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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (6 page)

—Tú que te llamas Moses deberías saber lo que significa —le exigió Amanda al señalar la pared con la cabeza.

—El hecho de llamarme Moses no significa que me sepa la Biblia de memoria. Aunque lo cierto es que he leído este pasaje alguna vez hace tiempo. Creo que el capítulo seis tiene algo que ver con el Arca de Noé. Pero no estoy seguro.

—Tendré que mirarlo cuando vuelva a la oficina.

—¿No deberías ir a casa y curarte?

—Bah, no cuesta nada buscarlo en la red —respondió Amanda como si estuviera sana como un roble.

Cuando Amanda salió por la puerta de la calle Drottning le entraron unas irreprimibles ganas de tomarse una Coca-Cola. «Seguro que eso acaba con mi malestar», pensó, imaginándose una bebida fría en un vaso con hielo y burbujas. El sol que le quemaba la cabeza hizo la imagen aún más atractiva. Al otro lado de la calle había un Seven-Eleven. Se dirigió hacia allí de prisa y pidió una Coca-Cola, pero no
light
, como solía tomarla; necesitaba todas las calorías que su cuerpo había eliminado. En el bolsillo encontró un billete de veinte para pagar; lo último que quería hacer era tener que abrir el bolso y ver la asquerosidad que había dentro.

Cogió el vaso de plástico y se sentó junto a la ventana para recuperarse y concentrarse. El estómago admitió la bebida sin protestar. Aquello funcionaba, constató al cabo de unos minutos. Se le aclararon las ideas y el malestar disminuyó notablemente.

Mientras reflexionaba en cómo se sentía, miró a través del gran ventanal. Sus ojos vagaban sin objetivo observando la fachada de enfrente. De pronto se paró junto a una silueta conocida. Era la ancha constitución de Moses, que se veía en la ventana del quinto piso. «Desde aquí se tiene una buena vista del lugar del crimen», pensó Amanda. Unos segundos más tarde se dio cuenta de lo que significaba aquello. Alguien podía haber estado sentado allí y ver algo de lo que había ocurrido. Incluso el portal se veía desde allí.

Amanda se dirigió hasta el joven de los granos que estaba detrás del mostrador leyendo un tebeo del Pato Donald. Después de enseñarle la placa le preguntó:

—¿Quién trabajó aquí ayer?

El chico se puso nervioso y cerró el tebeo de inmediato, y luego se le cayó al suelo cuando intentaba ponerlo en la estantería. Amanda había experimentado muchas veces que había personas que se ponían nerviosas sólo por saber que era policía, así que se esforzó para hacer como si no se diera cuenta de que al chico le temblaban las manos.

—Yo —respondió—, tenía el turno de tarde. ¿Por qué lo pregunta?

—¿No te darías cuenta de lo que pasó en la casa de enfrente? Quiero decir en el último piso.

—No, qué va. Desde aquí sólo veo la planta baja —dijo señalando el ventanal con la cabeza.

Amanda le siguió la mirada y vio que tenía razón.

—¿No vas nunca hasta la ventana?

El dependiente de los granos negó con la cabeza.

—Siempre estoy aquí sentado —continuó mientras señalaba una silla que había detrás del mostrador.

—¿Qué me dices de los clientes? ¿Había gente junto a la ventana? —preguntó Amanda.

Él lo pensó un momento, se apartó un grasiento mechón de la frente y respondió:

—Sí, estuvo un rato una chica de la compañía de teléfonos, de Televerket. Bastante rato, por cierto.

—Querrás decir de Telia —rectificó Amanda.

—Bueno, igual ponía Telia en el mono de trabajo. De todas maneras, era de color naranja.

«Mono naranja. ¿Dónde he visto uno así recientemente?», pensó Amanda y siguió preguntando:

—¿Pagó con tarjeta?

—No, al contado. Tomó un café y un trozo de empanada —dijo el dependiente, y señaló una estantería donde había comida vegetariana.

—¿La habías visto antes?

—No. Además, llevaba gorra.

Al oír la palabra gorra Amanda se acordó de dónde había visto un mono de color naranja. «Esta mañana Nova llevaba un mono de trabajo de color naranja», pensó.

Nova miraba fijamente la pared, que estaba desnuda a excepción de un póster igual al que decoraba la llamada célula: la fotografía del buque de Greenpeace, el
Rainbow Warrior
. Arvid se había preocupado de conseguirle un ejemplar del póster a Nova y ella, a falta de otra cosa, lo había colgado allí. Había cerrado con llave la puerta del dormitorio y estaba sentada en su cama deshecha. En la habitación no había muchas cosas, sólo algunos muebles que Nova tenía desde que era pequeña. La colcha desgastada estaba tirada en el suelo y una nube de polvo había encontrado lugar en uno de sus pliegues. Marilyn Manson predicaba desde el estéreo:

I am not a slave to a God that doesn't exist.

I am not a slave to a world that doesn't give a shit.

Nova ni se había duchado ni se había cambiado de ropa. Del mono de trabajo salía un olor a sudor viejo, aunque ése era el menor de sus problemas. Ni siquiera era consciente de ello.

«No puedo seguir sin hacer nada. Debo trazar un plan», pensó. No era fácil aclarar la situación. No entendía qué estaba pasando. Aquella noche había dormido poco porque no paraba de dar vueltas a los pensamientos una y otra vez. No se atrevía a apoyar la cabeza en la almohada y descansar. «No puedo seguir aquí», pensaba cuando sonó el móvil.

—¿Nova Barakel? —preguntó la voz fuerte de un hombre mayor.

—Hummm —respondió Nova con reservas.

—Soy Nils Vetman, el abogado de tu madre.

Primero Nova creyó que el hombre mentía. Después se dio cuenta de que también los abogados tienen abogados.

—Tengo el testamento de tu madre —continuó.

—Ni sabía que había hecho testamento —respondió Nova casi preguntando.

Nova había dado por supuesto que su madre no había hecho testamento. Siempre le había parecido que se creía inmortal.

—¿No te lo había dicho? —preguntó Nils retórico.

—Y ¿qué pone? —inquirió Nova.

—Según el testamento, tengo que leerlo ante tu presencia y la del otro beneficiario.

A Nova le costó digerir lo que el abogado había dicho. Su madre no tenía más parientes, que ella supiera.

—¿Quién es? —inquirió.

—Es una fundación, FON.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que hacen?

—Lo siento, pero no lo sé. Tengo tiempo mañana, si te va bien venir.

Nova se quedó un momento mirando el móvil después de que la conversación terminara. La relación con su madre siempre había sido complicada. ¿Era aquélla la última forma de castigarla? ¿Demostrarle desde la tumba que era ella la que aún decidía? Una chispa de rabia se encendió en el interior de Nova y fue suficiente combustible como para ponerse en marcha. Cogió un montón de ropa, abrió la puerta y miró hacia el pasillo. Estaba igual de vacío y silencioso como las últimas semanas. Después, fue hasta el baño, entró y cerró rápidamente la puerta tras de sí.

Las baldosas en tonos grises y el lavabo cuadrado le daban al baño una atmósfera asiática. A diferencia del resto de la casa, lo habían renovado recientemente y era bastante más grande que la mayor parte de los baños de Gamla stan. Una fuga de agua había obligado a la madre de Nova a arreglarlo, y cuando hacía las cosas las hacía a conciencia. Ahora había ducha y una bañera de rincón de hidromasaje. Nova se había preguntado muchas veces por qué había hecho instalar una bañera. A ninguna de las dos les gustaba bañarse. En realidad, Nova le tenía miedo al agua aunque casi nunca lo reconocía ante sí misma. Ducharse y mantenerse limpia no era ningún problema, pero en cuanto había más de un chorro o un charco se echaba hacia atrás. Ni siquiera tenía biquini.

Tiró el mono de trabajo a la bolsa de la basura y se colocó las rastas en una suerte de moño. Cogió la alcachofa de la ducha y dejó correr el agua hasta que salió tibia pero no caliente. El sol estaba ya muy alto en el cielo y anunciaba un día tan caluroso como el anterior. No quería empezarlo con calor y abotargada. Nova entró en la ducha y dejó que el agua se llevara el sudor y la angustia. En su cabeza iba tomando forma un plan: tenía que reconquistar la casa. Quería sentirse segura en algún sitio. De pronto pensó en ello. Igual al día siguiente la casa ya no le pertenecía. O mejor dicho: nunca habría sido suya.

Cuando Nova bajó la temperatura del agua hasta que salió fría como el hielo, ya había tomado una decisión. Antes de ir a ver al abogado, actuaría como si la casa fuese suya. Recordaba de forma difusa una clase en bachiller en la que aprendió que, según la ley, le pertenecía la mitad de todas las pertenencias de su madre. En ese caso, había muchas posibilidades de que se pudiera quedar la casa, que además estaba libre de hipotecas. Salió de la ducha refrescada y con una energía que le corría por todo el cuerpo. Se vistió de prisa. El texto de la camiseta negra apareció ante ella en el espejo:
«Who the fuck is Armani?»
Nova se dejó el pelo recogido. Con un lápiz maquillador camufló la cicatriz que tenía de un lado a otro del cuello. Era como si el recuerdo del hecho que produjo aquello se borrara con el grueso maquillaje. Tapar la cicatriz se había convertido en rutina y así no tenía que aguantar miradas, preguntas ni comentarios de lástima. Así no tenía que pensar en lo que ocurrió porque no quería recordarlo en absoluto.

La cicatriz había desaparecido y Nova estaba lista.

La casa volvería a ser suya.

Armada con el hierro 4 de golf de su madre, subió de nuevo al desván. Nova desmontó rápidamente el ordenador y desconectó los cables que venían de las cámaras. En el piso de abajo los cables estaban empotrados, pero en el desván corrían por el suelo. Tardó un poco en hacer que el nuevo cableado fuera lo más invisible posible. Tuvo suerte porque había suficiente cable para que llegara hasta la habitación de Nova. Montaría su propia central de vigilancia; no era el lugar más estratégico de la casa, pero allí se sentía segura.

Cuando el ordenador estuvo de nuevo montado y funcionando, Nova bajó hasta la biblioteca, que estaba al lado del recibidor y tenía una ventana que daba a la calle. Cogió una silla, se subió en ella y pasó la mano por delante de la cámara que vigilaba la pared donde había cuadros. La giró noventa grados para que enfocara a la ventana y la puerta de entrada. Nova había leído que era ilegal vigilar un lugar público. «Que me denuncien», pensó por segunda vez y se encogió de hombros. Dejó el hierro 4 junto a la puerta y subió a la seguridad de su dormitorio.

Amanda recuperó las ganas de vivir cuando abrió la puerta de su pisito de un solo ambiente en el barrio de Södermalm. En la frente tenía una película de sudor, pero el malestar había desaparecido. Sin quitarse los zapatos, atravesó la sala y abrió la ventana francesa. Dos inspiraciones profundas hicieron que se relajara. Fuera había un frondoso patio con cenador. La mayor parte de las plantas de Estocolmo estaba amarilla y seca, pero los rayos de sol sólo llegaban hasta el patio a última hora de la tarde y por eso no habían conseguido secar el césped. Los helechos se envolvían en sí mismos y, además, crecía el musgo. El aire casi se sentía fresco.

Amanda se dio la vuelta y se quitó los zapatos tirándolos al aire. Uno se fue volando a través del piso de veintiséis metros cuadrados hasta llegar al recibidor, según lo calculado.

El otro dio contra la librería, rebotó y aterrizó sobre el teclado del ordenador con un ruido. Amanda no se preocupó de cogerlo sino que estiró los dedos de los pies, a los que también había liberado de los polvorientos calcetines de nailon.

Después volvió a mirar el ordenador. «La cita de la Biblia», pensó. Fue hasta la máquina y tecleó «biblia». No se quedó muy convencida con lo que apareció en la pantalla.

Los
nefilim
existían en la tierra por aquel entonces (y también después), cuando los hijos de Dios se unían a las hijas de los hombres y ellas les daban hijos: éstos fueron los héroes de la antigüedad, hombres famosos.
(Génesis 6, 4)

«¿Qué tiene esto que ver con la muerte del presidente de una empresa que cotizaba en Bolsa?», pensó Amanda. Su pensamiento se vio interrumpido por un pinchazo en el estómago.

Fuerte.

Apoyó la mano sobre el escritorio para inclinarse hacia adelante y gimió.

Nova despertó de su inquieto sueño porque llamaban a la puerta.

Lo primero que vio fue la imagen de la cámara de vigilancia que enviaba desde la biblioteca. Arvid y Eddie se movían entrecortadamente en la pantalla del ordenador.

Nova respiró aliviada.

Los tejanos se le pegaban en los muslos por el calor y notó que tenía la cara hinchada y abotargada. El efecto de la ducha había desaparecido hacía rato. El reloj del móvil indicaba que eran las 18.15 y, despacio, se levantó de la cama. Los golpes en la puerta aumentaron de volumen insistiendo para que se diera prisa. Nova suspiró y bajó a abrir.

Dejó entrar a sus amigos, cerró la puerta tras ellos y cerró con llave la cerradura de seguridad. Arvid y Eddie la miraron interrogantes. Aún se sorprendieron más cuando entraron en el recibidor y descubrieron lo que antes eran cuadros y ahora se había convertido en un montón de basura.

—¿Qué cojones ha pasado aquí? —preguntó Arvid.

—Me cansé de esos cuadros —dijo Nova con sinceridad.

—Ya lo veo —se rió Eddie—. Nadie te puede acusar de ser poco dramática.

Arvid también sonrió y después se echó a reír abiertamente. Los otros dos lo imitaron.

—Si te digo la verdad, a mí nunca me han gustado —reconoció al cabo de un momento.

Nova no podía dejar de reír histéricamente, pero los dos jóvenes vieron que intentaba explicarse.

—Qué bien que hayáis venido. Esto es demasiado.

—Lo entendemos —respondió Arvid—. Hemos pasado para saber cómo estabas.

Arvid le puso una mano protectora en el hombro y ella sintió que aquel calor le recorría todo el cuerpo.

—No es sólo por lo que pasó ayer noche —explicó Nova haciendo un gesto con la cabeza para que subieran por la escalera.

Eddie y Arvid la siguieron hasta su dormitorio sin preguntar más; por experiencia sabían que la explicación vendría cuando Nova quisiera darla. Ni un segundo antes. Pero cuando Eddie vio el ordenador en el que aparecía información continuada de la vigilancia, no pudo aguantarse.

—A ver, explícanos qué pasa.

Y Nova les explicó.

—¿Estás completamente segura? —preguntó Arvid—. Tu madre quizá guardó sus documentos en un servidor central. Y tú igual te llevaste el CD a otro sitio.

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