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Authors: Alberto Rivas Bonilla

Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana

Andanzas y malandanzas (8 page)

En la Sala del Concejo, fuera de la famosa albarda que se aburría debajo de una mesa, no había alma viviente y Toribio tuvo que penetrar hasta el patio para encontrar al señor Secretario bajo un corredor de tejas, adormitado en una hamaca de pita, con un puro apagado entre los dientes y el machete cruzado sobre las ingles.

Hizo el debido reclamo a nombre del dueño del animal, amigo suyo que lo estaba esperando en el rancho.

Por desgracia, no supo decir cómo se llamaba su amigo. Además, la Corporación Municipal sabía quién era el propietario del mulo; y a mayor abundamiento, es posible que también supiera quién era Toribio. Total, que éste recibió un NO más redondo que una bola de billar. El macho sería entregado a su propio dueño cuando se presentara a reclamarlo.

El indio soltó mentalmente una mala palabra y salió sin despedirse. Iba como agua para chocolate, mascullando indecencias contra el Secretario Municipal y contra el hombre a rayas… con el cual se encontró a cierta distancia del pueblo. Venía montado en pelo en el otro mulo, y al ver que Toribio regresaba solo, la emprendió de nuevo a tirones con las barbas y a lamentarse a grandes voces.

El indio, en vez de darle una paliza como hubiera sido su deseo, le dio el informe consolador:

—Aistén la Alcaldiya. A mí no me lo quisieron dar.

Y siguió de largo acelerando el paso.

Usted, lector, ya habrá adivinado cómo terminó la aventura para Nerón.

Pues bien, sí. Eso mismo que usted está pensando, eso es lo que sobrevino; mas no debe engreírse por su agudeza. Yo también lo supe sin que nadie me lo dijera.

Cuando el final es obligado, ¿qué mérito hay en acertar?

Capítulo XX

Donde se da cuenta de una aventura estupenda que salió costando a Nerón un ojo de la cara.

Un domingo, entre las dos y las tres de la tarde, fue Nerón hasta la consabida Cuesta Lisa, acompañando a la familia entera que iba al pueblo. No eran raras estas escapatorias de toda la gente, quedando entonces el chucho como único guardián de la vivienda.

Que esto era una grave imprudencia, quedó demostrado plenamente por lo que acaeció el domingo en cuestión. Y fue que el chucho, al regresar, se encontró con tres gandules, el mayor de los cuales no llegaría a los veinte años, formando grupo a la puerta de trancas. Desconfiando por experiencia de los hombres, se quiso hacer el sueco y entrar sin saludarles; pero ellos lo vieron y lo llamaron con afectuosas entonaciones en la voz. Uno se le fue acercando lagotero, chasqueando los dedos, hasta llegar a darle amistosas palmaditas en el lomo. Otro le obsequió con un pedazo de pan que hubiera sacado chispas de un pedernal.

Aquello de que lo halagaran con dádivas y caricias, era para Nerón de una novedad despampanante. Él, que había comenzado por agazaparse lleno de temor, ahora estaba saltando como si fuera de hule, radiante de felicidad, no sabiendo a cuál de los tres había que poner primero las patas en la barriga.

Cuando todos estaban a partir un piñón, uno de los desconocidos quedó de vigía en la calle y los otros se encaminaron al rancho. Con un cuchillo falsearon la cerradura de pita de mezcal, abrieron el tapexco que hacía de puerta y penetraron sin más ni más. Previo de un rápido reconocimiento del terreno, se fueron con derechura al cofre de Toribio, hicieron saltar la tapa sin mayor esfuerzo, y empezaron a revolver en el interior y a sacar trapos.

Nerón bailaba de contento. Se les metía entre las piernas.

Intentaba lamerles las manos. Ponía las suyas en el borde del cofre y metía la cabeza para ver también él lo que había dentro. Aquel juego que consistía en sacar trapos del cofre y arrojarlos por el suelo, era la mar de divertido.

Tomó al azar unos pantalones de Toribio y los llevó al patio de arrastradas. Allí los sacudió para un lado y para otro entre gruñidos de satisfacción. Se asomó a la puerta del rancho y ladró insinuante para adentro en un lenguaje que, traducido al castellano, quería decir:

—¡Vénganse para afuera! ¡Aquí hay más espacio para jugar!

Pero a ellos les gustaba más el juego a la sombra, y ni siquiera se dignaron contestarle. Entonces se entretuvo en morder y arrastrar trapos, y en revolverse sobre ellos, gruñendo y ladrando blandamente.

Terminado su trabajo, los gañanes salieron dejándolo todo en el mayor desorden; y en compañía del que afuera esperaba, se alejaron carretera abajo, hablando y gesticulando.

Nerón, naturalmente, se fue detrás de aquellos buenos amigos que le habían caído como llovidos del cielo. Se habría dejado matar por ellos. No fue, pues, menudo su asombro, cuando vio que le repelían a pedrada limpia, para darse luego a una fuga vertiginosa.

Se quedó pasmado, sin acertar con el quid de tan raro proceder.

Los siguió con la vista hasta que se perdieron en la distancia, y se volvió melancólicamente a casa, meditando sobre la inestabilidad de los afectos humanos. Probó a distraerse jugando con los pantalones de Toribio, pero no sintió ningún placer y lo dejó estar. Fue al rancho, lo anduvo oliendo todo, volvió al patio, se acostó suspirando y acabó por quedarse dormido.

Cuando, horas más tarde, volvió la familia, la mujer, que fue la primera en penetrar en la casa, se volvió atrás inmediatamente, llamando a gritos a Toribio:

—¡Vení ve! ¡Se han metido los ladrones!

Corrió el indio, despavorido.

—¿Y el pisto?

—¡Se lo yevaron!…

Los dos quedaron como petrificados un largo rato. Cuando les volvió el alma al cuerpo, buscaron febrilmente en el fondo del cofre.

Revolvieron con los pies los trapos que estaban esparcidos por el suelo, con la yana esperanza de encontrar en alguna parte los dos colones sesenta centavos que guardaban envueltos en un pañuelo.

Toribio dijo:

—Y entonces, este chucho, ¿para qué sirve?

Y salió al patio en busca de Nerón.

La paliza que le propinó, no es para ser descrita. Cuando al fin se cansó de pegarle, el pobre animal estaba medio muerto y con un ojo saltado.

Capítulo XXI

Donde un eclesiástico aparece y desaparece como una exhalación.

La pérdida de aquel dinero era un justo castigo para Toribio que, al menos en parte, no lo había adquirido de modo muy limpio.

Claro que, de seguir un orden estrictamente cronológico, el lance que va a leerse debió quedar consignado antes que la incursión de los ladrones; pero yo no estoy escribiendo una biografía de Nerón, sino más bien un anecdotario, unos apuntes que más tarde pueden ser aprovechados por un historiador de más envergadura, y hago uso de mi pleno derecho al relatar los sucesos sin orden ni concierto, tal como se me viene a la memoria.

Sucedió, pues, que un día, viniendo Toribio por la carretera, se le pegó como una lapa un clérigo cincuentón y cenceño, meloso como él solo, que recorría en el caballito de San Francisco aquellos andurriales en piadosa colecta para la erección de una capilla, decía él, en Tierra Santa. Para las limosnas en especie, llevaba en bandolera una ya bien repleta bolsa de lona, que le colgaba a la altura de los riñones.

Por unos míseros centavos prometió al indio la salvación eterna para él y toda su familia, citando, en apoyo de su oferta, textos en latín de una pastoral del obispo Viteri y Ungo, y de un breve del Papa Bonifacio VIII.

De todo aquel galimatías, sólo una cosa sacó en limpio Toribio: que el curita estaba conspirando contra su caudal. Y hubiera dado gustoso su mano derecha con tal de verlo caer muerto a sus plantas.

Sólo que el otro en todo estaría pensando, menos en fallecer. Antes bien, continuaba espigando en las epístolas paulinas, y no daba trazas de acabar sin antes haber agotado la Biblia.

El indio, perdiendo la esperanza de escapar al atraco, se vio en el durísimo trance de invitar al pedigüeño a pasar por el rancho, pues no llevaba encima nada que poderle dar. Aceptó aquél por de contado, y allá se fueron ambos, rabiando y renegando el uno en su fuero interno, y dando coba el otro sin misericordia.

Llegado que hubieron, quedóse el ministro del Señor contemplando la naturaleza a la puerta de la casa. Y mientras Toribio andaba por las hornillas en misteriosos conciliábulos con la Remigia, Nerón se acercó al forastero sin ser notado, para el reconocimiento de rigor.

De la bolsa de lona se escapaba un pronunciado tufillo a longaniza, capaz de resucitar a un muerto. Nerón, que sabe que a la ocasión la pintan calva, con la prontitud de acción de que siempre ha dado muestras en las situaciones críticas, se colgó de la bolsa y tiró para abajo cuanto pudo. El bueno del Padre, que no estaba prevenido, perdió el equilibrio y cayó en el santo suelo cuan largo era. Sin alcanzar lo que aquello significaba, lleno de susto, trató de ponerse en pie, y aun llegó a realizar la mitad de su intento, quedando en cuatro patas.

Nerón interpretó la poco airosa postura como una invitación al retozo.

—¿Pitanza y recreo? —pensó—. ¡Miel sobre hojuelas! —Y dejándose llevar por su natural jacarero, hizo presa en los reverendos fondillos y tiró para sí con tantas ganas como si en ello le fuera la honra.

La sotana, que estaría esperando un pretexto decoroso para exhalar el último aliento, se dejó arrancar desde arriba hasta abajo una tira ancha de un palmo, desgarrando un bolsillo, con lo cual se derramó por el suelo regular número de monedas de níquel, y descubriendo secretos que más valiera quedaran ocultos por los siglos de los siglos; porque así llevaba pantalones el siervo de Dios, como yo soy malabarista chino.

El viento fresco que sintió soplarle por las posaderas, tuvo un feliz resultado, en el sentido de que lo hizo levantarse como impulsado por un resorte; y asiendo la bolsa para las correas, efectuó con ella un molinete tan violento, que si coge a Nerón lo deja muerto en el acto. Al mismo tiempo, con voz hueca de pánico, gritaba una y otra vez:

—¡Vade retro, Satanás!

El chucho, entonces, ladrando como él sabía hacerlo cuando estaba de ganas, cosa que ocurría regularmente un día sí y otro también, comenzó a girar en tomo, describiendo una circunferencia de radio suficientemente largo para que la temible bolsa no lo alcanzara.

Encuadrados en la puerta del rancho, Toribio y la Remigia contemplaban la tragedia, no tan apenados como quisieran aparentarlo. El socarrón del indio, encontrando providencial la intervención del chucho, que con tanta eficacia y oportunidad le estaba defendiendo los cuartos, no lo ahuyentó mientras no llegó a parecerle que su pasividad podía hacerse sospechosa.

Puesto en fuga el agresor, el agredido quedó sin una gota de sangre en las venas, tartamudeando cosas ininteligibles. Auxiliado por ambos cónyuges, recogió su dinero con la mayor celeridad, se plantó el sombrero en la cabeza, y haciendo cruces con una mano, al par que con la otra se traslapaba los faldones que le habían quedado en la sotana, se largó con la música a otra parte, sin pensar en despedirse, ni en sacudirse el polvo, ni mucho menos en reclamar la limosna prometida.

Cuando lo perdieron de vista, el indio mostró triunfalmente a la Remigia, en la palma de la mano, siete monedas de níquel de a cinco centavos y cuatro de a tres, hábilmente escamoteadas al santo varón: cuarenta y siete centavos que, sumados con lo que guardaba en el fondo del cofre, hacían exactamente los dos colones sesenta centavos que, andando el tiempo, habían de llevarse los hijos de Caco.

Capítulo XXII

En el cual se demuestra que una buena intención, y aun la mejor de todas, no vale un ardite si no va de la mano con la buena fortuna.

Convendrá el lector conmigo —y en ello estaremos totalmente de acuerdo con Nerón— en que el sapo es uno de los seres menos favorecidos por la Naturaleza en lo que respecta a dotes personales.

Su facha, su modo de andar, su canto, sus costumbres: todo él es como no se puede más, de torpe y desgarbado.

¿Ritmo y cadencia en el paso? ¿Melodía y dulzura en la voz? No se le hable a un sapo de semejantes cosas, porque no sabrá de qué se trata.

Según lo consignado un poco más arriba, tal era, asimismo, la opinión del chucho, quien sentía una invencible repulsión por el triste batracio. Cada vez que el azar lo ponía frente a uno de ellos, nadie me quita de la cabeza que habría escupido —caso de saber cómo hacerlo— en señal de un indecible desprecio.

Pero a falta de esa facultad que, según parece, es privativa de la especie humana, tenía él otra, mucho más humillante: orinar. Y se orinaba, indefectiblemente, sobre lo que había más a mano, antes de alejarse del abominable bicho.

Pues bien. A pesar de todo, y aunque parezca raro, muchas veces, acosado por el hambre, había pensado muy seriamente en las posibilidades de comerse un sapo. Todavía más. En repetidas ocasiones había salido del rancho, con el deliberado propósito de buscar uno con tal fin.

Casi siempre la búsqueda había sido infructuosa, como es costumbre que ocurra cuando buscamos algo que necesitamos con urgencia. Entonces daba gracias al cielo por su buena suerte y se volvía a casa, encantado. Y cuando había logrado dar con uno… pues ya es sabido en lo que tenía que parar todo el negocio: en una simple orinada.

Hay que hacer distingos, sin embargo. Porque una cosa es tener que matar al sapo, y otra muy diferente encontrarlo ya muerto.

Si le daban el trabajo hecho, ¿por qué no lo iba a aprovechar?

Es lo que pensó cierto día, ya bien entrada la tarde, al dar de manos a boca con un sapo rígido, vuelta hacia arriba la panza blanquecina y tumefacta, y abiertas en cruz las cuatro extremidades.

¡Ahí estaba su desayuno! ¡Adiós calambres de estómago, adiós necesidad! ¿Quién dijo miedo?

Y se apercibió para proceder incontinenti.

Pero un OTRO YO que vagamente conocía, le dijo que nones.

Aquello no olía nada bien, y un violento rechazo que sintió en todo su ser lo obligó a retirarse asqueado.

No. Decididamente, los sapos no se habían hecho para él.

Ocurre a veces, que todo parece conjugarse contra nosotros, impidiéndonos realizar algún caro intento. Y cuando ya estamos por abandonar la partida, de pronto brilla una luz en nuestro cerebro. Las perspectivas cambian como de milagro en menos que canta un gallo.

Y lo que ya teníamos por derrota, se convierte en el mayor de los éxitos.

Pues eso, ni más ni menos, es lo que aconteció al chucho. Ya se encaminaba, desconsolado, hacia el tronco de un jocote que estaba por ahí cerca, cuando brilló repentinamente en su cerebro la consabida luz, haciéndolo detener el paso.

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