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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (4 page)

El calor de agosto le dio de cara cuando dejó su puesto de trabajo en el 37 de la calle Berg. La ropa se le pegaba al cuerpo y le parecía que estuviera a punto de desmayarse. El sol quemaba la acera de la jefatura de Kungsholmen y los tacones altos de Amanda levantaban un fino polvo que se le pegaba a las pantorrillas, formando una línea de suciedad. El Golf rojo estaba a sólo unos metros y el aire acondicionado del coche la salvó del bochornoso día. En cuanto puso en marcha el motor, la voz de Madonna de los años ochenta salió por los altavoces. Hacía poco que Amanda había comprado el disco «Like a Virgin» por segunda vez en su vida. El primero era un LP que se había rayado hacía tiempo y que además le había estropeado el tocadiscos.

Cuando el problema de la temperatura estuvo solucionado, Amanda pensó en el siguiente: cómo explicarle a la hija de la mujer que se había incrustado en la gasolinera que el resultado de la investigación indicaba que se había dormido al volante. ¿Por qué había aceptado trabajar horas extra en la Brigada de Homicidios aquella noche? Si no lo hubiera hecho, no habría tenido que ver con aquel caso. «Pero el dinero no crece en los árboles», pensó Amanda, y suspiró al darse cuenta de que aquello acabaría seguramente en un enfrentamiento.

La hija de aquella mujer se había opuesto violentamente a la teoría de que su madre se hubiera dormido y, más aún, a que se hubiera suicidado. «Probablemente porque la hija no soporta la idea de que su madre haya provocado la muerte de otra persona», pensó Amanda. Pero no había signos de que hubiera ocurrido otra cosa. El forense no pudo hacer más que identificar el cuerpo destrozado a partir de los datos que había aportado la hija: una marca de nacimiento en forma de espárrago en el muslo, un tatuaje borrado en el brazo y el incisivo roto pero arreglado. Era innecesario que ningún familiar viera el cuerpo en el estado en que se encontraba. El forense también había constatado que la madre no iba bebida ni había ingerido veneno. La investigación de los restos del coche tampoco dio resultado alguno. El veinte por ciento de los accidentes en carretera se producen por cansancio, así que no se trataba en absoluto de una suposición sin fundamento ya que el choque había ocurrido tarde por la noche, después de un largo día de trabajo.

Pero para un pariente cercano no debía de ser fácil asimilarlo.

Los pasajes de Gamla stan eran un caos completo de calles de una sola dirección. Amanda buscaba en su cabeza la calle donde vivía la hija de aquella mujer. El malestar volvía a hacerse presente y le bloqueaba el contacto entre las neuronas. Aquello la obligó a que el pequeño coche diera tres vueltas de más por la isla antes de que Amanda encontrara la casa y aparcara en la esquina, sobre la acera. La calle Präst era demasiado estrecha para parar sin que quedara bloqueada totalmente, y una señora con un carrito a cuadros escoceses protestó irritada. Amanda murmuró algo sobre un asunto policial y la señora se ablandó y se hizo a un lado; no quería interrumpirle el paso a la autoridad.

Amanda se dio cuenta de que el nombre de la madre figuraba en la puerta. Barakel. «Me pregunto de dónde vendrá este nombre», siguió pensando. No había timbre. Llamó fuerte con la mano, pero dentro no se oía ningún ruido. Amanda intentó mirar por la ventana que había al lado de la puerta, pero no le dio tiempo de ver nada a través de la rendija que había entre las cortinas, ya que, de pronto, la puerta se abrió y Nova se la quedó mirando.

Había algo diferente en ella. La última vez que se vieron, Amanda se preguntó por qué ocultaba su belleza detrás de un maquillaje grueso y oscuro, botas enormes y aros en la nariz. Ahora no llevaba maquillaje e iba vestida con un mono de trabajo de color naranja. Sin embargo, tenía los mismos pómulos altos y unos ojos de color azul intenso por los que muchas mujeres pagarían un alto precio. Tenía la cara hinchada y se la veía cansada, como si acabara de despertarse. Amanda se esforzaba en no mirarle una blanca cicatriz que le iba de un lado a otro del cuello. Seguramente, Nova solía maquillarla, porque Amanda no se la había visto antes.

Un ácido olor a sudor alcanzó las fosas nasales de Amanda. El estómago reaccionó inmediatamente y lo poco que le quedaba dentro intentó salir afuera.

—¿Puedo ir al lavabo? —se vio obligada a preguntar.

—En serio —respondió Nova, escéptica—, ¿llamas a mi casa para ir al lavabo?

—No, pero me harías un favor si me dejaras utilizarlo. Ahora.

Nova pareció dudar. Miró hacia el recibidor y después a Amanda. Se encogió de hombros y se hizo a un lado. Amanda entró de prisa en la casa pisando el suelo lleno de cristales, papeles y marcos rotos. «A Nova tienen que haberle entrado a robar», le dio tiempo de pensar antes de entrar corriendo en el baño.

A pesar de que sólo pudo vomitar muy poco, las arcadas hicieron que el malestar desapareciera. Amanda se enjuagó la boca cuidadosamente y se encontró con la mirada de sus propios ojos enrojecidos. «Tengo que pedir la baja», pensó antes de salir para hablar con Nova.

—Habré comido algo en mal estado —le explicó a la mujer veinte años menor que ella.

Nova no dijo nada, pero miraba a Amanda con lástima aunque, a la vez, había algo defensivo en ella.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Amanda mientras señalaba con la cabeza el desastre del suelo y movía un marco roto con el pie.

—Limpieza a fondo —respondió Nova, incisiva.

—Yo diría que es todo lo contrario.

Nova dejó pasar el comentario y se quedó callada. Mientras tanto, Amanda estudiaba el recibidor. Las paredes irregulares con huecos e imprecisiones hablaban de cientos de años de restauraciones y cambios. No había cuadros colgando, pero los agujeros de las alcayatas indicaban que no siempre había sido así. Bajo sus pies había un suelo bonito de mosaico. «Es nuevo aunque de estilo antiguo», aventuró Amanda y se volvió hacia Nova, ya que pensaba que no le daría ninguna explicación de aquel desastre.

—Estoy aquí para hablar de tu madre —explicó.

De repente cambió la expresión corporal de Nova y sus ojos brillaron de interés.

—Hemos decidido cerrar el caso. Sencillamente, no hay ningún signo de que haya sido otra cosa que un trágico accidente.

—Pero ¿es que no entendéis que mi madre no se hubiera suicidado nunca? ¡Ni hablar!

—Pero tu mamá... tu madre... puede haberse dormido o distraído, sencillamente. Eso le ha ocurrido a mucha gente.

—No a mi madre. No la conocías. A ella no se la podía distraer, así de simple.

—Entiendo lo que sientes, pero no tenemos nada en lo que basarnos.

—Entonces, ¿no sirve de nada lo que yo digo?

Amanda hizo un gesto de disculpa con las manos.

Nova dio un paso hacia un lado para demostrar a Amanda que se podía ir. Sus ojos estaban más oscuros de lo normal y tenía las cejas fruncidas.

Al salir, Amanda vio que la estaba observando una cámara instalada en una de las esquinas del recibidor. «Bien, pero extraño —pensó—. Si tienen dinero para una casa en Gamla stan, seguramente también son propietarios de objetos valiosos que pueden ser robados.» Lo último que Amanda vio antes de que Nova cerrara la puerta detrás de ella, fue su mano. La tenía ensangrentada e hinchada. Amanda no podía volver a llamar y preguntarle qué había pasado. Algo andaba mal, constató, pero se preguntó si alguna vez lograría saber qué era.

El accidente de coche se había producido la noche de un miércoles, bastante tarde.

La policía llamó a la puerta unas horas después. El número de la matrícula había sobrevivido al tremendo incendio, pero el cuerpo estaba completamente destrozado y en parte quemado, de manera que resultaba irreconocible. «Típico de ella —había pensado Nova—. Dejar esta vida con un choque impresionante y llevarse a otros con ella.»

Los dos empleados de la gasolinera habían muerto también, y un montón de palomas que estaban allí en ese momento atraídas por la peste del contenedor de la basura que había en la esquina. Habían salido como antorchas volantes y después cayeron a unos metros de allí en su desesperado vuelo. El olor a carne quemada seguía en el lugar al día siguiente, cuando Nova fue a verlo. No quiso saber nada de las víctimas inocentes. No lo soportaba. Sin embargo, preguntó cómo su madre pudo entrar en la gasolinera a ciento cuarenta kilómetros por hora. Depresión y suicidio, opinó la policía. De ninguna manera, fue la respuesta de Nova. Pero, al parecer, no la habían escuchado.

La investigación de la Científica no aportó pista alguna y la conclusión final fue que se había quedado dormida al volante. Nova no estaba convencida en absoluto, sino que llegó a pensar que tenía que haber sido algún fallo en el coche que no habían descubierto. A menos que la actuación de su madre, de una vez por todas, se hubiera superado a sí misma. Ya había pasado por encima de muchos cadáveres.

Y ahora ella era uno de ellos.

A través de la ventana, Nova vio que la policía doblaba la esquina y desaparecía de su vista. Se sentó al escritorio de su madre en el sillón de piel ajada que nunca antes había utilizado. La prohibición no había sido nunca pronunciada, pero estaba clara: el despacho era privado y no podía entrar ningún intruso. Ni siquiera Nova. A pesar de que hacía dos semanas que era la única propietaria de la casa de Gamla stan, no se sentía cómoda allí. Era como si dos ojos le quemaran la espalda. Nova se sacudió aquella sensación y puso en marcha el ordenador. En realidad, primero había pensado tirar aquella máquina moderna y así no tendría que hacerse cargo de los negocios de su madre, pero su ordenador portátil se había estropeado y le parecía absurdo tirar los dos.

Apareció la ventanilla del código. Nova podía encontrar un programa en internet que resolviera el problema, pero tardaría. La alternativa era llamar a Arvid y pedirle ayuda. Era fenomenal en el tema de ordenadores, pero entonces tendría que darle explicaciones. Se paró un momento a pensar. Hubiera sido muy agradable tener a Arvid a su lado y compartir con él todas sus preocupaciones, pero también sería complicado. Difícil de explicar. Se abstuvo de marcar su número y decidió, como solía hacer, apañárselas ella sola.

Nova probó una serie de códigos: el número de su casa, la matrícula del coche y el código postal. No dio resultado. Miró a su alrededor: una librería llena de libros ocupaba toda una pared; las otras estaban adornadas con cuadros del gusto mórbido de su madre. Delante del ordenador había un cuadro con una cita enmarcada:

Por mi parte, voy a traer el diluvio, las aguas sobre la tierra, para exterminar toda carne que tiene hálito de vida bajo el cielo: todo cuanto existe en la tierra perecerá.
(Génesis 6, 17)

El versículo siempre había estado allí y Nova nunca se había detenido a pensar por qué. No creía que su madre fuera religiosa; tenía que ser un recuerdo que había guardado. O quizá un recordatorio de lo único que Nova y su madre tenían en común: el interés por el cambio climático.

A Nova le había sorprendido mucho que su madre, la ocupada mujer plenamente dedicada a su carrera, tuviera alguna opinión sobre el efecto invernadero y el aumento del nivel del agua en la tierra. En su interior afloró un pensamiento. Hacía muy poco que había visto otra referencia al Génesis, pero no quería pensar en ello, no quería verse obligada a pensar en lo que había vivido.

Probó a entrar con ese código: Génesis 6, 17. El ordenador respondió dejándola entrar amablemente. Se preparó para borrar todos los documentos, ya que no le apetecía husmear en los secretos de su madre. Le importaba un bledo si había algo que se refiriera a los clientes. «Que me denuncien —pensó Nova—, pero no me da la gana de fisgonear en lo que queda.» Abrió «Mis documentos» y el resultado fue una carpeta vacía. No había ni un solo nombre. Nova probó de nuevo y obtuvo el mismo resultado. Después se quedó pensando un momento. Debió de guardarlos en algún otro sitio, supuso, y volvió a buscar. Pero no logró encontrar ni un solo documento. Ni tampoco había un solo programa aparte de la instalación estándar de Microsoft.

«Algún cabrón ha limpiado el ordenador», constató Nova.

Cuando pudo aceptar aquella conclusión, miró intranquila a su alrededor. Alguien había entrado en su casa y había borrado todo lo que había en el aparato, todo lo que su madre había estado guardando.

«¿Quién cojones lo habrá hecho?», pensó Nova.

Después, cerró bruscamente el ordenador y se levantó con rapidez. «No puedo más», pensó mientras abandonaba la habitación y se dirigía al piso de abajo.

La cocina era el lugar preferido de Nova y a la vez un enigma. Fue hasta los fogones de gas y puso a hervir un cazo con agua. No era sólo que todo tuviera un estilo antiguo, estaba segura de que la mayoría de lo que había allí era tan viejo como parecía; las cazuelas hechas a mano y la mesa de roble macizo tenían cicatrices de cuchillos y cazuelas calientes de generaciones anteriores. En especial, Nova se preguntaba por todos aquellos pequeños barriles, moldes para el pan y rodillos. ¿Quién los había utilizado y por qué estaban en su cocina? Ni ella ni su madre tenían especial interés en preparar comidas. La cocina había sido como un refugio para Nova dado que era muy raro que su madre apareciera por allí.

Mientras el agua se calentaba, Nova llenó un colador con té Chai y lo puso en una gran taza de flores de estilo inglés. La llenó hasta el borde con agua caliente y dejó el lugar para trasladarse a su propio mundo de fantasía. En el sótano había un polvoriento sofá delante de un televisor mastodóntico de los años ochenta. Nova elegía con cuidado sus DVD. Apartó
Buffy Cazavampiros, A todo gas 2
y
X-Men
y eligió
Misión: Imposible III
. Cierto que Tom Cruise no podía consolarla, pero sí hacerle olvidar durante un par de horas; las películas de acción eran su gran vicio.

Después se vería obligada a tomar las riendas de su vida.

Sin embargo, en ese momento no tenía fuerzas para hacer ningún plan. Le dio un buen sorbo al té y pulsó «play». Después se tumbó exhausta en el sofá.

Amanda cogió el móvil para llamar a su jefe en la Brigada de Crímenes con Violencia y darse de baja por enfermedad, pero el servicio de guardia de Homicidios se le adelantó.

—¿Puedes ir hasta la calle Drottning? Una patrulla que ha ido allí ha constatado un doble asesinato.

El pensamiento de irse a dormir a casa fue sustituido por la adrenalina. «Seguro que aguanto un rato más», pensó Amanda mientras salía de Gamla stan en el coche a gran velocidad. Vio en seguida dónde debía parar, ya que dos coches de policía estaban aparcados delante de la entrada y un agente de uniforme hacía guardia en la puerta. Los curiosos pasaban por delante mirando de reojo, pero no se había formado ningún corrillo, aunque a una manzana de distancia había un chico de unos veinte años que vendía perritos calientes, que parecía más interesado en lo que hacían los policías que en sus propios clientes.

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