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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (10 page)

Después se paró de golpe por la sorpresa.

La iglesia estaba llena de gente.

Todo el mundo vestido de negro por respeto a su madre.

Al principio no reconoció a nadie entre las muchas caras que aparecían. Luego empezó a distinguir algunas. El abogado, Nils Vetman, estaba sentado al final de una fila. Le sorprendió ver al médico forense, Moses Hammar, sentado en uno de los bancos de delante. Por lo que Nova sabía, nunca había visto a Elisabeth Barakel en vida, y a Nova apenas un par de minutos cuando describió a su madre para la identificación. Un empleado de la iglesia llamó su atención cuando le preguntó:

—¿Eres la hija?

Nova asintió con la cabeza y dejó que la dirigieran hacia el pasillo del altar. Sobre ella se erigía el candelabro de latón de siete brazos, de más de cuatro metros, que estaba situado en el coro sobre una base de mármol. La llevaron hasta el primer banco. Allí se encontraban unos cuantos parientes que parecían afligidos por ella. Nunca antes se había relacionado con ellos, así que tampoco le apetecía hacerlo ahora; les devolvió la sonrisa, pero no dijo nada. Parecieron conformes.

Cuando iba a sentarse, aún vio a otra persona que reconocía. Peter Dagon estaba de pie al fondo y se apoyaba en una de las pesadas columnas de ladrillo de la iglesia. Su vestimenta era impecable, con un toque inglés. Le devolvió a Nova una mirada de reconocimiento. No le sorprendía verlo. «Si te dan veintiséis millones, por lo menos tendrás que aparecer por el entierro», pensó. Esta vez estaba totalmente decidida a hablar con él.

Nova había llegado en el último segundo. El cura empezó a hablar. No se dio cuenta de lo que decía porque estaba demasiado fascinada con la gran cantidad de gente que escuchaba. Giraba la cabeza hacia los lados y se volvía para descubrir algún dato sobre quiénes eran. Al final se rindió y fijó la vista en el ataúd. Nova recordaba que el modelo se llamaba Varum. Era de roble barnizado en negro y completamente liso. «Mi madre seguramente pensaría que era demasiado moderno —pensó Nova—, pero es bonito.» Había costado trece mil. Nova no había mirado la etiqueta con el precio, pero sí que tuvo en cuenta que fuera ecológico. Toda la producción se hacía según la norma ISO 14001, garantizó el de la funeraria. Encima había una corona de rosas cultivadas cerca de allí.

Lo único que la madre de Nova había escrito en su testamento sobre el entierro fue que quería que la incineraran. Si Nova hubiera podido decidir, su madre no desaparecería en una burbuja gigante de dióxido de carbono. En una incineración normal, se desprenden cincuenta kilos de dióxido de carbono, había leído en el periódico nacional,
Svenska Dagbladet
. Lo más ecológico era un entierro en una caja de cartón, bajo un árbol, y así volver al ciclo natural. Aquello sí que la atraía: integrarse con la naturaleza despacio, en lugar de pasarse un montón de tiempo debajo de una cruz en el cementerio. No sólo teniendo en cuenta el medio ambiente, sino también la paz espiritual.

El cura había dejado de hablar. Alguien empujó suavemente a Nova. Miró hacia arriba y se dio cuenta de que era el pariente más allegado, por lo que debía iniciar la procesión del duelo de despedida. Con una sola rosa en la mano, fue hasta el ataúd. Nova le dijo adiós a su madre con el pensamiento, pero no pudo formular ni una sola palabra. Por el contrario, se quedó callada y vacía con la mirada baja y después puso la rosa sobre el ataúd. Veinte minutos más tarde, Peter Dagon puso la última flor encima de la gran montaña de plantas mutiladas. Era un clavel blanco.

Al acabar el funeral, Nova fue rápidamente conducida a la puerta de la iglesia para recibir las condolencias. No había hecho preparar ningún tipo de refrigerio dado que no creía que acudiera nadie. Así que se sintió mezquina, pero en seguida se le pasó y pudo concentrarse en saludar de forma aceptable a todos los que se acercaban a ella. Al final, la iglesia se quedó vacía y Nova se sentía completamente exhausta. Cuando le dio las gracias al cura se dio cuenta de que Peter Dagon no había salido por la puerta.

Murmuró algo sobre la pérdida de un pendiente y entró de nuevo en la iglesia a buscarlo. Pero Peter Dagon no estaba allí. La iglesia se había quedado vacía, a excepción del cuerpo muerto de la madre de Nova.

Nova dio unos cuantos tragos largos al agua, que ya estaba tibia. A pesar de que la temperatura en la iglesia había sido soportable, estaba completamente sudada tras el corto paseo al sol. Llevaba el pulóver pegado a la espalda. Se sentía mal entre todos aquellos alegres turistas en pantalón corto y camiseta. En el último tramo hasta su casa aceleró el paso, por una parte porque quería disminuir rápidamente el tiempo hasta una ducha fría, y por otra para aumentar la distancia desde el funeral. La gran cantidad de gente la había dejado perpleja y confusa. Quería ir a casa, a su soledad, y digerir la experiencia.

Nova pasó junto a un grupo de chicas con los labios pintados de color de rosa y bolsos caros. Hablaban todas a la vez de la fiesta de la noche. Parecía como si fueran disfrazadas con aquella ropa, más apropiada para los monederos de sus madres que para unas jovencitas. En una situación normal, Nova las hubiera mirado con desprecio. ¿Cómo podían construir toda su vida en base al consumo cuando había otras cosas mucho más importantes? Tontas, mimadas y siempre en rebaño. Zapatos de la plaza Stureplan, las solía llamar. Pero en estos momentos Nova se sentía muy a disgusto, así que se tapó discretamente el cuello con la mano y se dio prisa por llegar a casa.

Cuando entró, se cercioró de que la puerta quedara cerrada con llave. Después, subió directamente la escalera y entró en el baño. Al quitarse el jersey descubrió el arrugado mono de trabajo de color naranja. «Tengo que deshacerme de él», pensó Nova y cerró la bolsa de basura con un nudo. Para no olvidarse del mono, bajó la bolsa y la puso junto a la puerta de la entrada.

Volvió rápidamente al baño y se metió en la ducha. Los chorros frescos por la espalda le resultaron liberadores. Nova sentía cómo las gotas de sudor se transformaban en agua fría y clara. A la vez que la temperatura del cuerpo bajaba, aparecían los pensamientos.

Sólo quedaba ella.

Su madre se había ido para siempre. Todas las raíces habían sido sacadas. Sólo quedaba ella y una casa vieja. A su padre no lo recordaba. Murió antes de que naciera, le había explicado su madre, pero no le dijo nada más, a pesar de sus preguntas y sus ruegos.

Cuando era pequeña, Nova fantaseaba en torno a su padre: era director de circo, policía o bombero, todo dependía del juego o del sueño. Un día que su madre estaba melancólica le había dicho que Nova había heredado los ojos de su padre. A veces, Nova se paraba delante del espejo y se preguntaba qué aspecto habría tenido, se miraba a los ojos e intentaba imaginárselo. Por mucho que buscó, no encontró ninguna fotografía. «Las he quemado para no tener que recordar», le había dicho su madre.

Muchas veces Nova la maldijo por ello.

Ahora no quedaba ninguno de los dos.

Pero ¿quiénes eran las personas que habían ido al funeral? Nova había intentado preguntarles directamente cuando recibía sus condolencias, pero la respuesta que obtuvo fue: «Éramos viejos amigos y hubo un tiempo en que nos relacionábamos mucho.» Aquello no la había sacado de dudas. La madre de Nova casi nunca tenía invitados a cenar y las personas con las que hablaba a lo largo de toda su infancia se podían contar con los dedos de una mano. Nova sacudió la cabeza y alargó la mano en busca del jabón. Nunca fue fácil entender a su madre.

Y ahora que estaba muerta, era un misterio aún más grande que nunca.

Nova se sentía pequeña entre todas aquellas preguntas. Sus raíces estaban cortadas y lo único que quedaba era una casa en Gamla stan. Una lágrima que luego fueron dos se difuminaron con el chorro de la ducha. Se deslizó por la pared y dejó que el agua le cayera por el cuerpo encogido.

Sola.

«Voy a pegarle un tiro a esta basura», pensó Amanda, y le dio una patada a la fotocopiadora que estaba en la tercera planta. El símbolo rojo que indicaba que el papel se había atascado parpadeaba como prueba de su incapacidad. Era la tercera vez en cinco minutos.

Debido a su indignación, Amanda no se dio cuenta de que estaba siendo observada.

Cogió de mala manera el informe que había copiado sólo en parte, y se le cayó todo al suelo. Las hojas se deslizaron por el linóleo. Si no hubiera sido porque eran documentos secretos, se hubiera ido de allí. Pero se vio obligada a ponerse a gatas y a recoger los papeles, completamente desordenados. Cuando se levantó los tiró en la caja del papel que se tenía que quemar para que no fuera a parar a manos equivocadas. «Ahí tenéis lo que os merecéis», pensó mientras se daba la vuelta para abandonar el despacho.

Sin embargo, se quedó inmóvil al encontrarse cara a cara con Moses. Él sonreía divertido. Sus alientos se mezclaron y la furia de Amanda hizo un alto. Sin expresar ni una sola palabra, él buscó en el bolsillo del pantalón y sacó una tarjeta de plástico que le dio a Amanda. Una cifra dorada de tres números estaba grabada en ella. Sabía muy bien qué era.

—Nos vemos allí a las ocho —dijo Moses.

Se dio la vuelta sin esperar respuesta y se alejó de allí. Amanda oyó cómo desaparecían los pasos por el pasillo.

—Cabrón engreído —dijo en voz alta y con una sonrisa de satisfacción en los labios.

Pasaron dos días antes de que Arvid encontrara algo sobre su virus en los periódicos. Fue en el periódico nacional
Dagens Nyheter,
que traía un artículo con la noticia de que la centralita de SAS no funcionaba como debía. Los clientes estaban furiosos porque no podían comunicarse con ellos. Los técnicos de SAS explicaban que el operador de la red pasaba llamadas equivocadas. No estaba a la vista la solución del problema. SAS explicaba que aquello no tenía nada que ver con la capacidad de su centralita ni con la cantidad de televendedores que hubiera. El operador de la red rechazaba cualquier tipo de crítica y señalaba que no podía ser responsabilidad suya que hubiera tanta gente que llamara a SAS.

Por la tarde, el periódico
Expresen
lo sacaba en primera página, incluido un reportaje sobre los intranquilos pasajeros que no podían ponerse en contacto con SAS. Habían entrevistado a clientes de siempre en distintos aeropuertos. También se enteraron a la vez de que los aviones salían vacíos, puesto que nadie había conseguido comprar un solo pasaje.

Mientras tanto, las acciones bajaron en la Bolsa un once por ciento.

Las noticias fueron en aumento durante la tarde por el hecho de que los abonados enfurecidos acababan en SAS y sus operadores de telefonía móvil insistían en que no podían responsabilizarse de que sus clientes llamaran al número equivocado. «Vaya idiotas —pensó Arvid—. Tienen los datos delante de las narices y siguen sin entender nada.» Hacia la noche, los medios empezaron a darse cuenta del auténtico motivo al que empezaban a referirse como el caso SAS. El
Aftonbladet
tenía una entrevista con Per Hellqvist, experto en antivirus de la empresa Symantec, a quien siempre llamaban para temas de seguridad de informática y otros problemas del sector. Fue el primero que nombró el motivo real. «Un gusano para móviles que, desgraciadamente, cada vez son más habituales —había declarado a
Aftonbladet.com
. A medida que los móviles se van desarrollando, tendremos que acostumbrarnos a que sean atacados. Es evidente que el que ha creado este gusano quiere hacer daño a la empresa en cuestión. Pero utilizar los móviles de gente que no tiene ninguna culpa es ser realmente muy ruin.»

Después, seguía el habitual sermón sobre que el usuario debería actualizar los programas, conseguir un programa antivirus y no abrir carpetas desconocidas. «Está claro que quiero que la gente compre mis cosas —pensó Arvid—. Y ruin lo serás tú.»

La gran alfombra estaba sembrada de tréboles dorados y los escalones eran de mármol gastado. Amanda se ayudó de la barandilla cuando subía hasta el segundo piso del Grand Hotel. La primera vez que estuvo allí se sintió perdida. Como policía, había tenido acceso a los lugares más exclusivos, pero nunca como persona privada. Sin hacer grandes esfuerzos, se sentía cómoda con el lujo, pero lo que había sido más difícil de entender era por qué ella y Moses tenían que verse en un hotel. Lo primero que sospechó era que estaba casado. Sus amigas estaban seguras de ello. Pero, tras un control en Hacienda, lo había descartado. Era soltero, no tenía hijos y vivía solo en alguna parte de Gamla stan. «Tiene novia», le habían asegurado sus amigas a coro pero, ante una pregunta directa de Amanda, Moses respondió:

—No, claro que no. Sólo que me avergüenzo del piso que tengo. Es una cueva de soltero. Es como si me resultara imposible ponerme en marcha y limpiarlo.

Tras unos meses, Amanda aceptó que se vieran en casa de ella o en un hotel. Incluso le gustaba el montaje, mientras fuera Moses quien pagara la factura. Y si había algo con lo que nunca cicateaba era con el dinero. Sospechaba que la familia Hammar era rica, pero nunca se lo preguntó. La generosidad de Moses era ya una prueba de ello.

Amanda llegó al último escalón. El cansancio era notorio y su condición física estaba como desaparecida. Se vio obligada a pararse y respirar profundamente. No quería llamar a la puerta resollando como un perro san bernardo en el desierto. Debilitaría la primera impresión que causara y reduciría el efecto que quería conseguir con su nueva ropa interior.

Moses abrió la puerta vestido con un albornoz con el emblema del hotel. El olor de hombre recién duchado alcanzó la nariz de Amanda. De su pelo oscuro caía una gota que le resbalaba hasta el cuello. Era más de lo que Amanda podía aguantar. Sin saludar, se metió entre sus brazos. Por encima de su hombro vio que las pesadas cortinas blancas estaban corridas tapando la ventana. Animales alados de color dorado decoraban los marcos de las exclusivas sillas, cuyos asientos estaban tapizados con terciopelo sobrio de color verde oscuro. Era la habitación favorita de Amanda y eso lo sabía Moses. Cerró los ojos y disfrutó de la situación. Sentía las anchas palmas de las manos de Moses moviéndose a lo largo de su espalda.

Con un movimiento rápido se liberó de su abrazo. Le quitó el albornoz y admiró su cuerpo. Cada músculo tenía una finalidad y un objetivo. A pesar del enorme físico, no había nada innecesario o excesivo. La figura de Moses estaba hecha para la lucha. Cada pequeño detalle era importante en el cuadrilátero. Era fuerte, funcional y bello.

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