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Authors: Alberto Rivas Bonilla

Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana

Andanzas y malandanzas (4 page)

Sin llegar a explicarse lo que le había pasado, salió de su escondite y se llegó hasta la puerta, atisbando desde adentro, a ver por dónde andaría el de la pandereta, para escurrirse por el lado opuesto.

No viendo más que gallinas, ensanchó su campo visual sacando medio cuerpo al corredor.

Nada.

Medio intrigado, medio receloso, fue saliendo al patio poquito a poco, husmeando por todos los rumbos.

Había en todas las cosas una paz reconfortante, una beatífica placidez.

¿Y el enemigo?

Del enemigo no se descubría el menor barrunto.

Y el chucho fue envalentonándose a ojos vistas, llegando hasta interrumpir momentáneamente el rastreo para lanzar en redondo una mirada preñada de retos y amenazas.

Y cuando más se convencía de que no iba a encontrar al que buscaba, más se empeñaba en buscarlo y mayores ganas sentía de pillarlo para darle una buena.

Acabó recorriendo el patio de linde a linde casi en carrera franca, las narices a ras de del suelo, como estampando una rúbrica triunfal a su empeñoso aunque infructuoso husmeo.

¡Ah! ¡Si el miserable volátil hubiera estado a sus alcances, no habría quedado una pluma para contar el cuento!

Consciente de su triunfo y orgulloso de su fiereza, adoptó un airecillo de petulancia (no hay héroe sin su debilidad) y se encaminó hacia la puerta de trancas.

Y, plantándose en la propia entrada, ladró frenéticamente urbi et orbi para que el prófugo, si por azar no andaba lejos, se convenciera de una vez por todas de que él, Nerón, era el único dueño y señor de aquel patio.

¡Pues no faltaba más!

Capítulo IX

De cómo un indio malhablado pudo caminar varias leguas en compañía de Nerón sin llegar a dar fe de su modo de ladrar Una gran parte de las andanzas de Nerón se produjeron en la carretera. Casi no hacía más que salir a la puerta de trancas, y hete que la aventura le salía al paso, como si lo hubiera estado esperando.

No es de extrañar, pues, que una mañana presintiera que algo tenía que ocurrir, tan sólo porque vio aparecer un hombre, como viniendo del pueblo, con un bulto a cuestas.

Pensó ladrarle en cuanto lo tuviera al habla; y le habría ladrado aun cuando no hubiera tenido el propósito de llevar las cosas adelante, por pura ostentación y porque así era él.

Sin embargo, aquella vez no ladró. Antes bien se hizo el muerto, dando lugar a que el desconocido pasara de largo, y se fue tras él callada la boca.

Cualquiera habría supuesto que había descubierto en el susodicho algún indicio alarmante: mas no hay tal. La razón de semejante estaba en que ciertos prometedores efluvios le informaron con mucha anticipación que el hombre era portador de algo que podía serle de gran utilidad.

El cual resultó ser un indio que, ignorante de las grandes cosas que estaban por sucederle, marchaba despreocupadamente, encorvado bajo el peso de un cacaste cargado hasta los topes.

Llevaba los pantalones de manta arrollados hasta media pantorrilla y marcaba el paso con una pértiga que le hacía de bordón.

Lo más conspicuo del equipaje estaba constituido por unas dos docenas de comales acondicionados verticalmente en la parte central del cacaste, en el sentido antero-posterior. Alrededor de estos se distribuían equitativamente con escaso acolchonamiento de hojas secas de plátano, una infinidad de otros chismes de arcilla, como decir ollas, sartenes y jarros de todos tamaños que, en conjunto, hacían un promontorio piramidal cuyo peso, de sólo imaginárselo, daba encogimientos de tripas.

Pues bien: toda aquella vajilla dejó a Nerón impasible. Lo que sí lo estimuló en gran manera fue una sarta de chorizos que iban llenando el espacio angular formado por ambas mitades de la ringla de comales que se tocaban por su convexidad.

No se acordaba Nerón de haber visto jamás tanto chorizo de una vez, ni se imaginaba en qué forma se los había de apropiar; pero ni por un momento dudó de que se los iba a comer todos, sin desperdiciar ni la tusa de los amarrados.

Y en espera de que las circunstancias le mostraran el camino de la felicidad, ya que así, de pronto, no podía formarse un plan determinado, se fue resueltamente detrás de sus chorizos.

La jornada fue bastante larga y en extremo penosa, dado que el chucho no estaba hecho a caminatas en la escala de aquella a la cual lo condenó el desalmado del indio, que parecía infatigable. A velocidad rigurosamente uniforme, con pasos isócronos y movimientos tan regulares como si estuvieran regidos por algún mecánico artificio, anduvo toda la mañana sin dejarse ganar por la tentación con que lo acechaban las sombras a la orilla del camino.

Pasó la hora del almuerzo. El sol inició su descenso postmeridiano, y el condenado en la misma.

Nerón se preguntaba si no sería aquella la ocasión de ir a conocer el quinto infierno. Más de una vez estuvo a punto de tenderse en el suelo, vencido por la fatiga; pero las emanaciones de los chorizos lo mantenían electrizado y seguía adelante.

Al mediar de la tarde, inopinadamente se paró aquella encarnación del movimiento perpetuo.

Nerón se resistía a dar crédito a sus sentidos, que es lo que a todos nos pasa cuando llega a ocurrir lo que hemos deseado y esperado por mucho tiempo; pero no había engaño posible. El detentador de su almuerzo estaba ahí, inmóvil a media calle, puesto en tierra un extremo de su bordón que señalaba al cielo con el otro.

El héroe, de barriga en el suelo, acezando y con toda la lengua afuera, estaba a la expectativa.

El otro, luego de corta vacilación, se llegó a un borde saliente, muy a propósito para sentarse, que corría buen trecho sobre la margen del camino. Puestas ahí las posaderas, fue enderezando el cuerpo lentamente hasta hacer descansar el cacaste sobre sus cuatro patas, y desembarazado así de su carga, se adelantó unos pasos para inspeccionar la vía en ambas direcciones. Por suerte para el chucho, no lo descubrió; que silo viera, tengo para mí que lo hubiera agredido a pedradas. Y libre de temores salvó un cerco de piedras y se perdió entre el boscaje.

El chucho anduvo listo en aprovechar eclipse tan oportuno y, en menos que canta un gallo, estuvo al pie del cacaste dando violentos tirones de los chorizos; los cuales estaban tan bien asegurados como para no volverse a desatar jamás.

A cada tirón respondía el cacaste con un bamboleo inquietante y un sordo tintinear de barros cocidos; pero no era esto lo peor, sino lo otro, a saber: que el traicionero artefacto, con mucha cautela para no llamar la atención del chucho, iba caminando a pasitos cortos por una ondulación del terreno que le permitía irse alejando más y más cada vez de la vertical.

Y fue que no tardó mucho en lograr una inclinación incompatible con la estabilidad. Despegó dos patas del suelo, se balanceó por un segundo sobre las otras dos como indeciso, y acabó por dejarse caer con todo su peso, creyendo que iba a hacer tortilla al héroe y metiendo tanto ruido, que se creyera que una montaña se había derrumbado Y no satisfecho todavía, dio media rodada sobre sí mismo y se tiró del borde abajo hasta yacer como muerto sobre el Camino Mas todo aquel cataclismo resultó tan inútil como había sido ruidoso, Porque el chucho se puso a buen recaudo desde un principio. Mentiría si dijera que no se intimidó con el estrépito. La pura verdad es que se llevó un susto tremendo y estuvo a punto de largarse para no volver; pero también es verdad que su justo sobrecogimiento duró poco, y que en vista de que la calma y el silencio se restablecían, se apercibió para volver a la carga.

Ahora había dispuesto comerse sus chorizos ahí mismo, puesto que para llevárselos a casa hubiera tenido que cargar también con el cacaste, operación que no le interesaba en lo mínimo. Eso, sin contar con que lo más probable era que lo despojaran de su botín al no más llegar.

Pero estaba de Dios que aquel día, como de costumbre, se quedaría sin almorzar; porque a la sazón regresaba el indio corriendo a todo correr, que no era mucho en verdad, por impedírselo la necesidad en que estaba de venirse amarrando los pantalones. En lo que no hallaba tropiezos era en emitir gritos destemplados y proferir indecencias contra Nerón, mentándole a la madre y diciéndole palabrotas que me figuro estarían acordes con la diligencia que venía de evacuar.

En vista del mal cariz que tomaba el negocio, se vio el héroe forzado a retirarse hasta donde no lo alcanzaran armas arrojadizas.

Ahí se paró en seco e hizo cara al enemigo. ¡Ya vería el deslenguado cómo ladraba él!

Pero tampoco entonces ladró. Porque entonces, precisamente, al ir a empezar, se dio cuenta de que en la boca llevaba sabor a chorizo.

Y echar a perder aquella delicia por ladrido de más o de menos hubiera sido un loco despilfarro.

Y como las patas ya se negaban a sostenerlo, no diré que se echó, sino más bien que se desplomó derrengado, no sin antes meterse una buena rascada de tierra para cuando le volviera el alma al cuerpo.

Capítulo X

Donde se verá cómo una siesta de camino real puede venir aparar en el sahumerio de una casa.

Si malo es descuidar los personales haberes por andar a vueltas con maniobras inconfesables, según se desprende de lo relatado en el capítulo anterior, ¿cómo no lo será echarse a dormir cuando se debe estar más despierto que Argos?

Quien tuviere dudas sobre tan gran verdad, acabará con ellas leyendo en éste lo acontecido con otro pipil en una época no bien determinada todavía.

Iba el mencionado nuevo personaje carretera abajo, llevando pendiente de la derecha mano un costal que casi tocaba el suelo con el fondo, en el cual se encerraba cierto misterioso objeto al parecer poco pesado y de contornos vagamente esféricos.

La clausura del saco se mantenía, más o menos a mitad de su alto y por encima del bulto, gracias a un cordel que daba varias vueltas bien apretadas.

No lejos de la puerta de trancas de Toribio, descubrió nuestro hombre un trozo de raquítico césped a la sombra muy relativa de Unos arbustos y decidió descansar un rato.

Sentándose a la turca junto a su envoltorio, no le pareció cómoda la Postura y se acostó de cuerpo entero. Entonces se echó el sombrero sobre la cara, sea para no quebrar el ala, sea porque le molestara la luz. Y acabó por cerrar los Ojos, sencillamente porque no había razón para mantenerlos abiertos.

He de aclarar que todos estos accidentes no se deben aceptar como hechos inconclusos. Son, apenas, detalles conjeturados por mí en una concatenación bastante lógica, que muy bien pudieron ser los culpables de que, en término de pocos minutos, el indio se quedara tan dormido, que de no ser por la diferencia de sexo, se le hubiera tomado por la Bella Durmiente.

Así lo pilló Nerón por una mera casualidad.

Nerón tiene una ojeriza tremenda por los hombres dormidos en el suelo. Y todo, dicho sea de paso, por culpa de Toribio, quien en cierta ocasión que le quería dar una tunda, se fingió dormido para atraparlo sin tener que correr tras él.

Es fatal, pues, que ladre a todo trapo siempre que da con un hombre dormido en el suelo. Eso sí: no se olvida de situarse a respetable distancia, porque sabe que, al despertar, el interpelado tira piedras.

En el presente caso tenía doble motivo para ladrar como un demonio, puesto que era preciso que el hombre se alejara de aquel bulto que tenía al lado, para llegarse él a examinarlo a su sabor.

Mas no digo las voces del héroe: las trompetas de Jericó habrían sido impotentes para despertar a aquel que más tenía de lirón que de persona humana.

Visto lo cual, y no sin mucho meditarlo, se aventuró el chucho a jugarse el todo por el todo y se fue acercando sin ruido, pasito a pasito y apercibido para una retirada relámpago al menor indicio sospechoso.

Nada ocurrió, sin embargo, y finalmente llegó a olfatear de cerca el enigmático lío.

No supo a ciencia cierta qué era lo que ahí se ocultaba; mas con saber que era cosa de provecho, era suficiente. Y sobre este particular, de suyo interesante, no le cupo la menor duda.

Y actuó sin demora con todo el tino y toda la prudencia que eran en él proverbiales. Abrir el saco en el propio lugar, en la peligrosa cercanía del desconocido, no había ni que pensarlo. Tenía que llevarlo a casa. Verdad es que se exponía a que se lo incautaran tan pronto como lo vieran llegar. Con todo, esto era preferible a cualquier eventualidad en la carretera.

Echó los dientes a la boca del saco e inició el arrastre hacia la puerta de trancas, viendo con satisfacción que el bulto sólo Oponía una leve resistencia, acaso por guarda las formas.

Lo Único que le contrariaba era la necesidad en que se veía de avanzar retrocediendo, y eso de andar a reculones nunca había sido de su agrado; pero no hubo medio de evitarlo.

En un tiempo tan Corto que le pareció cosa de maravilla, llegó a la famosa puerta y la franqueó, naturalmente, en la misma obligada forma retrógrada, razón por la cual no pudo ver a los dos Cipotes que andaban por ahí Ocupados en sus diabluras habituales; pero oyó el grito de uno de ellos:

—¡Tata, el chucho se ha traydo un costal!

Y luego la voz del indio desde adentro del rancho:

—¿Un qué?

—¡Un Costal! ¡Venga a ver!

¡Lo que él tanto había temido! Inmediatamente abandonó la partida y soltó el botín. ¿De qué le hubiera servido Oponerse?

Pero no se retiró. Moviendo hipócritamente la cola esperó a su amo, que no tardó mucho en llegar. Tomó el costal de manos de los chicos. Lo tanteó al peso. Lo palpó por todos lados. Miró al chucho de soslayo. Miró a los cipotes. Miró, suspicaz a la carretera Estaba Visiblemente Perplejo.

—¿Qué demonio será esto?

Estuvo tentado de desentrañar el misterio sin más ni más; pero Considerando que se exponía a ser sorprendido por el dueño, que Podía presentarse de un momento a otro, dispuso mejor ir a practicar la operación dentro del rancho Sus dos retoños lo siguieron de cerca y allá se les agregó la Remigia, todos ellos presas de ansiosa curiosidad Y el Chucho también se les hubiera unido, si no fuera que, ya casi llegando a la puerta, oyó un coro de voces asustadas que lo Hicieron parar en seco. Casi al mismo tiempo oyó el rodar del taburete por el Suelo y el tropel de toda la gente que corría buscando la puerta.

Sin esperar más corrió el chucho a situarse junto a la salida de emergencia que tenía practicada en el cerco de piña. Desde ahí Pudo ver cómo salían todos en grupo atropellándose en la puerta y espantando a manotadas unos puntos volantes que los venían siguiendo.

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