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Authors: Alberto Rivas Bonilla

Tags: #Costumbrismo, Literatura sudamericana

Andanzas y malandanzas (12 page)

Empero, le rasqué el espinazo con el extremo del látigo, a lo que correspondió echándose panza arriba, con la cola entre las patas. Era un mísero chucho hediondo, y de una flacura inverosímil. Me imaginé que a contraluz sería transparente.

Viendo que yo no lo llamaba para nada malo, se atrevió a levantarse y me empezó a festejar con un colaceo, tan efusivo, que le hacía cimbrear el trasero.

El indio estuvo pronto a desmentirlo.

—No le creya, patrón. Ese chucho es mero hipócrito. ¡Si yo le contara!

—¿Qué daño puede hacer este infeliz?

—Todo se lo roba, señor. Se come hasta los caites viejos.

—¡Y cómo no, si se está muriendo de hambre! Dele tortilla, y ya verá cómo no vuelve a comer caites.

—Las tortiyas son para los cristianos —sentenció mi interlocutor—. ¿Por qué no agarra taltuzas? Tantas que hay por todito esto…

Y con la diestra hacía un amplio ademán que abarcaba los sesenta y cuatro rumbos de la rosa náutica.

El chucho, que no perdía palabra, me estaba diciendo con el único ojo que le quedaba:

—¿Has visto tú qué indio más bruto?

Tenía razón. Los hay más brutos que los mismos animales, que son los que cargan con la fama.

Algo más tarde, puesto en el buen camino gracias a los informes del animal de Toribio, me encaminaba al pueblo de Las Delicias, situado a dos ‘kilómetros del rancho. Nerón, encantado de haber descubierto una persona que no lo tratara a golpes, salió conmigo y me acompañó precisamente hasta la Cuesta Lisa. Ahí se quedó sentado, moviendo la cola mientras yo me alejaba, y me despidió con unos amistosos ladridos, que a las claras me decían:

—¿Cuando volverás por acá?

Muchas veces volví después, como lo demuestra el presente anecdotario, escrito según los datos recogidos de boca del mismo Toribio y de otros campesinos de las cercanías.

Porque Nerón es harto conocido por aquellos trigos. Cuando yo preguntaba por él, invariablemente se me respondía:

—¡Ah, sí! ¿El chucho de Toribio?… Afigúrese que una vez…

Capítulo último

Con el cual el autor tiene por acabados estos apuntes y da al héroe un buen consejo después de reflexiones más o menos atinadas.

¡Pobre Nerón, perro viejo, perro triste, perro feo! ¡Cuán poco has tenido que agradecer a la suerte en toda tu perra vida! Y sin embargo muy pocas son las ganas que tienes de morirte, a juzgar por el celo con que procuras guardar tu integridad perruna. Porque no hay que hacerse ilusiones; tú eres un chucho cobarde.

Así, como suena. Terriblemente, irremediablemente cobarde.

Ladrar sabes, es verdad; pero a nadie engañas con esas tus manifestaciones agresivas. Es en vano que te desgañites para presumir (buscando un prudente arrimo en la pared, si no quieres que el ímpetu te eche de espaldas) cuando pasa otro perro por el camino; porque si el aludido, en vez de pasar de largo en demostración del más profundo desprecio, se detuviera un instante y te buscara con los ojos, te faltaría tiempo, confiésalo, para ponerte a salvo en algún escondido refugio.

¿De qué te sirve, dímelo, una vida así? ¿Para qué quieres ese cuero viejo que llevas pegado la osamenta, y que no se ha caído por un milagro que ni tú mismo te explicas? ¿Has llevado la cuenta del tiempo que tienes de arrastar esa lamentable existencia? ¿No te asustas ante la perspectiva de lo que te queda por padecer?

Callas a mis preguntas; pero yo te voy a dar un consejo.

Para la oreja y escucha. ¿No oyes?… Suena por ahí una ensordecedora algarabía de ladridos. Es indudable que allá abajo se está dirimiendo a dentellada limpia alguna descomunal contienda.

Se debe estar disputando por los femeniles encantos de alguna cuadrúpeda Dulcinea de los contornos.

¿Por qué no corres y te mezclas en la refriega?

No para conseguir, claro está, ningún preciado galardón con tu temerario intento, sino para algo mejor: para que tus congéneres enfurecidos, de cuatro tarascadas acaben con tu mísera perrunidad.

¿Te asustas? No hay razón. Después de una vida como la tuya, una muerte así constituye la verdadera liberación, la suprema felicidad.

Y mañana…

Mañana volarás en el vientre de unos cuantos zopilotes, describiendo círculos inmensos por ese azul profundo y lejano, hasta donde no pueden llegar las miserias de este mundo.

¿Quieres?…

— FIN —

Alberto Rivas Bonilla
(Santa Tecla, 4 de septiembre de 1891 - San Salvador, 29 de noviembre de 1985) fue un médico, y escritor salvadoreño.

Bonilla se graduó de bachiller en Ciencias y Letras el año 1909, y obtuvo el doctorado en Medicina en 1918. En la literatura inició en la rama de poesía, y ganó certámenes como los Juegos Florales del Centenario del Primer Grito de Independencia, el Primer Premio al Canto a la Bandera, y el Premio único al Himno Universitario. Fue catedrático de Medicina y Derecho, y Decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de El Salvador.

En el ámbito cultural, ejerció como secretario perpetuo de la Academia Salvadoreña de la Lengua, a la que ingresó como miembro de número a la edad de 24 años. Además colaboró en los periódicos nacionales; precisamente, con el seudónimo Padre Robustiano Redondo, en una columna llamada Postalita, el año 1962 tuvo la ocurrencia de proponer el nombre de Hula-Hula a la plaza donde se encontraba el antiguo Mercado Central de San Salvador, y la cual ha sido conocida de esa manera desde entonces.

Parte de su obra comprende:
Versos
(1926),
Me monto en un potro
(1943),
Una chica moderna
(1945),
Celia en vacaciones
(1947), etc. Su obra más conocida es la novela
Andanzas y malandanzas
de 1936, considerada un clásico de la literatura salvadoreña.

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