta.
Arvid, que normalmente solía ser el que llevaba la voz cantante, estaba inusualmente callado. Ni él ni ninguno de los otros dos dijeron nada en un buen rato. Sorbían sus bebidas calientes y Nova repartió una parte del bollo entre los dos hombres. Al cabo, Arvid, mostrándose sumiso, dijo a modo de disculpa:
—Como no sabía que la policía tenía una pista, envié un virus a la SAS.
—¿Que has hecho qué? —preguntó indignado Eddie mientras una llama roja empezaba a aparecer debajo de sus pecas.
—Pensé que debíamos continuar como habíamos planeado, según la lista, y tuve una idea de puta madre. Quería ver si funcionaba. Toda su centralita va a explotar en el peor de los ataques tipo
denial-of-service
.
—Exactamente, ¿qué es lo que hiciste? —no pudo por menos que preguntar Nova, a pesar de que pensaba que debería haberlo hablado con ellos antes de ponerse manos a la obra.
Si ella hubiera podido elegir, lo habrían suspendido todo y se habrían olvidado de la lista. Pero lo hecho, hecho estaba, y Arvid solía saber lo que hacía cuando se trataba de ordenadores, así que no estaba tan intranquila como Eddie. «¿Cómo podía la policía relacionar un ataque viral con el asesinato del presidente de Vattenfall?», pensó Nova. De todas formas, SAS tenía lo que se merecía.
Lo cierto era que los vuelos «sólo» representaban el diez por ciento de la emisión de dióxido de carbono del sector de transportes que se emitía en Suecia, pero iba en aumento, solía señalar Nova.
La emisión se realizaba a gran altura, lo cual afectaba al clima mucho más que cuando sucedía cerca de la superficie de la Tierra. Además, la empresa SAS era probablemente la principal responsable de la mayor parte de las emisiones de dióxido de carbono en el sector de viajes sueco. Sus aviones eran viejos, y su estrategia consistía en aumentar el número de vuelos y, a la vez, quitar importancia ante los medios de comunicación a la incidencia de los vuelos en el cambio climático. «Desgraciados de mierda», pensó Nova mientras escuchaba con interés la manera en que el virus de móvil de Arvid iba a atacarlos.
Como era habitual, Amanda estaba en cualquier otro sitio que no fuera su despacho. Evitaba todo lo posible permanecer allí mucho tiempo. Aquello había sido, a lo largo de los años, motivo de unas cuantas bromas. Recientemente, su jefa propuso que llevara siempre un emisor de GPS en el bolso para que fuera posible localizarla cuando se la requiriera. Amanda no entendía esa necesidad de presencia física. Llevaba el móvil y casi siempre respondía cuando la llamaban. Eso debería ser suficiente.
En aquellos momentos estaba inclinada junto a Kent, uno de sus compañeros más sobresalientes en cuanto a constitución e inteligencia. Los dos miraban la pantalla del ordenador de él y ella se exasperaba por no haber buscado antes a Nova Barakel en la red.
—Joder —fue lo único que sus labios manifestaron cuando acabó de leer.
—Vaya mierda —dijo Kent para demostrar que estaba de acuerdo.
Nova había matado antes.
Cuando tenía quince años se había cobrado una vida. La estadística decía dos cosas: una, que apenas existían mujeres que fueran asesinos en serie, y la otra, que reincidir con otro asesinato era extremadamente inusual. Pero Nova podía matar, estaba demostrado porque ya lo había hecho.
Además, brutalmente.
Por el momento fue suficiente para Amanda. No iba a borrar a Nova Barakel del caso a la primera de cambio. La mirada decidida de Kent le indicaba lo mismo.
Iban a vigilar a Nova con lupa.
A Nova no le resultó difícil encontrar ropa negra en su armario. El problema era escoger algo que fuera apropiado. Aunque pensaba que no iría mucha gente al entierro de su madre, no quería ir vestida con mal gusto. A pesar de todo lo que había ocurrido, tenía el respeto, casi miedo, a su madre profundamente metido en la médula espinal. El montón de ropa que guardaba en el armario con calaveras dibujadas quedaba descartado. Nova apartó de golpe la idea de que la calavera de su madre se había introducido allí.
Finalmente, eligió un par de pantalones negros lisos y un pulóver que era excesivamente caluroso para aquella época del año. «Es lo que hay», pensó Nova mientras guardaba una botella de agua del grifo para refrescarse.
Antes de salir se miró en el espejo. Después de controlar su aspecto se quitó un
piercing
de la lengua y las anillas de la nariz y de las cejas. Se dejó sólo dos en las orejas. «De todas formas, es la última vez que veo a mi madre —pensó—, y si había algo que no le gustaba eran mis adornos.» Después hizo una anotación mental de que debía ponerse la pieza en la lengua cuando volviera. No quería volver a hacerse aquel agujero. Las rastas se las compuso en un respetable nudo en la nuca. Lo último que hizo fue controlar detenidamente que no se viera la cicatriz y se subió el cuello del pulóver para mayor seguridad.
Nova se arrepintió de la elección de su ropa en cuanto abrió la puerta, pero era demasiado tarde para cambiarse. Los rayos del sol quemaban sin misericordia. «Será bien jodido —constató cuando sacó la botella de agua, que aún estaba fresca—. Espero que en la iglesia no haga calor.» Nova tardó un minuto en llegar hasta la catedral llamada Storkyrkan, que estaba a una manzana. La elección de la organización del entierro fue más lo que Nova quiso que lo que su madre hubiera deseado. En el testamento no ponía nada de la ceremonia en sí, de modo que Nova eligió su iglesia favorita. Después de hablar con la compañía que organizaba los entierros, no le quedaron ganas de pensar nada más. Luego, cuando ya estaba todo listo, supuso que su madre seguramente no habría elegido una iglesia, sino un entierro civil. Pero ya era demasiado tarde para hacer cambios.
Nova tomó la calle Trångsund y vio la torre del campanario de Storkyrkan alzarse ante sus ojos. Las partes más antiguas de la iglesia eran del tiempo de Birger Jarl, pero había sido reconstruida y ampliada tantas veces que sólo en el muro norte de la torre había quedado algo del edificio original. No era la magnífica fachada barroca o lo cerca que estaba de su casa lo que hacía que fuera la iglesia favorita de Nova, sino su interior gótico. «Si ha de haber iglesias, por lo menos que sean así de guapas», pensaba Nova.
Cuando era niña, Storkyrkan le había servido para otros menesteres que los religiosos. Los días que no quería ir a casa había pasado horas dentro de la iglesia, soñando entre pinturas y esculturas. Su favorito era un san Jorge con el dragón del siglo XV. En el pecho de la escultura había reliquias del mismísimo san Jorge y de otros dos santos. Las envió el Papa por correo en el siglo XIII. Nova solía sentarse en la piedra de una tumba alta para contemplar la estatua.
A veces se imaginaba que era el caballero dorado, a veces el dragón con coraza y la lengua viperina, pero nunca la princesa. Ésta estaba con sus mansas cabras estorbando la vista a Nova.
Otras veces Nova pensaba en quiénes serían las personas de la tumba donde se sentaba. En la piedra estaba grabado: «Esta tumba pertenece al señor comerciante Anders Rothstein, la querida esposa de Anders y los herederos forzosos, 1754.» Nunca llegó a comprender aquello de «herederos forzosos». Imaginar que la vida se acaba y el único título es el de heredero forzoso. En ese momento, Nova era uno de ellos, pero esperaba que nunca lo pusiera en su tumba.
Atravesó la entrada principal y, a paso rápido, recorrió la sala de armas, donde los hombres de los tiempos antiguos dejaban su equipamiento bélico. Después abrió las puertas interiores, de color azul violáceo claro con detalles dorados. Por encima, en forma de sol, brillaban las letras que significaban Dios en hebreo, «JHVH».