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Authors: Alberto Rivas Bonilla

Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana

Andanzas y malandanzas (7 page)

Nerón, juzgando que era una impudicia intolerable aquello de andar por los caminos semejante facha, corrió como un tigre sobre el delincuente para zurrarle la badana.

Mas, ¡oh sorpresa!, llegado que hubo a conveniente distancia, vio (digo mal), olfateó que aquel desvencijado chucho era una chuchita fascinadora.

Ya conocemos el natural sensible de Nerón. Antes los encantos de la feminidad sintió que las entrañas se le derretían; y saltando sobre todas las conveniencias, o sea sin preámbulo de ninguna especie, se le insinuó bailándole en derredor y moviendo la cola con frenesí.

Ella siguió su camino fingiendo no haberlo visto y limitándose a tomar la precaución elemental de meter la cola entre las patas para proteger su honor.

El galán cambió de táctica y ensayó otro recurso que tenía tanto de galantería como de íntimo contentamiento; y fue que se le adelantó unos pasos y se revolcó en el polvo.

El resultado fue nulo. Antes bien, como intentara ponerle las manos sobre el lomo, la muy desdeñosa le asestó por primera vez una mirada directa y, frunciendo el labio superior, le chasqueó los dientes.

Y continuó su marcha, un tanto arqueado el espinazo, erizados los pocos pelos que le quedaban.

¡Así son todas! En un principio se hacen las refractarias; pero ya desde entonces están ansiosas de rendirse con armas y bagajes.

Nerón conocía el sistema, y sin reparar en desdenes, se fue tras ella echando mano a cuanto recurso se le ocurría para quebrar su obstinada resistencia, sin obtener nada más que algún ladrido destemplado o alguna dentellada al aire, cada vez que la solicitud se hacía demasiado apremiante.

Después de caminar sobre la carretera unos cuantos centenares de metros, aquella Lucrecia en cuatro patas, siempre con su cortejante a la cola, torció a la derecha y tomó por una vereda que a poco andar se convirtió en un camino de cabras, el cual descendía serpenteando un buen espacio hasta dar con un río en el fondo. Lo vadeó y emprendió la subida por la vertiente opuesta más escarpada aún que la anterior.

Nerón, con un palmo de lengua afuera, se vio obligado a suspender el galanteo por haberse quedado francamente a la zaga; pero su decisión era más firme que nunca. Algún día tenía que acabar aquella cuesta…

Y así, al final de una subida para él tan larga que ya le extrañaba no verse entre nubes, uno tras otro llegaron a una pequeña meseta.

Lo primero que se ofreció a la vista del chucho fue un cerco de piedras partido en dos mitades por el hueco de la puerta, a través de la cual enfilaron ambos.

Era un patio ni muy grande ni muy limpio, con patos que jugaban lodo en varios charcos y gallinas entregadas a su rascadera eterna.

En el extremo opuesto a la entrada, aparecía una casa de tejas con un corredor frontero, donde se encontraba un grupo formado por dos mujeres y varios hombres. Ellos, abrazando las cumas o fumando sus tagarninas en un sabroso farniente; ellas, trajinando por la cocina, que ocupaba un ángulo del corredor.

Lucrecia se encaminó directamente a la casa. Nerón, cohibido por la presencia de los humanos, se detuvo pensando cómo haría para seguirla sin peligro.

Dijo uno de los hombres:

—¡Miren a la Sultana, ya consiguió enamorado!

Como respuesta estalló un coro de carcajadas.

Habló a su turno una mujer:

—¡Chucha sinvergüenza!

Y a la Sultana, que en ese momento llegaba al corredor, le cayó en la rabadilla un escobazo que le arrancó un chillido y la hizo correr buscando refugio en el interior de la casa.

La mujer continuaba:

—¡Si te han pegado el jiote, contá con que te mato!

Diagnóstico incorrecto. Ya se sabe que lo que Nerón tenía no era jiote, sino sarna. ¡Así hay gente ignorante!

Luego se oyeron más risas y más voces confundidas, sin que jamás se haya sabido a ciencia cierta lo que dijeron.

Nerón ya se preguntaba si no sería lo más prudente una retirada con honor.

Le vino a quitar las últimas dudas un leño que vio llegar sobre sí, describiendo una trayectoria parabólica y que le salpicó la cara de lodo al dar en un charco.

Sin esperar otro, el héroe emprendió la fuga entre cacareos de gallinas y
¡cua! ¡cua!
de patos.

Mientras fue cosa de corre en lo plano, todo marchó a pedir de boca, pues ni siquiera lo tocaron las piedras que sentía lloverle alrededor; pero al llegar a la pendiente, ¿qué era lo menos que le podía ocurrir, sino perder el equilibrio?

De nada, pues, le sirvieron las cuatro patas en el descenso de aquella condenada ladera.

A todo lo largo de la caída lo acompañaron dando tumbos varios pedruscos que a él le parecieron cientos de rocas, sin alcanzar si se las tiraban los de arriba o si él mismo, a puros encontronazos, las arrancaba de sus alvéolos.

Y es posible que el chucho, a la hora presente, todavía estuviera rodando cuesta abajo, si no fuera que al cabo dio en el fondo de la cañada, sobre la pedregosa margen del río.

Capítulo XVIII

En el cual se habla largo y tendido de un cierto sombrero de palma que ya apareció incidentalmente en otro lugar de esta ejemplar historia.

Sospechar que Nerón se robara un caite, se excusa, porque en fin de cuentas, un caite no es más que un pedazo de cuero crudo que, si mucho lo apuran, y con un poquito de buena voluntad por parte de la persona interesada, puede representar mal que bien el papel de comestible.

¡Pero un sombrero de palma!

¿Para qué había de querer Nerón un sombrero de palma?

Si Ud., lector, tiene un sombrero, y este sombrero se le pierde misteriosamente, por muy zonzo que Ud. sea no le va a echar la culpa al chucho, suponiendo que Ud. tenga también un chucho en casa.

Porque, dígase lo que se quiera, un chucho no es una urraca, y no se va a robar las cosas por el gusto de robárselas, a sabiendas de que no le van a servir para maldita la cosa.

Aceptar, pues, la posibilidad del hecho que contemplamos, es el mayor absurdo que se puede dar. Y quien tal absurdo crea, tiene que ser un zote de tomo y lomo. Sin apelación. Quiero hacerlo constar rotundamente, para que se vea que Toribio, en el terreno de la estupidez, se perdía de vista.

Sólo a él podía caberle en la sesera que Nerón fuera capaz de robarse un sombrero de palma. En nada tuvo lo extravagante de la suposición. Nada significó para él la limpidez de la mirada del chucho, que estaba evidenciando una tranquilidad de conciencia envidiable. Para su limitado intelecto, el autor de la fechoría era Nerón. ¡Le había hecho tantas!

Y actuando en consecuencia, le dio una zurra como las que acostumbraba por el motivo más baladí, y hasta ahí sin motivo apreciable.

El indio, pues, en esta ocasión, como en muchas otras, razonó con criterio becerril.

Y lo más raro…

¡Bueno! Aunque me cueste decirlo, lo más raro es que acertó. Y que si hubiera pensado rectamente, se hubiera equivocado de un modo lamentable.

¿Que cómo pudo ser eso? Lo voy a exponer en pocas palabras.

El famoso sombrero fue el mismo que trajo Toribio cierto día dentro de la cebadera. Vino allí el cuitado en apreturas, plegado y replegado sobre sí mismo como un abanico o como un filtro de papel. Su suerte lo hizo quedar al lado de la candela de sebo, famosa también por más de un motivo.

En los ajetreos de la marcha, vinieron ambos por todo el camino raspándose y estrujándose el uno contra la otra, por modo y manera que, cuando el indio lo sacó en el rancho para colgarlo de un clavo, estaba el sombrero despidiendo un olor a sebo, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa.

Esta circunstancia lo perdió. Según consta de autos, Nerón se metió la candela entre pecho y espalda; pero, cosa curiosa, el olorcillo no desapareció. Se hubiera dicho que el espíritu de la mechona habitaba el lugar donde la sorprendió la muerte.

Nerón estaba intrigado. Percibía el perfume distintamente, pero no veía ni rastros de candela. Y empeñado en no dejar el fenómeno sin explicación, emprendió subrepticias exploraciones que, después de algunos tanteos, lo llevaron como de la mano a dar con el sombrero.

¿Para qué decir más? Nerón lo descolgó incontinenti y se lo llevó al cafetal para regalarse con él. Sólo que no pasó de las intenciones.

Por más vueltas que le dio, sometiéndolo a un minucioso examen por una y otra parte, jamás pudo descubrir dónde ocultaba la parte masticable o engullible.

Ocioso es decir que apeló al recurso heroico de los ladridos, y al mucho más eficaz de los violentos rasguños. ¡Inútil empeño! El sombrero se encastilló en una resistencia pasiva de la cual no hubo medio de sacarlo.

En vista de su contumacia, Nerón, colérico y despechado, lo acometió a diente y uña, dejándolo en un estado tan desastroso, que no lo hubiera reconocido su propia madre.

Después de lo relatado, forzoso nos será convenir en que la tunda que recibió Nerón no anduvo del todo descaminada, y que la justicia logró cumplida satisfacción en la cabeza del héroe, merced a una estrambótica suspicacia de Toribio.

¡Ad augusta per angusta!

Capítulo XIX

Donde el discreto lector tendrá un ligero atisbo del pueblo; y otro, que no lo será tanto, de la Casa Consistorial.

Dos eran los mulos, grandes como dromedarios, que venían del pueblo uno tras otro. En el primero, ensillado con albarda de cuero crudo tal como las que se estilan por estos trigos, cabalgaba un hombre vestido de dril a rayas. Era mofletudo y barrigudo como un cochino —dicho sea con mil perdones— y peludo como un oso. Un poco más tarde, al ser desmontado en la forma que luego diré, pudo verse que si acaso pasaba de las seis cuartas era por una diferencia insignificante. A la legua se adivinaba en él al comerciante pueblerino acomodado, y si hemos de colegir por la placidez de la fracción de rostro que las barbas no escondían, y porque el aparejo del macho zaguero viniera vacío, supondremos regresaba de algún provechoso viaje profesional.

Este segundo macho venía meditabundo, tan atrás como se lo permitía la longitud del ronzal sólidamente amarrado al asidero posterior de la albarda del otro.

La marcha de la breve recua era indolente y despreocupada como conviene a quien, habiendo llenado un deber cumplidamente, no tiene por el momento urgencia ni inquietud alguna.

Impresionado por la actitud beatífica del jinete, Nerón no lo quiso distraer de sus amables pensamientos y lo dejó pasar de largo; mas con el animal que venía después, ya fue otra cosa. Le saltó al paso hecho un basilisco ladrando a dientes pelados y tratando de arrancarle la jeta.

Ensimismado como iba el agredido, el susto que se llevó fue mayúsculo y dio un violento respingo. Y como la tracción del ronzal tendía a llevarlo a dar de hocicos con el temible agresor, resistió lo mejor que pudo hincando firmemente en tierra los cascos delanteros a la vez que flexionaba las patas de atrás como queriendo sentarse.

El otro animal, oyendo los ladridos y sintiendo la resistencia, tiró por su lado con todas sus fuerzas, resultando del esfuerzo combinado de ambos, que se rompió la cincha de la albarda, la cual se escurrió por las ancas con todo y jinete por de contado, hasta dar un gran batacazo en el suelo que, si no cogió debajo al chucho, fue por puro milagro.

El hombrecillo rodó por el suelo como un fardo al escapársele la albarda de entre las piernas. Y muy a tiempo que lo hizo, porque el medroso mulo zaguero, espantado por el ruido que el cuero crudo hacía sobre los guijos, había emprendido el camino de regreso, arrastrando la albarda a una velocidad tal, que un venablo hubiera sido una triste comparación.

Y no sólo él corría, pues su congénere, aun sin saber a punto fijo de qué se trataba, habría dejado de ser lo que era, si no hubiera escapado a galope tendido en dirección opuesta. De modo y manera que cuando el hombre de dril rayado consiguió ponerse de pie y quitarse la tierra de los ojos, vio con espanto que estaba solo en mitad del camino. Es decir, solo no, que ahí estaba Nerón también, observando complacido los efectos de su proeza.

Y lo mismo fue verlo que trocar su azoramiento en ira feroz. Se agachó a coger una piedra que a mano había —ante cuya amenaza el chucho intentó ir a buscar refugio al rancho— y se la arrojó con tan buena puntería que le dio en el espinazo, haciéndolo rodar entre aullidos.

No satisfecho todavía el belicoso hombrecillo, quiso continuar adentro la persecución, mas en la tarea de descorrer las trancas de la puerta lo sorprendió Toribio, que venía a ver qué pasaba.

—¡Mire, amigo lo que me hizo el chucho! —dijo al indio casi sin aliento.

—¿Y qué jué, pue? —inquirió el interpelado.

—Que me espantó las bestias y se me han ido.

Y le rogó le ayudara a darles caza. Porque, como bien dijo, él no podía hacerse dos.

Toribio le respondió rotundamente que no. Que él estaba muy ocupado y que no tenía tiempo.

Trató entonces de obligarlo por intimidación, diciéndole que él era el responsable por lo que hiciera su chucho, y que tendría que reconocerle las pérdidas.

A lo que el indio respondió con admirable frescura:

—¡Chis! ¿Y yo por qué? Ese chucho nues miyo. ¡Saber de quién será! Yo ni tan siquiera lo conozco…

A todas estas, el perdidoso no había cesado de lamentarse escupiendo lodo, derramando lágrimas de lodo y haciendo como que se arrancaba las barbas.

—Que se pierdan las bestias no me importa —berreó—, pero en la albarda se me fue el revólver y se me fue el pisto…

Oyendo tales novedades, el bueno de Toribio sintió que le nacía en el corazón un súbito e irrefenable deseo de ayudar al prójimo en desgracia.

—No yore, pue, que ya se los voy a buscar —dijo—. ¿Parónde cogió el de la albarda?

—Se regresó pal pueblo…

—Aguárdese tantito que ya se lo traigo.

Con gran cuidado fue buscando en todo el trayecto, no fuera a ser que estuviera por ahí abandonado el revólver o algún atadijo con billetes de banco.

Empero, llegó al pueblo sin haber encontrado nada.

Desde en los arrabales supo, gracias a las personas a quienes preguntó, que el mulo había sido capturado y que lo tenían en el Cabildo.

En efecto, amarrado a un poste en la plaza pública, frente a la Casa Consistorial, aparecía el fugitivo como si nada le hubiese pasado, comiendo grama tranquilamente y espantándose las moscas con el rabo.

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