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Authors: Alberto Rivas Bonilla

Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana

Andanzas y malandanzas (5 page)

Poniéndose a salvo lejos de la casa, no había uno que no se sobara alguna picadura; los cipotes chillando y derramando lágrimas, la Remigia lamentándose de que se le iban a quemar los frijoles y Toribio bailando en un pie de pura rabia y bramando como un poseído:

—¡Chucho condenado! ¡Dejá que te coja!

Con semejante advertencia no le quedaba al héroe otra cosa que hacer, sino cruzar el portillo y poner tierra de por medio.

Más de veinticuatro horas demoró su regreso, pero si como fue un día hubiera sido un año, creo que no hubiera evitado la zurra, porque el lance no paró ahí.

Ello es que los belicosos insectos no daban trazas de desocupar el rancho, de cuyo interior se escapaba un temerosos zumbido por instantes disminuía o aumentaba de intensidad, sin parar un segundo. Horas y horas esperaron los dueños bajo el amate dando quites o manotazos al aire de vez en vez.

Por fin, perdidas las esperanzas de que los animalitos se fueran motu propio, Toribio tuvo la inspiración de ahuyentarlos mediante un sahumerio de boñiga seca y cáscaras de naranja. Desde afuera empujó con un palo la teja humeante hasta el centro de la habitación, no sin conseguir tres o cuatro chuzazos más que acabaron ponerlo fuera de sí.

Ante los gases asfixiantes, el enemigo desalojó el interior, pero se quedó zumbando alrededor del rancho todo el resto de la hasta que obscureció.

Entonces pudo entrar la gente.

Todo el rancho apestaba con un tufo que no acababa de decidir se entre el cuerno quemado y el cuero recién curtido.

Y, para colmo y remate, la cena se redujo a tortilla con sal, porque los frijoles estaban hechos carbón en el fondo de la olla, y el panal sólo contenía larvas.

Así, pues, todo un cúmulo de circunstancias desfavorables se confabularon para conseguir que el chucho sufriera al día siguiente una zurra que se cuenta entre las más famosas que en toda su vida recibiera.

Capítulo XI

Donde la credulidad del prudente lector se verá sometida a durísima prueba.

Temo que, por lo expuesto en los capítulos anteriores, el lector no se haya formado un concepto preciso del valor personal de Nerón.

Hora es ya, pues, de que relate una aventura inaudita, que quitará las últimas dudas a quien las tuviere. Me refiero a la lucha con el oso.

Así, como suena, Nerón ha tenido oportunidad de medir sus fuerzas con un oso. Y su triunfo no pudo haber sido más completo, como va a juzgarse.

Cierta noche, ya a una hora muy avanzada, el apacible sueño del héroe se vio interrumpido por rumores imprecisos, inexplicables, delatores de que en las inmediaciones, por el lado del cafetal, algo insólito estaba acaeciendo.

Cualquier chucho incauto hubiera empezado a ladrar, y puede que hasta se hubiera aventurado en dudosas andanzas por el cafetal, atraído por una curiosidad malsana. Nerón no. Nerón es un perro prudente, que no gusta de confiar nada al acaso. De manera que se estuvo quedo, sin moverse un ápice (aun cuando los ruidos no duraron mucho) hasta que la claridad del alba permitió ver los objetos distintamente Entonces, y sólo entonces, inició las indagaciones.

A paso de lobo avanzó bajo los ramajes húmedos de rocío y atravesó el cafetal hasta salir al claro por el lado opuesto. Allí comenzaba, para terminar en el río, una ladera casi desprovista de vegetación y sembrada de grandes piedras acá y allá. Inquirió con la vista a uno y otro lado. Buscó inútilmente por los suelos alguna huella sospechosa, y ya estaba para volverse dando por terminadas las diligencias, cuando de pronto descubrió a unos cincuenta pasos hacia al norte, nada menos que a un gigantesco oso pardo. Su primer impulso fue poner pies en polvorosa. Impulso irreflexivo, que no es de tomarse en cuenta, por cuanto que muy pronto fue reprimido.

Nerón es perro de decisiones rápidas. En un segundo pesó el pro y el contra de su temeridad y se pronunció por el ataque. Un ataque de sorpresa, súbito, aplastante, arrollador.

Se agazapó cuanto pudo. Casi arrastrando la barriga, al abrigo de las piedras, de los matorrales, de las desigualdades del terreno, se fue acercando a su víctima, lenta pero seguramente.

Así llegó a una conveniente distancia. El plantígrado estaba indeciso, como vacilante sobre el camino que debía seguir. Nerón tomó impulso y dio un salto tremendo.

La lucha fue corta y silenciosa. Ambos combatientes rodaron ladera abajo, hechos un nudo; pero Nerón había calculado bien el ataque y tenía a su enemigo sujeto por el cogote. Sus mandíbulas apretaban como tenazas de acero, sin aflojar un segundo, no obstante los encontronazos y volteretas de la caída. Percibía claramente la respiración jadeante y angustiosa de su presa. Sintió, o creyó sentir, el crujido de las vértebras desmenuzadas…

Al caer al fondo de la cañada, aquella palpitante masa de músculos en contienda se detuvo. Nerón apretó aún más las mandíbulas. Imprimió furiosas sacudidas al cuerpo inanimado de la fiera que permaneció tumbada, rígida, sin dar señales de vida. Por si acaso, le propinó otras feroces dentelladas en diferentes partes del cuerpo, la olfateó por todos lados, dio unos ladridos que fueron una clarinada de triunfo, y se sentó para verla.

La boca entreabierta del oso dejaba ver una lengua rojiza, unos dientes blancos como de porcelana. Los ojos abiertos eran vidriosos, inexpresivos. Estaba completamente muerto.

El vencedor, en un supremo y despreciativo alarde, le volvió el trasero, rascó tierra y se alejó ladera arriba. En lo alto, se detuvo para contemplar una vez más el teatro de su hazaña, tembloroso de emoción y de agotamiento.

Se veía triunfador, y no lo creía.

Y el lector tampoco lo querrá creer. ¿Cómo explicar —se estará preguntando— la presencia de un oso en el predio de Toribio?

Yo no sé qué decir, francamente. Tal vez se tratara de una fiera escapada de alguna banda de gitanos que andaría por la comarca.

Aunque más me inclino a creer que el hecho tenga alguna relación con los rumores que corrieron en el pueblo por aquella época. Se decía de unos ladrones que asaltaron varias casas, sustrayendo gran número de objetos. Seguramente, en su prisa por escapar de una de tantas, y gracias a la oscuridad en que estarían operando, se robaron el oso sin saber lo que era. Luego, se irían a la finca de Toribio para el reparto del botín. Y advirtiendo que el animal no podría servirles más que de estorbo, resolvieron abandonarlo.

Sí. Así fue decididamente. Allí lo encontró Nerón. Allí lo venció en descomunal batalla, y allí lo dejó pudriéndose, abierta en canal la barriga de felpa y derramadas por tierra las entrañas de aserrín…

Capítulo XII

De cómo el sin par Nerón estuvo a punto de liarse a mordidas con un adversario que más parecía un alma del otro mundo, que no persona real y tangible.

Queda, pues, plenamente establecido y comprobado que Nerón no le teme ni al mismísimo demonio.

Y sin embargo…

Hasta el sol, con ser el sol, tiene sus manchas, según dicen los que bien lo saben.

Primitivamente, Nerón visitaba con frecuencia los predios colindantes por el lado sur, calle de por medio, con el de Toribio. Y hasta la siesta solía echar en ellos, de cuando en vez.

Pero desde que se encontró con «la cosa», toda la vasta región que quedaba al sur de la carretera, se convirtió para él en terreno vedado, y antes de aventurarse por allí, hubiera consentido en que lo desollaran vivo.

Ello fue que, en uno de sus paseos, al desembocar en un claro recién labrado, fue a dar de manos a boca con el adefesio más estrafalario que en toda su perra vida había visto.

Figúrense ustedes, si pueden, en medio de aquel cuadrilátero de tierra negra, una pértiga vertical de dos varas de largo. Un poco abajo del extremo superior, otra más corta, amarrada en sentido horizontal por su parte media, sosteniendo una camisa desgarrada con las mangas en cruz. Pendientes, hacia la parte inferior, unos pantalones más viejos, si cabe, que la camisa; y para remate, hacia arriba, un envoltorio de estopa cubierto con un sombrero de palma Con temporáneo del Indio Aquino. El conjunto formaba un ente fantástico y horripilante como suspendido en el aire, capaz de ponerle los pelos de punta a Cancerbero en persona.

Nerón, para no ser menos que el infernal portero, se quedó de una pieza, mas pasada la primera impresión, empezó a retirarse andando para atrás, sin quitar el ojo al fantasma. A cubierto entre la maleza, se detuvo. Empezó a recorrer el perímetro del cuadrilátero, ocultándose siempre, para examinar aquello desde todos los puntos de vista. Cerrado el circuito, y en vista de la inmovilidad del enemigo, cobró un poco de serenidad y se atrevió a lanzar un ladrido un sí es no es temeroso. La «cosa» permaneció impasible. Ladró otra vez, un poquitín más fuerte, con el mismo resultado.

Entonces salió muy despacito al claro y empezó a avanzar con infinitas precauciones. Llegó hasta la mitad del camino y resolvió hacer un alto. Puso en tierra el cuarto trasero y ensayó un olfateo a larga distancia, del cual nada sacó en limpio. El armatoste estaba allí, inmóvil, misteriosos, hermético. Nerón se sentía cohibido, medroso. Después de madura reflexión, juzgó conveniente retirarse y, en efecto, se fue alejando, pero sin dar la espalda a la pandorga.

Sin embargo, esta solución no le satisfacía. Estaba descontento de sí mismo. Y ya en el límite del claro, volvió a enfrentarse con lo desconocido, esta vez ladrando desaforadamente y avanzando a pequeños saltos. Llegó así hasta donde antes había llegado e hizo un nuevo alto; pero sólo por un momento. El avance triunfal comenzó de nuevo, y los ladridos menudearon que fue un gusto. Seguramente hubiera terminado por llegar hasta el fantasma, y lo hubiera hecho polvo, como dos y dos son cuatro; pero quiso el diablo que un intempestivo soplo de brisa animara un segundo aquellos trapos, haciendo levantar ambas piernas a la vez a los sucios pantalones.

¡Y aquí fue el acabóse! Nerón se dio a una vergonzosa fuga.

Corría a ciegas, despavorido, dejando tiras de pellejo en las espinas, y no se detuvo hasta llegar al rancho. Allí comenzó a aullar de un modo feroz, con el espanto pintado en los ojos.

Los cipotes, oyéndolo, quedaron boquiabiertos. La Remigia salió a la puerta del rancho palmeando una tortilla, a indagar la causa de aquel destemplado clamor, y no viendo nada, se volvió a su oficio con este solo comentario:

—El chucho se ha vuelto loco…

Desde aquel día memorable, Nerón, siempre que ve correr a una persona de dos o cuatro patas, guiña picarescamente un ojo, y dice para su capote, con maligno regocijo:

—¡Este acaba de encontrar «la cosa»!

Capítulo XIII

Donde raya en lo épico el desprecio del héroe por un enemigo indigno de sus altos merecimientos.

Allá, lejos, por el lado del pueblo, se comenzó a oír un gran concierto de ladridos. Nerón, que se disponía a descabezar un sueño, paró la oreja y se puso a escuchar cómo el rumor se acercaba. Poco a poco fue distinguiendo las voces de muchos perros, graves las unas, las otras agudas, todas enfurecidas. Entre ellas se destacaba con toda claridad un chillido agudo, áspero, estridente, algo así como el alarido de un prima donna acatarrada, amplificado por un magnavoz de los malos.

Nerón sintió picada su curiosidad. Y en el supuesto de que después le sobraría tiempo para dormir, salió a la carrera para, ante todo, conocer la causa de aquella molotera.

No tardó mucho en ver aparecer a lo lejos una veintena de perros de todos tamaños, pelajes y cataduras, que se habían aliado para fastidiar a un marrano. Pura gana de jorobar, pues no está demostrado, ni mucho menos, que el escandaloso animal les hubiera hecho nada malo.

Con todo, allá venía a todo correr, acosado por sus gratuitos perseguidores, defendiéndose como Dios le daba a entender, a dentelladas y trompazos, sin dejar por ello un momento de protestar a grito pelado por tan incalificable agresión. Por momentos, se veía algún perro dar una voltereta en el aire, impulsado a lo alto por la catapulta que le servía al marrano de cabeza; pero más tardaba en caer que en volver al ataque con mayores bríos.

Por una causa o por otra, Nerón no gustaba de intimar demasiado con los demás perros. Apenas si sus relaciones con ellos se reducían a olerles por debajo de la cola, y a dejarse oler cuando el caso era llegado; pero en la presente ocasión se sintió solidario con congéneres y, sin ponerse a considerar que el chancho no tenía la culpa de haber nacido tan feo, decidió sin más ni más tomar en el asunto una intervención que ingenuamente se imaginó sería decisiva: se prometió acogotar al marrano sin darle tiempo para defenderse, tal como otrora hiciera con el oso, con éxito tan feliz.

Una vez inmovilizado el paquidermo, nada les costaría a sus perseguidores hacer con él lo que les viniera en gana.

Las intenciones no podían ser mejores, ¡qué duda cabe!, y los arrestos de Nerón para darles cima, nadie osará negarlos; pero hubo un pequeño inconveniente: que el tunco dispuso las cosas de otro modo. No se arredró al ver aquel nuevo enemigo que se le venía encima; antes bien, le salió al encuentro, le metió la catapulta por debajo de las costillas y lo lanzó dando vueltas de gato por los aires.

No conforme con eso, ya reintegrado Nerón al duro suelo, le pasó por encima incrustándole las pezuñas en el pellejo. Después fueron los perros quienes, sin una miaja de agradecimiento por su desinteresado concurso, y más atentos a que el chancho no se les escapara que a cualquier otra cosa, se lo llevaron entre las patas y lo revolcaron en el polvo de lo lindo.

Cuando al fin pudo ponerse en pie, tenía todas las cavidades naturales llenas de tierra, y la que se le había metido en las narices le arrancaba unos estornudos que partían el alma.

A fuerza de estregones con las manos, se logró medio limpiar los ojos. Cuando los llegó a abrir, ni el marrano ni los perros aparecían por todo aquello, y si no fuera por la bulla que seguían armando, se les hubiera creído a mil leguas de distancia.

Total: que la desdichada aventura había resultado un fracaso irremediable. Un fracaso de los gordos.

Nerón estaba corrido y sentía la necesidad de hacer algo para disimularlo. No hallaba qué escoger entre rascar tierra, ladrar u orinarse en un poste de telégrafo.

Pensándolo despacio, optó por lo último. Y yo opino que estuvo en lo justo. Cualquiera otra cosa habría sido dar al cochino una importancia que estaba muy lejos de tener.

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