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Authors: Alberto Rivas Bonilla

Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana

Andanzas y malandanzas (9 page)

En efecto, al sapo se le podía sacar provecho en forma que no fuera la de ingerirlo. Verbigracia, regalándoselo a Toribio. El indio, sin la menor duda, se pondría contentísimo con el obsequio, y era casi seguro que le demostraría su gratitud obsequiándole, a su vez, una tortilla.

Y conste que, para ahorrar trabajo, la Remigia las hacía más grandes que la que lleva el Discóbolo para su almuerzo en la estatua famosa.

De sólo pensarlo, al héroe se le hacía agua el hocico. Y como es bien sabido que, una vez tomada una determinación, no lo pensaba dos veces, haciendo de tripas corazón agarró al difunto entre los dientes por donde hubiera tenido la cintura y salió al trote largo con destino al rancho.

Llegó allá en un momento de felices augurios, vale decir, a la hora de la cena.

En el centro de la única habitación de la casa, a la dudosa claridad de una raja de ocote que a regañadientes hacía el papel de candela, estaba todo el mundo sentado a la turca en el suelo, formando círculo alrededor de un par de cazuelas, comiendo tortilla con chacalines y frijoles en bala.

Nerón entró triunfante. Puso su carga en tierra, a cierta distancia de los comilones para que pudieran verla bien todos, y se les quedó mirando, insinuante, sonriéndoles con el rabo, como queriendo decirles:

—¡Miren lo que les traigo!

La Remigia fue la primera en enterarse.

—¡A buen! —dijo—. ¿Qué será lo que traydo el chucho?

Uno de los cipotes intentó levantarse para ir a ver; pero se lo impidió el autor de sus días poniéndole una mano sobre el muslo a la vez que tartamudeaba:

—¡Aguardá! Buir yo.

Y allá fue tembloroso de ansiedad. Según él, iba a tomar posesión de los tesoros de Alí Babá; que a tanto hubiera equivalido para su codicia lo que así, de momento, se imaginó que el chucho había encontrado en la carretera: un enorme rollo de billetes de banco envueltos en un pañuelo.

Cuando les vio el número a los billetes, creyó que se moría del berrinche.

Y por corta providencia dejó caer a todo pulmón una palabrota, la más nauseabunda, la más pestilente de su léxico.

Prevenido por la explosión, el chucho pensó salir a escape; mas el indio ya estaba tirando patadas. Con al primera lo hizo ahuecar a mayor rapidez que la que él se proponía, dando volteretas por el aire, hasta ir a dar de narices en el patio.

Inmediatamente después, salió el difunto por el mismo camino y en la misma forma.

Y como si ello fuera poco, aquel energúmeno se asomó a la puerta y, encarándose con las tinieblas, se dio a proferir denuestos, echando mano a Dios sabe qué lengua extranjera:

—¡Depergonsado! ¡Istúpiudo! ¡Decrasiado!…

Refinamiento tan inútil como estrepitoso, pues de los dos expulsados del rancho con tanta ignominia, sólo uno permanecía en el lugar donde acertó a caer.

Y éste… ¿habré de decirlo?, era aquel para quien ya no existían las voces terrenales.

Capítulo XXIII

En el cual el paciente lector se encontrará con una lagartija que ya conocía de antiguo por referencias.

Y sin embargo —se me dirá—, Nerón se comió cierta vez una lagartija.

Cierto. El hecho es desconcertante; pero siendo que se incluyó en el inventario que consta en el primer capítulo de estos notabilísimos apuntes, debe tenerse por auténtico, innegable e indiscutible.

Entonces —se me argüirá—, ¿a qué viene tanto aspaviento por un miserable sapo extinto? Porque en lo tocante a su apetecibilidad, no debe de ser muy grande la diferencia entre un sapo y una lagartija.

Sí, sí. Estoy de acuerdo. Y de todo ello podrá parecer lógico deducir que el héroe es un ser inconstante y tornadizo.

Pero no hay tal. Esas son puras apariencias, dado que la lagartija se la comió muy a su pesar y obligado por las circunstancias. Y si en vez de lagartija hubiera sido sapo, sapo hubiera comido. Yo lo garantizo bajo mi palabra de honor.

En apoyo de mi aserto, que pudiera parecer aventurado, no necesito más sino puntualizar los hechos.

Helos aquí:

El día de autos oyó el chucho por el lado de la carretera una bulla asaz sospechosa, consistente en agudos cacareos, que a las claras traslucían alarma, acompañados de vez en vez por rápidos aletazos Por sabido se calla que él tenía que averiguar la causa del desorden. Y como nunca están de sobra las precauciones, pues a lo mejor se encuentra uno metido de lleno en aventura de cuidado, avanzó en la dirección que le indicaban los ruidos, procurando que no lo sintiera el aire.

Y así fue como pudo ver desde lejos dos gallinas ocupadas en picotear algo que debía ser de una extremada peligrosidad, pues cada picotazo era seguido de su correspondiente cacareo y de una retirada a distancia prudencial.

Nerón se sintió defraudado. ¿Qué cosa, que no fuera una necedad, podía alborotar así a un par de gallinas deshonestas? Y no tanto por castigar su novelería, cuanto por vengar la incomodidad que le habían procurado al interrumpir su reposo, corrió hacia ellas decidido a desplumarlas.

Las culpables, aun cuando les dolía el alma por tener que abandonar a su presa, huyeron despavoridas cada una por su lado.

No tuvieron que alejarse mucho, sin embargo, pues el chucho, a última hora, cambió de parecer y las dejó ir.

Entiendo que su necesidad de castigarlas no era demasiado apremiante, puesto que una simple curiosidad lo hizo desistir.

Así como así, él no perdía nada con ir a ver qué era lo que estaban comiendo las gallinas.

Nueva desilusión. El, que acaso sin confesárselo, acariciaba la esperanza de utilizar aquello en alguna forma, se encontró con que no era más que una lagartija, la cual, sobre no alcanzar el medio palmo de largo, ni siquiera daba señales de vida. Que mal puede darlas quien tiene la cola en un hilo y está mostrando el amarillo y el chocolate de las vísceras abdominales a través de la piel del vientre desgarrada.

Eso era todo. Es decir, nada. Porque para comerse una lagartija, se necesita tener estómago de gallina.

Y ahora se le presentaba un inesperado problema: el de impedir que las gallinas se comieran la sabandija, como lógica consecuencia de no poderla utilizar él. No sabía el chucho por qué tenía que ser así: pero así tenía que ser.

Y se puso a ladrarles furiosamente, intimándoles la orden de que se largaran y dejaran de molestar.

Pero ellas, que al parecer sabían a qué atenerse, por largos tres cuartos de hora lo oyeron ladrar como quien oye llover. Se andaban por acá y por allá, rascando y picoteando con el aire más inocente del mundo y haciendo como que ya no se acordaban de nada. Pero no se iban.

Nerón acabó por echarse de barriga apoyando el morro sobre las patas delanteras, tanto para cobrar alientos, cuanto por trazarse una línea de conducta.

Por mucho que disimularan los testarudos bípedos, era para él evidente que no le quitaban ojo, y que tan pronto como él se retirara, se precipitarían sobre su presa, así tuvieran que esperar para ello cien años.

Lo reafirmó en esta certidumbre el incidente de un forastero que pasó por el lugar varias horas después, sin que en todo ese tiempo hubiese ocurrido cambio visible en la situación.

Era el tal un chucho negro no más grande que el héroe, aunque sí un poco mejor de carnes, el cual se venía pisando la lengua en una rápida marcha.

Nerón, poco dado a intimidades con advenedizos, tan luego como lo vio a lo lejos, tiempo le faltó para correr a ocultarse tras unos matorrales, no fuera a ser que viniera a ofrecerle su amistad.

Así, pues, el otro no lo pudo ver; pero vio la lagartija, y hacia ella se encaminó sin vacilar. Se detuvo a corta distancia, la olfateó sin acercar mucho las narices, tragó saliva e hizo algunos movimientos de saboreo.

Nerón tembló creyendo que ya se la comía; mas no hubo tal. Todo lo que hizo fue entreabrir la boca y, estirando las comisuras hacia atrás como en una risa silenciosa, volvió a echar la lengua afuera y reanudó la interrumpida marcha sin despedirse.

Pues bien; las endiabladas gallinas, que ya habían aprovechado el escabullimiento de Nerón para caer de nuevo automáticamente sobre su asquerosa alimaña; que la habían vuelto a abandonar por la intervención del forastero, ahora volvían a la carga más testarudas que nunca.

Era el acabóse de la desfachatez. El chucho estaba tan indignado, que le hervía la sangre, y si no las hizo polvo, fue por el único inconveniente de que no se dejaron pillar.

En fin de cuentas, ya no podía él abrigar dudas sobre la verdadera situación. Se encontraba en un callejón sin salida. O, mejor dicho, sí.

Había una salida. Sólo que ésta era un dilema peliagudo, si los hay: o comían las gallinas, o comía él. No había vuelta de hoja.

Y, conociendo como conocemos el carácter del chucho, ya está dicho que comió él. Sin paladearla, casi sin masticarla, en un santiamén hizo invisible la lagartija.

Acto seguido, rascó tierra en la propia cara de las gallinas y se alejó.

Ya había caminado bastante cuando cayó en la cuenta de que llevaba en el estómago una placentera sensación de peso. Recordó que el saurio no había tenido ningún sabor desagradable. Más exactamente, no le había sabido a nada.

Y descontando la impresión de aspereza que produce al pasar por el gaznate, vino a concluir, en suma, que una lagartija no es lo que puede llamarse un bocado rematadamente malo.

Capítulo XXIV

En el cual se registra un piscolabis del héroe con algunos pormenores secundarios, pero interesantes.

Instado por el asunto del capítulo precedente, he tenido el escrúpulo de revisar el inventario que obra en el primero, y descubro que todavía queda una entrada sin su debida explicación.

Para un cronista que se ríe de la cronología, ese pequeño olvido carece de importancia y —como diría un hermano azteca— horita lo remedio.

Un día como todos los días, alrededor de las tres de la tarde, con ocasión de andar a caza de lo que el azar quisiera depararle, se encontró el chucho con la mitad de un puro que empezaba por un casquete de ceniza negra y terminaba en el extremo opuesto como una mera papilla sin forma discernible. Estaba colocado sobre un borde saliente en el flanco de un paredón, como si su dueño se hubiera propuesto volver más tarde por él.

Acostumbrado como estaba a ver a Toribio con el puro en la boca, de donde no se lo quitaba ni para bañarse, no tuvo motivos para suponer que aquel pudiera ser otro que su conocido de siempre.

—¡Indio despilfarrando! —pensó.

Y cargó con el puro para restituirlo en la posesión de su legítimo dueño.

Ni fuera ni dentro de la casa encontró un alma viviente. La Remigia, empero, no debía de andar lejos, puesto que la puerta estaba de par en par.

Acaso no tardaría mucho en volver; pero por el momento, la casa entera le pertenecía. Era una ocasión que no había que desperdiciar, por cuanto que sólo Dios sabía el tiempo que habría de transcurrir antes de que se presentara otra igual.

No perdió un momento. Dejó su carga sobre el asiento del taburete y procedió a practicar un minucioso examen de lugares.

La suerte tuvo entonces una de sus raras debilidades para con él, pues no había hecho más que iniciar las investigaciones, cuando fue a dar derecho con una bola de jabón de cuche que la Remigia había olvidado en la bifurcación de una de las horquetas del molendero.

No vaya a creerse que el chucho dudó ni vaciló. Aun cuando sabía que se estaba jugando el pellejo, inmediatamente pasó al jabón por las armas.

Bastante corroborado con tan providencial tentempié, se sintió con energía bastante para dar cima a cualquier otro trabajo similar que se le presentara.

Fue un empeño inútil. Por desgracia, nada más llegó a encontrar.

Entonces se acordó del sabio precepto que dice que vale más no emprender una obra si es que se ha de dejar a medias. Y, en consecuencia, volvió a la horqueta y se dedicó a lamer el sitio que había ocupado el jabón, hasta no dejar el menor indicio de que jamás hubiera estado ahí.

Hecho lo cual, fue a echarse en el patio, esperando a que Toribio llegara para darle cuenta de sus buenos oficios con el cabo de puro.

La primera en regresar fue la Remigia. Traía un haz de ramas secas para el fuego y se encaminó directamente a la cocina.

Largo rato después entró el indio por la puerta de rancas y cruzó el patio con aquel andar desmañado y lento que hacía creer a todo el mundo que estaba fatigadísimo.

Sin cuidarse del chucho que le daba la bienvenida con mil saltos y mil colazos, fue a arrimar el hombro al horcón esquinero del rancho dando la cara al patio, y se quedó mirando al vacío con los brazos cruzados a la altura de las tetillas y la cuma bajo el sobaco.

Hasta ahí lo siguió Nerón sin dejar de festejarlo, parándosele enfrente en dos patas, aunque sin osar tocarlo con las manos.

Intrigado por aquella efusión que excedía de lo habitual, preguntó el indio en voz alta:

—¿Por qué me estará haciendo fiestas el chucho?

Evidentemente, se dirigía a la Remigia, y como no recibiera contestación, se encaró con el propio interesado.

—¡Vaya por ayá!

¡Que si quieres! Nerón, no sólo desestimó la orden sino que, ahora, además de saltar, ladraba. Era un ladrar sumamente expresivo y de gran elocuencia. Una persona cualquiera, aparte del bruto de Toribio, habría entendido sin dificultad lo que Nerón trataba de comunicarle, lo cual se traduciría al castellano más o menos así:

—¿Quieres venir conmigo ahí adentro? Verás una cosa que está sobre el taburete. Te va a gustar… ¡Pero vamos, hombre, te tiene cuenta!

Mas se trataba de Toribio. Esperar que entendiera el indio era como creer en la Siguanaba.

—¡Estése enjuicio! —gritó fastidiado y haciendo ademán de tirarle una patada.

Con esto consiguió que el chucho se retirara; pero fue una retirada estratégica y no tardó mucho en regresar, reanudando sus incomprensibles evoluciones.

El resultado de tanta solicitud se redujo a un furibundo cumazo que le cayó sobre la paletilla, que no por ser con lo plano del arma falló en hacerlo rodar un buen trecho aullando de dolor.

Huelga decir que no insistió más; salió a escape sin saber por dónde, y en mucho rato no se le volvió a ver.

Mas no se terminó ahí la aventura. Toribio había visto caer algo de las fauces del chucho cuando le atizó el cumazo. Buscó con la mirada y vio que era un puro a medio consumir.

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