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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (12 page)

Eran marcas rojas de arrastrar algo que desaparecían dentro de la vivienda. Junto a la puerta de la entrada había un par de gafas con la montura cuadrada. Uno de los cristales tenía una grieta. Amanda se sentía muy afectada y pensó qué habría querido decir el jefe de marketing, que ahora estaba llorando en el piso del vecino, con eso de «entero». Deseaba pedir a uno de los hombres uniformados que estaban fuera que la acompañara, pero no podía hacerlo. Ni el concepto de sí misma ni el que tenían los demás de ella mejoraría con una actuación así. Respiró hondo y siguió las huellas. Continuaban a través de una sala que en el folleto llamaban comedor. Una mesa grande de roble macizo estaba rodeada de ocho sillas tapizadas en piel. En una de las paredes había un cuadro donde varios navíos de guerra se preparaban para la batalla en un mar embravecido. En una esquina había una mesa para servir, con una sopera de plata vacía.

Las huellas rojas rodeaban la mesa y continuaban a través de la puerta que había en la otra parte de la sala. Amanda las siguió y dio un paso vacilante a la habitación denominada «salón de caballeros». Efectivamente, allí había unos cómodos sillones reunidos alrededor de una chimenea hecha de obra. Pero no había hombres fumando puros. Por el contrario, el propietario de la vivienda colgaba desnudo de una cuerda sujeta al techo. Amanda tardó unos segundos en asimilar aquel ahorcamiento. En varias ocasiones, había visto a gente que con o sin ayuda se había colgado, pero aquello era diferente: le habían atornillado un gran cáncamo en el cráneo y en él habían atado una cuerda. En el ojo izquierdo habían introducido profundamente un cuchillo y el derecho miraba fijamente y ciego a Amanda. El vientre del hombre estaba abierto y los intestinos colgaban hacia abajo formando un montón en el suelo. En los bordes de la herida se veía una gruesa capa de grasa rosada.

A pesar de que la escena que había delante de ella era completamente distinta de la que Amanda fue testigo en casa del presidente de Vattenfall, estaba segura de que el crimen lo había cometido la misma persona. Tenían en común la firma de crueldad y humillación. La otra vez, Moses había dicho algo sobre que el lugar del crimen parecía una obra de arte y ahora Amanda le daba la razón. Los detalles eran diferentes, pero el conjunto era similar. Al igual que Picasso o Monet, el estilo del autor era significativo; se trataba de ultrajar el cuerpo y manipularlo sin ningún respeto.

«La palabra clave es ultraje», pensó Amanda de nuevo.

Detrás de ella se oyó un silbido.

Amanda dio un respingo, pero consiguió dominarse y se volvió tranquilamente. Allí estaba Moses. Después de que se le pasara la primera impresión, se sentía mucho más tranquila de no tener que estar sola con el cadáver. En especial si el que aparecía era Moses.

—Jesús —exclamó—. ¿Qué es lo que tenemos aquí? —continuó casi admirado.

—Yo qué sé —respondió Amanda—, pero tenemos que encontrar a ese desgraciado para que esto no continúe.

—¿Estás segura de que es la misma persona?

—Sí, aunque no tengo pruebas de ello. Aún. Espero que tú o los de la Científica encontréis algo.

Moses asintió, serio. Después observó el macabro espectáculo.

—Oye, hay algo familiar en todo esto —dijo.

—Sí. ¿Verdad que se parece al piso de Josef Larsson de alguna manera?

—No quiero decir allí. Esto lo he visto yo en alguna otra parte.

—¿En algún otro lugar donde se haya cometido un crimen?

—No, no creo. Es otra cosa.

Moses se acercó con cuidado al cadáver. Despacio y sin tocarlo, miró el cuerpo que colgaba. Cuando había llegado a la mitad constató:

—Tienes razón. Es el mismo asesino.

Amanda siguió los movimientos de Moses y vio lo que él había descubierto.

En la espalda de Jan Mattson llevaba grabado: «Génesis 6, 4.»

Era la misma referencia de la Biblia que había en casa del presidente de Vattenfall.

La sangre de la herida empezaba a cuajarse.

Tras haber estado dando vueltas durante diez minutos, Amanda vio que por fin un automovilista decidía dejar su preciado aparcamiento en la calle Folkskola. Luego ella maniobró rápidamente el coche en el escaso espacio y apagó el motor. Antes de salir del Golf miró esperanzada la pantalla del móvil. Ya eran las ocho, pero no la había llamado nadie.

El aroma del restaurante indio llegó hasta sus fosas nasales y ella hizo una mueca y se puso a respirar por la boca; no aguantaba la peste de aceite refrito que, además, había pasado a través de especias fuertes.

Cuando estuvo a una distancia segura y su nariz ya sentía el olor del verano, pensó que tenía que cenar. La sensación de hambre no se le despertaba, pero la lógica ganó; Amanda cambió de rumbo y en lugar de dirigirse a su casa entró en la pizzería. Se topó con la elevadísima temperatura provocada por los hornos. Fuera hacía calor, pero dentro del restaurante casi había humo. El primer pensamiento de Amanda fue salir huyendo, pero se obligó a sí misma a quedarse. El menú era el de siempre: una lista de pizzas,
kebab
y ensaladas. Habitualmente solía pedir una ensalada de gambas para llevar. Ese día sus ojos se fueron hacia el menú de pizzas.


Ciao bella
, ¿qué será? —le preguntó el hombre junto a la caja.

Después de vivir en el barrio durante once años, Amanda sabía que los que regentaban el restaurante eran yugoslavos. «¿Por qué tienen que hacerse los italianos? —se preguntaba—. ¿Venden más pizzas o es porque así les resulta más fácil ligar?» En voz alta dijo:


Quattro formaggio
.

Cuando se dio cuenta de lo que había pedido vio que ya era demasiado tarde para arrepentirse; la pizza con cuatro quesos italianos estaba pagada y el panadero había empezado a trabajar la masa. Mientras, volvió a controlar las llamadas, pero nadie había intentado localizarla. La espera se había transformado en irritación. «Te llamo después», le había dicho Moses, y Amanda lo había interpretado como que se verían por la noche. Y ahora ya eran las ocho y media.

Al subir la escalera de su casa el móvil emitió el estribillo del éxito de los ochenta con Cyndi Lauper,
Girls Just Want To Have Fun
. Con el cartón de la pizza haciendo equilibrios en la palma de una mano, sacó con rapidez el móvil del bolsillo de la americana. Le fue difícil ocultar su desilusión cuando oyó quién estaba al otro lado de la línea, Kent, que le explicó que sobre su escritorio encontraría una carpeta con todo lo que merecía la pena tenerse en cuenta del piso de Jan Mattson. De fondo se oyó el grito de un niño.

—Joder, la pequeña se ha despertado. Tengo que dejarte —le dijo, y colgó.

Amanda miró el móvil y lo sopesó en la mano. Después pensó: «¡Qué cojones! Somos adultos y lo cierto es que llevamos juntos varios años.» Luego le envió un vacilante sms a Moses que sólo contenía una palabra: «Abrazos.» El móvil no notificó la recepción a pesar de que lo estuvo mirando fijamente. La puerta de abajo se abrió y Amanda miró por encima de la barandilla. El movimiento fue suficiente para que el cartón de la pizza se desplazara hacia la derecha, diera una voltereta en el aire y se deslizara por la escalera a bastante velocidad. Al final una puerta paró su viaje. «Está boca abajo», constató Amanda suspirando. Miró de nuevo el móvil. Todavía ningún mensaje de recepción. Cogió el cartón de la pizza y se lo puso entre el brazo y el cuerpo. Los últimos pasos hasta su casa los dio irritada.

Amanda se despertó por el silencio y el vacío. Junto a su almohada estaba el móvil. El reloj mostraba que eran las tres y cinco. Nadie había llamado ni había recibido ningún mensaje. En el suelo había un cartón de pizza abierto con grandes trozos de queso solidificado pegados a la tapa.

La escalera mecánica del metro subía a Nova hacia la oscuridad del otoño. Hacía un frío helado. Tiritaba y se apretó el abrigo contra el cuerpo. No necesitó mirar por encima del hombro para saber que la seguían. La escalera iba cada vez más despacio. Nova comenzó a subir los escalones a pie. Después aceleró el paso. La escalera parecía infinita, pero al final llegó arriba. No había nadie en el control. No había nadie a quien pedir ayuda.

Él se iba acercando.

Nova se dio prisa en continuar.

Soltó el bolso que llevaba y echó a correr.

El pánico le recorrió todo el cuerpo.

El miedo explotó.

La noche era oscura. Las casas estaban cerradas y apagadas. El grito de Nova pidiendo ayuda se difuminó por la lluvia que retumbaba contra el suelo. Las resbaladizas hojas de otoño le pusieron la zancadilla. Cayó de rodillas y se las arañó, igual que las palmas de las manos.

Él fue directo hacia ella.

Nova no consiguió ponerse en pie, sólo pudo arrastrarse a cuatro patas.

Él llegó hasta ella y le empezó a estirar de la ropa. Notó la hoja de un cuchillo contra el cuello y se quedó de piedra.

—Quieta, puta —susurró en la oreja de Nova.

Hizo lo que le ordenaba. Sin protestar, dejó que le diera la vuelta y miró fijamente dentro de un par de ojos fríos y negros. Como un animal cazado, quedó paralizada con la mirada de él. Tenía la cara desfigurada por una media que le presionaba la nariz y le elevaba los rasgos. Ello hacía que la parte exterior estuviera tan desfigurada como la interior. Le quitó la ropa a tirones. El pesado cuerpo la sujetaba contra el suelo. El charco sobre el que estaba tumbada le empapó la espalda. El frío la caló hasta la médula espinal.

Las manos de él le apretaban los pechos desnudos y le hicieron unas marcas que le durarían semanas. En ese momento algo profundo se despertó en el interior de Nova. Subió desde debajo del abdomen hasta llegar a la garganta.

—Desgraciado —gritó Nova, tan alto que el hombre, de pronto, se quedó paralizado.

Ella aprovechó aquel segundo de sorpresa para meterle dos dedos en los ojos tan fuerte como pudo. Fue como si otra persona se hiciera cargo de su cuerpo mientras ella miraba. El tiempo pasaba despacio y ella observó cada uno de los detalles. El hombre gritó de dolor y apretó el cuchillo más fuerte contra el cuello de Nova. Le desgarró un poco la piel de la garganta y después se llevó las manos a los ojos. Absorto en su propio dolor, dejó la presa.

Nova no se contentó con huir.

Por el contrario, se levantó con la mano tocándose la herida del cuello. La sangre le caía por la ropa. La ira recibía combustible. El hombre estaba de cuclillas con las manos sobre los ojos. La primera patada encontró la barbilla, la segunda el vientre. Quedó tumbado, pero aquello no frenó a Nova. Patada tras patada caía sobre el cuerpo del hombre. Ella le pegaba furiosa y no dejó de hacerlo hasta que se tambaleó y también cayó.

Seguía cayendo.

El asfalto se acercaba a gran velocidad.

Nova no tenía fuerzas para protegerse con las manos.

Cuando se dio contra el suelo, abrió los ojos y miró fijamente hacia arriba, hacia el techo de su dormitorio. La respiración todavía era rápida. Había tenido una pesadilla. Una más. Al principio creía que se le pasaría al cabo del tiempo. Se solía decir que el tiempo cura todas las heridas, pero en este caso no era así. Cierto que Nova pudo irse del hospital por sus propios medios dos días después, bajo las protestas y sorpresa de los médicos. Pero la cicatriz psíquica no estaba curada. No fue el intento de violación en sí lo que le pesaba a Nova, sino el hecho de saber que había matado a un hombre. En defensa propia, había fallado el tribunal, cuando absolvieron a la joven de quince años que estaba ante ellos. Pero Nova sabía que había podido dejar de pegarle mucho antes.

Había asesinado a un hombre. A pesar de que él fuera una auténtica basura, no era fácil vivir con aquello.

Tardó dos horas en volverse a dormir.

Amanda estaba junto a su escritorio de la calle Berg, número 37. El despacho tenía un tono amarillento de los años setenta. Era pequeño y cúbico, con el techo bajo. Aunque Amanda lo intentó, no consiguió hacerlo acogedor. El cuadro con un grabado que había colgado estaba como fuera de lugar. La manta roja estirada sobre la silla de las visitas hacía que la silla pareciera dura e incómoda en contraste con la dulzura del material de la manta. La fotografía de la familia de su prima señalaba que trabajaba demasiado y que no tenía tiempo para su propia vida privada.

En pocas palabras, Amanda no estaba a gusto en su despacho a pesar de que trabajaba sesenta horas a la semana. Pero hacía tiempo que se rindió a la evidencia y decidió que, aunque en su trabajo estaba incluido estar en aquel hormiguero que era la comisaría de Kungsholmen, ella no se había hecho policía por cuestiones arquitectónicas, así que sólo estaba allí cuando era imprescindible, pero no más.

Sobre el escritorio estaba el informe y las fotografías de los dos lugares donde se habían cometido los asesinatos. Las había repasado detenidamente. Lo único que faltaba eran algunas respuestas del Laboratorio Estatal de Criminología, así como el informe de la autopsia. Moses había estado hasta los topes de trabajo.

En esos momentos estaba sentada pensando en lo que acababa de leer. Habían podido confirmar el ADN del primer lugar en cuanto al vómito. Por lo demás, no habían encontrado ni pelos ni huellas para los que no hubiera una explicación. Toda la familia de Jan Mattson estaba en San Mauricio y la mujer de Josef F. Larsson estaba igual de muerta que él. «¿Podía ser la esposa la que fuera el auténtico objetivo? —pensó Amanda—. Probablemente no —continuó elucubrando—, pero no se puede descartar por completo. ¿Y si fuera un drama triangular? Pero ¿por qué esas referencias bíblicas? Y ¿por qué sólo había frases sobre el medio ambiente en casa de Josef F. Larsson y no en casa de Jan Mattson? ¿De verdad tiene Nova algo que ver con todo esto?» Amanda no estaba completamente segura de que Nova fuera una asesina en serie. Parecía obvio que era capaz de matar, pero aquella vez fue en defensa propia. Amanda había aprendido a ver más allá de la actitud y de los
piercings
. Pero algo escondía aquella joven y tenía un mono de trabajo naranja, de eso estaba segura. Nova parecía poco dispuesta a colaborar y ella no podía probar nada. No le darían permiso para un registro domiciliario porque tuviera un mono de trabajo de color naranja y porque hacía cuatro años se hubiera defendido en exceso. Nova se había protegido contra un violador, así que estaba justificada. En la prensa sensacionalista de la tarde incluso la presentaron como ejemplo. Claro que con un nombre inventado. Su nombre auténtico nunca se hizo oficial.

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