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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (11 page)

Ahora se encontraba desnudo ante ella.

Jan Mattson se vio obligado a interrumpir antes de tiempo una semana de vacaciones con su mujer y sus cuatro hijas. Como era habitual, la mayor parte del viaje desde las islas Mauricio la utilizó para hablar con el personal de cabina, y el tiempo restante lo utilizó en pensar de qué manera se podía resolver el desgraciado problema de la sobrecarga de la centralita. Durante el vuelo a Arlanda recibió unos informes completos y comprendió el motivo. El primer virus de móvil importante de Suecia naturalmente tenía que afectar a SAS, la compañía de la que él era presidente desde hacía un año y medio. Le habían advertido que iba a ser duro, pero nunca se imaginó lo que iba a ocurrir: tres averías con el Dash 8 Q400 y cuatro huelgas. El resultado de todo ello era que tenía a los clientes enfurecidos y a la prensa en contra.

Por lo visto, ahora ni siquiera se podía llamar a la compañía y la única venta que se podía hacer era a través de la web. Aunque el dinero no era la fuerza que lo impulsaba, en los momentos bajos Jan Mattson solía consolarse pensando en su sueldo anual de diez millones. Aunque en esos momentos no tenía tiempo para ello, sino que debía hacer lo que esperaban que hiciera, pues para eso le pagaban: resolver el problema. La primera medida sería un nuevo número que se les comunicaría a los medios de comunicación en una conferencia de prensa y que estaría listo en una hora. Estaba sentado junto a su escritorio leyendo los e-mails de los técnicos donde se decía que ya estaban dispuestos con los temas prácticos. Se iría a casa y subiría en el ascensor hasta su piso en la plaza de Östermalm. Se refrescaría y se pondría un traje limpio. Ya echaba de menos las playas de las islas Mauricio.

Antes de levantarse de su escritorio oyó que llamaban a la puerta. Después la abrió un chico alto de pelo oscuro alborotado. Éste llevaba una camiseta negra en la que se leía
«Undecimber»
con letras angulosas. Jan miró al intruso, vestido de forma tan poco apropiada, y después dijo:

—¿Sí?

—Soy del servicio técnico.

Entonces Jan recordó el problema del que había hablado con su secretaria antes de irse de vacaciones y contestó:

—Entiendo. ¿Eres tú el que ha instalado el teléfono?

—Exacto. ¿Hay algún problema?

—Que soy zurdo.

—Ah —respondió el hombre en la puerta, y frunció el ceño pensativo.

—¿No te han informado de ello? Hablaré con mi secretaria.

El técnico empezaba a sentirse incómodo, pero continuó:

—Bueno, es que no me acaba de quedar claro qué tiene eso que ver con el teléfono.

—Es evidente que no puedo tener el teléfono a la derecha del ordenador, ¿no te parece?

—¿El cable es demasiado corto o qué?

—No tengo la menor idea. Lo único que quiero es que el teléfono esté a la izquierda.

El técnico fue hacia Jan, levantó el teléfono y lo puso a la izquierda del ordenador. Después preguntó:

—¿Le va bien así?

—Gracias, mucho mejor —respondió Jan, que para marcar que daba por concluida la visita cogió su portafolios y salió del despacho.

Fuera del edificio estaba ya el Volvo negro esperándolo.

Ensimismado en sus pensamientos, Jan Mattson le aguantó la puerta a una persona que entraba detrás de él. Luego cogió el ascensor y subió hasta su casa sin compañía. En la escalera se oían pasos rápidos. En situaciones normales, Jan se habría dado cuenta y habría pensado en aquel tiempo en que su condición física le habría permitido hacer lo mismo. Actualmente, sólo entrenaba su cerebro con el ajedrez. El cuerpo lo había dejado de lado. «Cuando me jubile será diferente», solía prometerse a sí mismo.

Pero en aquellos momentos estaba demasiado ocupado con los problemas del trabajo como para pensar en otra cosa aparte de eso. Dentro de poco tendría que enfrentarse con los de la prensa y tranquilizarlos. Debía mostrar capacidad de acción e infundir confianza. Era la A y la Z de todos los cursillos que había hecho sobre la gestión de la comunicación. Además, dependía de la prensa para que el nuevo número le llegara a todo el mundo. En momentos así, todo el peso caía sobre sus hombros.

El ascensor se paró. Jan Mattson salió y sacó un llavero del bolsillo del pantalón. La puerta de seguridad tenía tres cerraduras que fue abriendo por orden. A punto de entrar, se inclinó hacia adelante para no activar el detector de movimiento y tecleó el código de la alarma. Antes de que le diera tiempo a volverse para meter su mínimo equipaje en el piso, lo empujaron con la cabeza por delante.

Cayó de bruces sobre el suelo del recibidor.

Detrás de él la puerta se cerró de golpe.

No le dio tiempo a tener miedo.

En la sala donde estaba sentado Nils Vetman no había ventanas. Estaban tapiadas desde hacía décadas y, aunque no sabía por qué, era excelente para sus menesteres. Las paredes del sótano eran del siglo XV, bastas pero fuertes. Habían estado allí durante seiscientos años y estaban preparadas para seguir otros tantos más. Pocas cosas podrían atravesar aquellos muros. Nils Vetman estaba seguro de que allí no lo podían escuchar ni vigilar. Tras una serie de experimentos y pruebas, se sentía seguro. A Nils Vetman no le gustaban las sorpresas y siempre era muy cuidadoso con evitarlas. Los secretos eran para guardarlos.

Delante de él había un Mac con una pantalla ancha y plana. A diferencia del ordenador que tenía en su despacho por las apariencias, éste era uno de los más rápidos de Estocolmo. Acababa de comprarlo y estaba actualizado con tanta velocidad como el procesador permitía. En la pantalla visualizaba la misma película una y otra vez. Quería estar seguro de cortarla por el sitio adecuado. En
slow motion
vio cómo Nova abría la boca sorprendida y decía con una voz monstruosamente desfigurada por la velocidad:

«Deja que esos desgraciados se lleven lo que se merecen. Vamos a por el presidente. Los directivos son los peores.» Y unos segundos más tarde cortaba la película. No era necesaria más información que aquélla.

Mientras empaquetaba el DVD con sus manos enguantadas, reflexionaba en lo que estaba haciendo. «¿Estamos tan desesperados que tenemos que utilizar estos métodos?», pensó. La respuesta a la que llegó era afirmativa, no había elección. Todos los medios estaban permitidos.

«Ni que nos hayamos echado atrás antes por cosas así —pensó sonriendo para sí mismo—. Ni tampoco por cosas mucho peores.» Después escribió el nombre de la inspectora de policía en el sobre con letra pulcra.

Lo único en lo que Amanda podía pensar era en el queso mozzarella caliente y pegajoso sobre pan y tomate. Había pasado cinco restaurantes sin encontrarlo, pero esperaba que el cartel rojo chillón con publicidad de su expreso no sólo ofreciera café, sino también bocadillos calientes. Entró en el bar Expresso de la calle Horn. «Bingo», pensó cuando vio el escaparate de cristal debajo de la barra donde había no sólo diferentes clases de
focaccia
, sino también pasta fresca en forma de
tortelloni
con salsa de salvia,
gnocci
rellenos de setas y
rigatoni
con pechuga de pollo.

«No es raro que tenga hambre, si casi no he comido nada en estos últimos días», pensó. Amanda sentía cómo se le hacía la boca agua. La señal del móvil hizo que tomara de nuevo conciencia de que el resto del mundo existía.

Pensando en la comida, había olvidado que ese día estaba de guardia y de inmediato la pusieron al día del último crimen con violencia que había ocurrido en la capital: Jan Mattson, presidente de SAS, había sido hallado asesinado. Por lo visto no había aparecido en la rueda de prensa que iba a mantener por la mañana. Cuando su desesperado jefe de marketing intentó localizarlo, estuvo claro que por la mañana había bajado de un avión en Arlanda y había ido a buscar unos papeles al despacho. Después respondió unas cuantas llamadas durante el viaje en coche hacia su piso en la plaza de Östermalm. Luego había desaparecido.

El jefe de marketing había conseguido contactar con su inquieta esposa en las islas Mauricio, quien le dijo que un vecino tenía el código de la alarma y las llaves del piso. La puerta estaba cerrada, pero la alarma desconectada.

Allí encontraron a Jan Mattson.

No estaba entero, como expresó el jefe de marketing. Y no pudo decir más, pues se desmoronó. Un coche con dos agentes ya estaba de camino hacia el lugar del crimen. «Dos peces gordos en una semana —pensó Amanda—. No podía ser una casualidad.»

En una situación normal se hubiera dado la vuelta, pero ese día no podía, así que le preguntó al dependiente:

—¿Cuánto se tarda en calentar un
foccacia
con mozzarella y jamón?

La impresionante fachada del edificio aparecía enorme por encima de la cabeza de Nova cuando subía la larga escalera para entrar en la biblioteca municipal central, la Stadsbibliotek. Continuó a través de las puertas giratorias y siguió subiendo por la elegante escalera de mármol. Planta tras planta, iban apareciendo estanterías de libros. Al final llegó a Rotundan, el corazón de la casa. Las paredes en círculo estaban llenas de libros, pero en el centro de la sala sólo había mesas con ordenadores y mostradores de información. Un fenómeno antiguo a punto de entrar en un nuevo milenio; información en todas sus formas.

Esta vez, Nova no había ido allí para utilizar los ordenadores, sino para que la ayudaran a orientarse entre libros y papeles. En el curso Ética científica y de la investigación de la universidad, Nova descubrió que se podía obtener ayuda de un bibliotecario durante media hora sin ningún coste. Había tomado la decisión de repetirlo. El día anterior había enviado un e-mail preguntando por todo lo que hubiera sobre nefilim.

El bibliotecario, un hombre de unos cincuenta años de edad con una gran barba, esperaba junto a las fotocopiadoras de debajo de la escalera de madera. Nova siguió con la mirada los escalones de aquel material noble que ascendían y que daban a pasillos de acceso a los estantes llenos de libros. Volvió la mirada y se presentó. El bibliotecario parecía encantado, le pidió que lo siguiera y la condujo hasta una habitación.

Era un poco pequeña y estrecha y gran parte de la superficie la ocupaban una mesa y dos sillas de plástico. Cuando el bibliotecario metió el carro con los libros, no cabía nada más. Nadie podía entrar sin quedarse pegado al bibliotecario o a Nova. Antes de que a ésta le diera tiempo a sentarse, el hombre barbudo le explicó con alegría lo que había encontrado. Libro tras libro, fueron formando un montón ante ella. Apenas le daba tiempo de registrar lo que le iba diciendo: había sido difícil encontrar información sobre los nefilim, pero allí estaba todo lo que la Stadsbibliotek podía ofrecer. Él dejó bien manifiesta la satisfacción que sentía con su logro.

Cuando acabó de explicarle lo que contenía cada libro, dejó a Nova sola. Ésta respiró hondo y levantó el libro que estaba encima del todo. Era una gruesa enciclopedia,
Encyclopaedia Judaica
, libro número doce. Nova la hojeó hasta que encontró «nephilim» y leyó:

Cuenta el
Génesis
, en su capítulo 6, versículos 1 y 2, que los «hijos de Dios» (seres divinos o angélicos) tomaron mujeres mortales por esposas. Fue entonces, y también más adelante, cuando aparecieron los nefilim sobre la faz de la tierra. Textos apócrifos del período del Segundo Templo añadieron detalles a esa narrativa fragmentaria y la reinterpretaron. Los ángeles fueron presentados entonces como rebeldes contra Dios, que seducidos por los encantos de las mujeres, «cayeron» e introdujeron en el mundo toda clase de pecados. Su progenie de gigantes era réproba y violenta, y el Diluvio fue consecuencia de su conducta pecaminosa.

Nova releyó el texto para entenderlo mejor. Los descendientes de los ángeles fueron la causa del diluvio universal, resumió para sí misma. Ésos eran los nefilim. «Es todo tan absurdo —pensó Nova—. Pero, aunque parezca que es de locos donar un fondo para fines benéficos a algo que se puede relacionar con ángeles caídos, eso es lo que hay.» Sin embargo, había algo más que le rondaba en la cabeza.

¿Dónde había leído recientemente algo sobre el diluvio? ¿Qué era lo que le parecía tan familiar? Mordió el bolígrafo que tenía en la mano hasta que cayó en lo que hacía. Era un bolígrafo de la biblioteca municipal y tenía marcas de que alguien lo había mordido antes. Con asco, lo puso a una distancia prudente para no volver a cometer el mismo error.

La pequeña pausa mental hizo que el cerebro de Nova estableciera una conexión correcta: en la pared de su casa había una cita de la Biblia sobre el diluvio. «No puede ser casualidad —pensó—, pero ¿qué cojones significa?»

Lo primero que vio Amanda cuando entró en el piso fue un montón de folletos. Se puso un par de guantes para inspeccionarlos. Pudo constatar que iban a mudarse y vender el piso de siete dormitorios donde ella se encontraba. El precio no estaba puesto. Paseó la mirada sobre el plano de la vivienda y se fijó en una palabra: salón de caballeros. «¿Qué es un salón de caballeros?», pensó. En la cabeza se le apareció la imagen de Churchill y otros viejos por el estilo fumando puros sentados en sillones de piel negra, delante del fuego de un hogar. «Me pregunto cuál será el salón de las damas —siguió cavilando sobre el plano—. Debe de ser la cocina», decidió.

Amanda dejó el folleto donde estaba y miró a su alrededor. Había un jarrón con flores frescas junto al espejo del recibidor. «Es decir, dentro de poco la iban a enseñar o ya lo han hecho», supuso. Dado que la familia estaba de vacaciones, alguien las ha puesto ahí. «Contactar con el de la inmobiliaria», anotó. En la pared había una foto de la familia dando la bienvenida, donde Mattson pasaba un brazo protector por encima de su delicada esposa. Delante de ellos había cuatro niñas sentadas, de entre cinco y doce años. «Niñas que dentro de poco sabrán que su padre ha sido asesinado», pensó Amanda. Siempre era lo más difícil. En lo posible intentaba evitar a los niños en los casos que aparecían en su investigación. A la vez que sentía mucho más lo que les ocurriera a ellos que a los adultos, no tenía capacidad para comunicarse con los niños. Dado que no tenía hermanos ni tampoco hijos, nunca había aprendido a hablar con ellos. Esos casos se los pasaba a su compañero Kent que, por algún motivo, era aceptado por los niños de todas las edades.

Después, Amanda vio las huellas en el suelo.

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