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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (2 page)

Junto a una pared había un sofá de piel negra con reposapiés. Nova fue hacia allí y escribió «Dinero manchado de sangre» a lo largo del respaldo. Satisfecha, dio un paso hacia atrás para admirar su obra.

Cuando escribió
Dirty Thirty
en la pared opuesta, pensó que se le debía de haber caído pintura en el suelo. Miró el frasco de
spray
, pero no vio que se saliera, así que se sintió tranquila. No era el mejor momento para quedarse sin pintura. Luego se agachó y dirigió la luz de la linterna que llevaba en la cabeza hacia la mancha y notó que era de un color algo más marrón oxidado que las palabras que acababa de escribir. Parecía como si estuviera seca. Al pasar el haz de luz por el suelo descubrió dos manchas más que estaban igual de secas y eran del mismo color.

Una inquietud le recorrió todo el cuerpo sin que Nova se atreviera a formular el pensamiento. Cuando se acercó a las otras dos manchas, se dio cuenta de que eran el principio de una huella. Una larga fila de manchas salían de la sala de estar y entraban en las habitaciones cercanas. Algunas se habían filtrado a través de las rendijas del parquet y seguirían allí durante mucho tiempo.

En el camino que formaban las manchas había algo atrayente que hizo que Nova las siguiera, pero otra mancha en el marco de la puerta hizo que se parara de golpe. Era la clara huella de una mano que se había deslizado a lo largo de la madera y después se había soltado.

Una huella roja.

Fue en ese momento cuando la conciencia de Nova aceptó que podía ser sangre de verdad. Dudosa, dio otro paso para iluminar la habitación con la linterna. Se paró antes de dar el siguiente, incapaz de moverse o de apartar la vista de la escena que tenía ante sí sobre la cama de matrimonio. Era de allí de donde venía el olor a basura. Estaba claro que los tres cuerpos habían abandonado esta vida, pero daban la sensación de que estaban en movimiento. La instalación grotesca y pornográfica que se amontonaba en la cama llevó el pensamiento de Nova a las profecías del juicio final. El amo, el ama y el pastor alemán en un abrazo antes de morir. Sobre la cama había cifras y un texto escritos con excrementos: el Génesis 6, 4. Se veía bien claro contra el fondo de la pared de oro y plata. La luz roja de las lámparas del cabezal reforzaba el color de la alfombra de sangre que rodeaba la cama. Aquella imagen recordaba un burdel, igual que el espejo que había en el techo, sobre la cama.

Un burdel del infierno.

Nova vio en el espejo que las tripas del perro estaban alrededor del cuello de la mujer a modo de correa. Se dio la vuelta y vomitó café amargo y empanada de brécol. Su vómito se mezcló con las gotas de sangre que había en el suelo.

Luego atravesó a trompicones la sala de estar mientras, inconscientemente, se limpiaba la boca con la manga del mono de trabajo. Cogió la mochila y salió del piso dando un portazo. Al bajar la escalera tropezó y cayó de bruces todo lo larga que era. El dolor que sintió en las rodillas cuando se dio contra el suelo de piedra se vio reprimido por la sensación de pánico que sentía en el estómago, de manera que continuó escalera abajo igual de descontrolada que antes. Arriba, el caniche ladraba histérico.

Nova se tiró hacia la puerta de entrada, la abrió y salió corriendo por la calle Drottning con una mirada furiosa. Su único pensamiento era irse lo más lejos posible de aquella vivienda y de aquella casa.

Corría por la calle igual que un borracho.

Un par de ojos seguían su huida.

Honolulu, 9 de septiembre de 2003

El verano de 2003 había sido el más caluroso de Europa desde el siglo XV. Al principio, aquello inquietaba a los expertos de medio ambiente, pero su mensaje llegó rápidamente a lobbys, políticos y, finalmente, a la gente. Sin embargo, aquello no le preocupaba a George McAlley. Alegría era una palabra demasiado suave para describir lo que sentía. Lo que experimentaba rozaba la felicidad y el éxtasis.

George McAlley, gracias al calentamiento global, había alcanzado el cénit de su sexagenaria vida. Dentro de poco llegaría a los periódicos más importantes del mundo un comunicado de prensa y su repercusión sería enorme. Estaba seguro de ello. En sus acuosos ojos brillaba una fanática excitación. La mano derecha le temblaba un poco cuando se acarició la blanca barba de apenas un milímetro. Llevar el pelo tan corto era una costumbre que adquirió cuando era oficial de aviación. A pesar de que habían pasado décadas desde entonces, mantenía aquella costumbre, al igual que la espalda recta y el andar firme.

George McAlley estaba en su despacho con vistas a un jardín tan cuidado como su pelo. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de su pasado como oficial y sus zapatos bien cepillados se hundían en una blanca moqueta. Sobre un pedestal había una medalla de color plata montada dentro de un globo de cristal; tenía la forma de una cruz con un águila de alas extendidas en medio. La medalla estaba sujeta por una cinta roja, blanca y azul y se la habían dado por su extraordinario comportamiento heroico durante la guerra de Vietnam. De todas las pertenencias que tenía George McAlley, era la que más valoraba.

Sobre la mesa que tenía delante había dos fotografías. Una, tomada en 1949 por la
US Air Force
, había estado en el archivo confidencial
Ararat Anomaly
hasta 1979, cuando se hizo oficial. La otra había sido tomada recientemente por un satélite en la misma zona.

El motivo de la excitación de George McAlley era un contorno en forma de lanza en la capa de nieve que se podía reconocer en las dos imágenes tomadas cuando se encontraba en uno de los dos picos del monte Ararat. En la foto antigua, en blanco y negro, la forma era sólo una sugerencia, pero en la otra, los bordes se veían con claridad y la nieve había resbalado dejando agujeros oscuros que ponían aún más de relieve que algo grande y hueco estaba escondido allí abajo. El clima caluroso había encogido el glaciar notablemente y ya no podía ocultar el objeto. Para George McAlley aquello era la última prueba necesaria para dar el paso definitivo y organizar una expedición a aquella montaña de Turquía de más de cinco mil metros de altura. Costaría casi un millón de dólares, pero el dinero ya estaba conseguido. Por una parte, gracias a su propia aportación y, por otra, a la de organizaciones cristianas que compartían el mismo objetivo: demostrar que el Arca de Noé existía y estaba enterrada en los glaciares del monte Ararat, tal y como se decía en la Biblia.

—Gracias, Señor —murmuró George McAlley mientras la ola de orgullo que lo invadía expandía su pecho.

Dios lo había elegido a él para encontrar el artefacto más buscado del mundo. Él sería quien demostraría a todos los infieles, indecisos y pecadores, que Dios era tan grande como la Biblia había testimoniado a lo largo de todos los tiempos. El orgullo se mezclaba con el triunfo. Él tenía razón.

George McAlley tuvo que sentarse para asimilar la información antes de hacer la primera llamada. Para que su apariencia tranquila no se alterara, tenía que calmarse un poco y sopesar detenidamente la forma en que iba a expresarse. A pesar de haberse imaginado aquel momento miles de veces, no tenía claro del todo cuál era el siguiente paso. George McAlley decidió poner sus pensamientos en orden.

Estocolmo, época actual

Nova corría hacia el local: calle Drottning, la parte antigua, llamada Gamla stan, y la calle Göt. Fugazmente pensó en girar y entrar en Gamla stan, abrir la puerta de su casa y meterse debajo de un edredón, pero entonces estaría sola con lo que sabía.

Sola en la oscuridad.

Cuando Nova cruzó Slussen habían pasado doce minutos y normalmente tardaba una media hora. Notaba que una ancha franja de sudor le resbalaba por la espalda y que había calado notoriamente la chillona tela del mono de trabajo. El aire veraniego era caliente y bochornoso, incluso por la noche, en las horas que debería hacer más fresco. Había el mismo grado de humedad allí que en el bosque tropical, había leído Nova un día antes. Sin embargo, ahora no notaba los signos del cambio climático que solía tener en cuenta habitualmente. La imagen que tenía fija en la retina borraba todo lo demás.

Sentía que el pánico le recorría todo el cuerpo.

Respiraba aceleradamente y eso le producía dolor.

No había mirado hacia atrás ni una sola vez, como si aquello la ayudara a olvidar. Pero no era así. Por el contrario, sí que ayudaba a mantener en el anonimato a la oscura figura que la seguía corriendo.

Ahora se le acercaba lentamente.

Solía estar en mejores condiciones físicas que Nova, pero la velocidad de la chica se vio incrementada por la adrenalina y el miedo. Continuaba corriendo en la parte de la calle Göt que las anteriores generaciones llamaban Cuesta de los Borrachos. El nombre seguía siendo de lo más adecuado, pero un lunes y a aquellas horas de la noche los bares estaban vacíos y la calle desierta. Sólo las centenarias casas eran testigo de la huida de Nova. Estaban mudas a lo largo de la calle, así como los letreros de hierro y los grandes escaparates.

Nova llevaba la mochila colgada de un hombro y, aunque la sujetaba con una mano casi agarrotada, se mecía de un lado a otro. Justo cuando el hombre se disponía a agarrársela para pararla, ella oyó los pasos que la seguían y se echó hacia adelante para evitar ser apresada.

Tropezó y se cayó.

Las palmas de las manos le escocían.

Se encogió como una pelota e intentó protegerse con los brazos aleteando sobre la cabeza. El hombre, que era bastante más fuerte que ella, consiguió sujetarlos aunque recibió más de un golpe en el intento. Cuando Nova notó que la habían sujetado por las muñecas, empezó a sacar toda la angustia que sentía gritando.

—Nova, cállate, vale ya —le susurró el hombre mientras la sacudía.

Fue entonces cuando se dio cuenta de quién era.

Aquella voz suave pertenecía a Arvid. Sus gafas estaban torcidas y su rala barba bañada de sudor. Arvid tenía la misión de vigilar el portal mientras Nova se encontrara dentro de la vivienda. Se había olvidado por completo de su existencia. Lo único que pensó fue en llegar hasta las seguras paredes del local. Los gritos se volvieron un llanto desenfrenado.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Arvid intranquilo—. ¿Te han descubierto?

Todos los intentos de Nova para formular palabra se convertían en sollozos. Arvid la ayudó a ponerse en pie. Dos mujeres de unos treinta años aparecieron en la cuesta y miraron enojadas a Arvid, pensando que tenía la culpa del llanto de Nova. Una incluso llegó a preguntarle a Nova cuando pasaban por su lado:

—¿Necesitas ayuda?

Nova negó con la cabeza como respuesta y dejó que Arvid se la llevara de allí. Su mochila descansaba ahora en la espalda de él. Subieron los últimos metros de la cuesta de la calle Göt; Arvid cargaba a Nova más que sujetarla. En su compañía, se sentía más tranquila. Era una de las pocas personas que tenían esa influencia sobre ella.

Antes de entrar, Arvid controló que nadie los viera, y luego cerró la puerta tras de sí.

Nova y Arvid subieron unos cuantos escalones y entraron en los locales de Greenpeace. En lugar de seguir por el pasillo hasta el local grande y la cocina, tomaron a la derecha y entraron en una pequeña sala de reuniones que llamaban «célula». No querían arriesgarse y despertar a Stefan Holmgren, que era el responsable de la actividad de Greenpeace en Suecia. A veces dormía en el despacho a falta de otra vivienda. Lo último que querían era que se enterara de lo que habían hecho.

La habitación era completamente cuadrada y parecía una sala de interrogatorios de una serie de detectives americana; la luz excesivamente fuerte del fluorescente titilaba de vez en cuando. Apenas estaba amueblada: sólo una mesa de plástico y cuatro sillas. El hombre alto que esperaba allí vio asombrado e intranquilo cómo Nova se desplomaba en una silla. La gorra se le cayó al suelo y dejó a la vista sus rastas rubias. Dos le cayeron delante de la cara, pero ella no se preocupó de apartárselas. Detrás de su silla había un gran póster con una fotografía tomada en Groenlandia. Era la imagen del barco de Greenpeace, el
Rainbow Warrior
, que documentaba los efectos del cambio climático en los hielos de Groenlandia y en los glaciares.

En situaciones normales, en cuanto Arvid se acercaba a la espectacular fotografía, no podía evitar explicar a quien hubiera por allí que había formado parte de aquella expedición. Muchos quedaban impresionados de que hubiera estado a bordo del barco que casi estaba declarado patrimonio cultural y que tanto valor simbólico tenía para Greenpeace. Sin embargo, en aquellos momentos nadie pensaba en eso.

Nova se repuso un poco y les dijo:

—Estaban allí. En el piso.

—¿Qué? ¿Estaban en casa? —preguntó Eddie, que los había estado esperando en la habitación—. Pero si estuvimos vigilando el piso toda la tarde y tampoco nadie contestaba al teléfono.

Era pelirrojo, y durante los meses de verano sus pecas se tornaban de color cobre ya que se pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre, durmiendo o despierto. Los amigos más íntimos a veces lo llamaban Tronco por un incidente que tuvo cuando se entusiasmó demasiado en una de las maniobras navales habituales de Greenpeace. Prefería ese nombre al que tenía en realidad, Eddie, por el antihéroe inglés que fue el último en salto de esquí el mismo día que él nació. «Seguro que mis padres no tenían grandes esperanzas depositadas en mí —solía explicar—, porque me pusieron el nombre de un saltador que tenía vértigo.» Eddie
the Eagle
fue el primero y también el último que participó bajo la bandera de Inglaterra en aquella modalidad olímpica y el hermano pequeño de Eddie estaba muy agradecido por ello.

—No, o sí, estaban en casa —respondió Nova a la pregunta—. Estaban muertos.

En ese momento fue cuando los dos jóvenes se asustaron de verdad.

—¿Qué dices, muertos? —dijeron a una.

—Estaban allí en el dormitorio y...

Nova tenía dificultades para expresarse, ya que no encontraba las palabras que pudieran describir lo horripilante que era lo que había visto.

—... era como si hubiera sido un montaje. El asesino tiene que estar enfermo de verdad.

—¿El asesino? ¿Habían sido asesinados? —gritó Eddie.

Nova dio un respingo asustada por el grito y se quedó encogida en la silla.

Arvid le pasó un brazo por los hombros. En voz baja le preguntó lo mismo y esta vez sí hubo respuesta:

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